La versión oficial fue que Lin Biao había estado conspirando para asesinar a Mao. Cuando el intento falló, trató de huir a la URSS y murió cuando su avión, en el que iba también su hijo, se estrelló en Mongolia. La muerte de Lin Biao fue una sorpresa para muchos, incluidos mis padres.
Recuerdo que vecinos y amigos vinieron a casa tras recibir la noticia.
– ¿Quién hubiera pensado que Lin Biao conspirara para derrocar al presidente Mao? -dijo nuestra vecina corpulenta y de voz potente-. Yo creía que era el seguidor más leal de Mao.
– Ya ves, por eso su engaño resultó tan bien, y el presidente Mao fue prudente al estar sobre aviso. El presidente Mao siempre dijo que «debemos tener cuidado con aquellos que tienen miel en la boca y un cuchillo en la mano» -dijo otra-. Lin Biao era de los más peligrosos. Consiguió engañar a todo el país con su «nunca dejéis que el pequeño libro rojo [de Mao] abandone las manos» y con el «larga vida al presidente Mao» siempre en los labios.
Muchos años después, tras la muerte de Mao, nos enteramos de que la crisis de Lin Biao había creado un vacío en el sistema de poder de aquél. En aquellos años, Mao había llegado a tener mucha confianza en Lin y sus amigos. Con la muerte del vicepresidente, y cuando casi todos los comisarios habían sido denunciados por expresar su opinión en contra de la Revolución Cultural, Mao se vio frente a la perspectiva de perder el control de la fuerza más poderosa en la política China: los militares. El presidente tuvo que ceder y traer de vuelta a los desacreditados funcionarios del gobierno que todavía tenían mucha influencia en el ejército. Poco después, Deng Xiaoping «saldría de las montañas».
Cuando llegó la primavera a Nanchuan, nuestras vidas volvieron a cambiar. Por fin la instalación militar secreta estaba terminada, pero se encontraron con que no tenía ninguna utilidad. Para entonces, los efectos de la Revolución Cultural habían afectado enormemente la economía del país. El nivel de vida de los chinos había descendido más aún. Mao también era consciente de que, a menos que la gente viera mejoras en sus vidas, podría estallar el resentimiento e incluso la rebelión, y así, con un cambio completo respecto a su anterior política, ordenó que los intelectuales volvieran a las ciudades y cumplieran con sus obligaciones habituales. El campo de trabajo se cerró.
Mamá albergaba la esperanza de que, después de haber pasado casi tres años en el campo de trabajo, se hubiera ganado el derecho a trasladarse a Shanghai con mi padre. Sin embargo, a pesar de las promesas anteriores, no obtuvo permiso para hacerlo.
– Lamentablemente, el gobierno central tiene el control absoluto del movimiento de trabajadores -le dijeron fríamente.
Mamá estaba muy disgustada y enojada. Ahora tenía que volver a su antigua cuadrilla en Pekín. De manera que se decidió que mi hermana y yo iríamos a Pekín con mi madre y asistiríamos a la escuela allí. Mi padre regresaría a su cuadrilla en Shanghai y más adelante intentaría encontrar un modo de trasladarse a Pekín.
La primavera pasó muy deprisa mientras todas las familias se preparaban para realizar largos viajes de vuelta a casa. Los que se marchaban invitaron a cenas de despedida a las pocas personas que decidieron renunciar al Hukou en la ciudad para quedarse en Nanchuan. Una de ellas era un joven y atractivo soldado del ejército, Xiao Li, que se había casado con una mujer miao; había sido un buen amigo de mi padre durante los dos últimos años. En casa teníamos principalmente el mobiliario básico que la cuadrilla había distribuido entre nosotros. Dicho mobiliario no era de buena calidad y se consideró que no valía la pena que nos lo lleváramos a Pekín. Mis padres le regalaron los muebles a este joven para que estableciera su hogar. Él lo agradeció mucho.
Diez años después, Xiao Li viajó a Pekín y vino a visitarnos. Yo esperaba su llegada con gran impaciencia. Todavía recordaba al atractivo joven de suave piel blanca. Una vez más, mis pensamientos volvieron a las montañas de rojas azaleas y ríos de aguas niveas. Cuando por fin llegó, no podía creer lo que veían mis ojos. Tenía la piel del rostro morena y áspera. Aunque era quince años más joven, parecía tener la misma edad que mi padre.
