No obstante, me gustaba el invierno. Era la época en que el suelo se helaba y los campesinos se acurrucaban en torno a las estufas en las que ardía el carbón. En invierno se interrumpía el Xue Nong o «Aprender de los campesinos», un programa de reeducación para escolares. Allí en el norte, donde el clima era riguroso y los campos menos fértiles que los del sur, la mayor parte de las Comunas Populares producían trigo o maíz. El trigo se plantaba en cuanto ya no había peligro de helada y luego se cosechaba en agosto. Como los inviernos eran largos, los campesinos no podían hacer mucho con los campos después de la cosecha y ello significaba que la prosperidad y el nivel de vida en el norte siempre eran más bajos que en el sur.
El Xue Nong solía empezar de forma acelerada en verano y terminaba después de la cosecha. Siempre era un gran acontecimiento para la escuela, pues tenía mucho peso sobre el prestigio de la misma a ojos del Partido y de los comités de distrito. Antes de que los alumnos fueran conducidos a los campos, siempre había una «sesión de mentalización», durante la cual nuestros maestros exponían las metas y reglas, además de reiterar las enseñanzas de Mao sobre lo que se aprende de los campesinos.
– Nuestro gran líder el presidente Mao dice «la cuestión fundamental que se le plantea al Partido Comunista Chino no es el problema de los trabajadores, sino el problema de los campesinos». Los campesinos son la base de la revolución -decía nuestra profesora-. Por ese motivo, el presidente Mao ha apelado a los jóvenes del país para que se reeduquen «subiendo a las montañas y bajando al campo». Millones de jóvenes han respondido al llamamiento de nuestro gran líder y han ido con entusiasmo a trabajar en las Comunas Populares. Vosotros también necesitáis volver a las raíces de los valores revolucionarios porque, tal como ha dicho nuestro querido presidente Mao, «aprender de los campesinos es una reeducación que debe empezar pronto en la vida». Mañana iremos a la Comuna Popular número catorce para ayudar a nuestros tíos y tías campesinos en la recolección del trigo.
Nuestra profesora, la señorita Chen, prosiguió:
– La mayoría de vosotros sois de familias campesinas. Por tanto, deberíais destacar en el Xue Nong. Es el momento de que podáis demostrar a vuestros mayores que seguís las tradiciones rojas que habéis heredado. Para los pocos que no tienen la suerte de contar con estos orígenes revolucionarios, ha llegado el momento de que aprendáis de vuestros tíos y tías campesinos y de que desarrolléis el espíritu comunista. En cualquier caso, quiero que mañana trabajéis duro en los campos. ¡No seáis una vergüenza para vosotros mismos ni para la escuela! El año pasado quedamos terceros en la tabla de resultados del Xue Nong de nuestro distrito. Este año queremos hacerlo mejor, ¡queremos alcanzar y superar al campeón del año pasado, la escuela primaria Puerta Norte del Palacio!
Con mi sombrero de paja y los zapatos de plástico sin punta, balanceando los brazos con ímpetu y respirando profundamente el olor a los excrementos humanos y al estiércol con que se fertilizaban los campos, yo siempre estaba ansiosa por entonar las canciones revolucionarias a pleno pulmón. Atravesamos el pueblo; una niña pequeña que llevaba un bebé en la espalda se sentó en un alto umbral de madera y nos miró con su rostro oscuro y sus ojos alargados. Marchamos por senderos de tierra amarilla a través de los campos. En ocasiones, las mujeres que trabajaban la tierra se erguían y se frotaban la espalda a nuestro paso. Unos jóvenes campesinos, sentados perezosamente en unos carros tirados por caballos, nos lanzaron unas cuantas miradas al tiempo que se llevaban a la boca unas semillas de girasol tostadas. El conductor agitó la fusta con estrépito y gritó: «Jia, Jia». Los caballos orinaron y soltaron estiércol al pasar por nuestro lado.