Xiao Li le dijo a mi padre lo agradecido que seguía estando por la amabilidad de mi familia. Sacó unas hermosas plantillas hechas a mano con el típico diseño miao, unos obsequios tradicionales de los miao para que los zapatos resulten más cómodos.
– Las ha hecho mi mujer. Unas para la hermana mayor -se volvió hacia mi madre que traía el té- y unas para ti, viejo Liang. Éstas son para las niñas. Espero que os vayan bien, porque mi esposa ha decidido el tamaño a ojo.
Se tomó el té. Estábamos todos sentados alrededor de la mesa, mirándole. Por nuestras cabezas pasaban pensamientos distintos, pensamientos que se remontaban a diez largos años. Busqué en mi memoria al joven que con frecuencia venía a nuestro apartamento a comer y ante quien me encantaba presumir de mis aptitudes para la lectura.
– Es un buen té -le hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza a mi padre. Nos contó que quería volver a trasladar a su familia a Shanghai para que así su hijo pudiera ir a una escuela decente y tener un futuro-. Hablé con mucha gente en Nanchuan, Chengdu (la capital de la provincia de Sichuan) y en Shanghai, pero nadie quiso ayudarme. Me dijeron que había renunciado a mi Hukou en Shanghai y que ahora no pueden hacer nada. -Sorbió más té y continuó hablando.- Dijeron que mi hijo había nacido en Nanchuan y que el Hukou de nuestra familia estaba allí, de modo que era en Nanchuan donde teníamos que permanecer el resto de nuestras vidas. Pero si nos quedamos, mi hijo no tendrá ningún futuro; con el tipo de educación que se imparte allí, ni siquiera tendrá la oportunidad de ir al instituto.
Después de que Xiao Li se hubiera marchado y el té se enfriara, mis padres hablaron largo y tendido de los años en el campo de trabajo, de aquel joven y de la suerte de otros a los que conocimos.
– No debería haber renunciado a su Hukou en Shanghai -dijo mi madre en cuanto se fue Xiao Li-. Vale su peso en oro. -Entonces se volvió hacia mi padre, que retiraba la tetera y las tazas.- ¿Te acuerdas de lo que me costó intentar que me trasladaran a Shanghai? ¡Y eso que era una licenciada altamente cualificada! Tuvimos que vivir separados doce años.
– Al final tuve que intercambiar mi Hukou en Shanghai con una persona de Pekín antes de poder trasladarme aquí -se hizo eco mi padre-. Un Hukou vale más que su peso en oro. Pero no fue culpa suya -continuó diciendo papá, ahora con enojo-. Nadie sabía el giro que darían los acontecimientos. Primero fue el «Gran Salto Adelante»: mandan a todo el mundo a producir acero. Luego vino el «Dejad que florezcan mil flores», cuando se esperaba que uno criticara los defectos del Partido.
– Si lo hubieras hecho, te habrían encarcelado durante el «Movimiento Antiderechista» -dijo mamá.
– Luego fue lo de «subir a las montañas y bajar al campo» -añadí yo al recordar a los hermanos y hermanas mayores de mis amigos, muchos de los cuales habían ido a trabajar a las comunas populares durante la Revolución Cultural.
– De pronto eras rojo y al cabo de un momento, negro. Un año nos mandaron al campo de trabajo y al cabo de tres años regresamos. Era la revolución… reorganizando toda la sociedad -evocó papá-. Al igual que todos nosotros, Xiao Li sólo quería vivir su vida. Lo hizo lo mejor que pudo.
El rojo era el color comunista bueno. El negro era malo, una manera conveniente de referirse a los capitalistas. Durante la Revolución Cultural, a las personas se las catalogaba de rojas o negras en función de su origen. Los rojos incluían a los campesinos, obreros, dirigentes revolucionarios y a sus hijos. El negro tenía nueve categorías que incluían a los terratenientes, capitalistas, «malditos intelectuales» y a sus descendientes. Otra de las categorías del negro era la de «espía», la cual, hablando en términos generales, incluía a cualquiera que tuviera contactos en el extranjero. Las personas de las categorías negras se convirtieron en el objetivo de la Revolución Cultural. Muchas de ellas fueron privadas de su trabajo y posición y enviadas a los campos de trabajo, encarceladas o incluso asesinadas.