El sol apretaba mucho al mediodía, y ya estaba sudando antes de llegar a los campos de trigo. Pero no me limpiaba el sudor. Hasta ese punto deseaba ser una estudiante modelo en los campos. Para mí, el Xue Nong era un reto. Unos días antes habíamos ido a otra Comuna Popular para ayudar a segar el trigo. Yo no podía empuñar el gigantesco Lian Dao, la guadaña curva para segar, y mucho menos cortar nada con él. Los campesinos que trabajaban no me querían por allí, decían que no hacía más que estorbar. Mis compañeros de clase se reían a mi costa mientras blandían hábilmente el Lian Dao delante de mí.
Aquel día habíamos ido a un campo donde el trigo ya había sido cosechado. Nuestro trabajo consistía en recoger los restos de trigo que se les habían caído a los campesinos. La profesora desplegó a los alumnos de manera que cada uno cubriera un radio de dos metros. Entonces toda la línea avanzaba a la vez. Yo recogí con toda la rapidez de la que fui capaz, con los ojos abiertos de par en par por miedo a que se me pasara por alto un solo pedacito. Al final de la jornada, con los ojos más secos que un desierto, continuaba siendo la última. Mientras que mis compañeros de clase ya habían llegado al final del campo, yo aún seguía recogiendo bajo el sol ardiente. Mi madre suspiró al cuidar de mis manos y brazos ensangrentados, llenos de pinchazos del afilado rastrojo. Durante los tres años siguientes, siempre fui la última en las clases del Xiao Nong. Los profesores me ponían mala nota y me advertían que tenía tendencia a ser una «asquerosa princesa capitalista».
Había otra parte del programa «Aprender de los campesinos», el Kang Shuang o combatir el hielo, que era mucho más física de lo que incluso algunos de los hijos de campesinos podían soportar. El otoño es corto en Pekín. Podía ocurrir que el invierno, y por tanto las heladas, llegara deprisa y sin avisar. El hielo era especialmente dañino para las coles si se dejaban en los campos. Así pues, el Kang Shuang se convertía en el trabajo y la prioridad de todo el mundo. Cuando se producía la primera helada se reunía rápidamente a los oficinistas y escolares para que ayudaran a recoger y trasladar las coles al lugar de almacenamiento.
Una mañana de helada en Pekín podía llegar a ser muy fría y oscura. Cuando llegábamos a los campos de coles había mucha gente que ya estaba atareada. Las lámparas de aceite se encendían y se colocaban en altas columnas en los campos. Los campesinos encargados de la supervisión agitaban sus lámparas de aceite y gritaba a la gente que se diera más prisa. En uno de aquellos días, mis compañeros de clase y yo nos colocábamos en fila para coger las coles que nos ponían en los brazos y luego nos las llevábamos para que las almacenaran bajo plástico.
– ¿De verdad puedes llevar tres? -me preguntó el campesino.
– Sí -insistí. Tenía muchas ganas de demostrar que era tan buena como cualquier hijo de campesino.
– Con dos es suficiente. Ni siquiera llevas guantes -replicó él al tiempo que colocaba dos grandes coles en mis brazos extendidos.
Estaban heladas. En cuanto empecé a andar noté inmediatamente que las manos perdían toda sensibilidad. Aquella mañana, mi madre se había olvidado de darme los guantes de invierno, aunque de todas formas no habrían sido de ayuda porque no eran impermeables. Las hojas inferiores se descongelaron en seguida y el agua me iba empapando las mangas.
A mi espalda, mi profesora gritó: «Ve corriendo. El tiempo es oro».
Los campesinos que agitaban las lámparas de aceite también gritaban: «Corre, corre» y «más deprisa, más deprisa».
Yo corría todo lo que podía mientras intentaba no caerme en la oscuridad. A lo lejos, las llamas de las lámparas de aceite brillaban, como unos ojos cansados que intentaran permanecer despiertos. Los campesinos apilaban las coles en grandes montones que luego envolvían con unas cubiertas de plástico. La humedad del aire no tardó en atravesar mi abrigo acolchado. Notaba que cada vez se me pegaban más los pantalones. Tenía el cabello mojado y probablemente helado. Ya no sentía las manos. En cuanto dejé las coles, me limpié la nariz, que me goteaba, con las mangas. La respiración me había reblandecido la punta, que muy pronto se me puso roja e irritada.