– Me acordaré de nuestras conversaciones -dice.
Y sonríe otra vez.
– Quisiera desearle toda la dicha posible -le digo, y le miro.
– ¿La dicha? -pregunta, y se encoge de hombros.
Luego mira a su alrededor, y mete la mano en el bolsillo de su capote.
– Tome usted -dice-, como recuerdo.
Me tiende rápidamente, a través de la reja, dos paquetes de cigarrillos alemanes. Cojo los cigarrillos. Los escondo en mi chaqueta. Se aparta de la reja y vuelve a sonreír.
– Tal vez tenga suerte -dice-. A lo mejor salgo del apuro.
No sólo piensa en vivir. En realidad, piensa en salvarse.
– Se lo deseo.
– Claro que no -dice-, usted desea mi muerte.
– Deseo la aniquilación del ejército alemán. Y deseo que usted se salve.
Me mira, baja la cabeza, dice «gracias», tira de la correa de su fusil y se va.
– ¿Duermes? -pregunta el chico de Semur.
– No -le respondo.
– Vaya sed -dice el chico de Semur.
– Desde luego.
– Queda un poco de dentífrico -dice el chico de Semur.
– Adelante.
Es otra astucia del chico de Semur-en-Auxois. Ha debido de preparar su viaje como si fuera una expedición al polo norte. Ha pensado en todo. La mayoría de los prisioneros habían escondido en sus bolsillos pedazos de salchichón, pan, galletas. Era una locura, decía el chico de Semur. Lo peor no iba a ser el hambre, decía, sino la sed. Y el salchichón, las galletas secas, todos esos aumentos sólidos y consistentes que los otros habían escondido no harían sino aguzar su sed. Bien podríamos permanecer unos días sin comer, ya que de todos modos íbamos a estar inmóviles. Lo peor era la sed. Por lo tanto, había escondido en sus bolsillos algunas manzanitas crujientes y jugosas y un tubo de dentífrico. Lo de las manzanas era sencillo, a cualquiera se le hubiera ocurrido, a partir del dato básico de la sed como principal enemigo. Pero lo del dentífrico era un rasgo genial. Se extendía sobre los labios una capa fina de dentífrico y al respirar, la boca se llenaba de una frescura mentolada muy agradable.
Hace mucho que se acabaron las manzanas, pues las compartió conmigo. Me tiende el tubo de dentífrico y me pongo un poco en los Sabios resecos. Se lo devuelvo.
Ahora el tren va más deprisa, casi tan deprisa como un verdadero tren que fuera verdaderamente a alguna parte.
– Ojalá dure -digo.
– ¿El qué? -dice el chico de Semur.
– La velocidad -contesto.
– Mierda, sí -dice-, ya empiezo a estar harto.
El tren corre y el vagón es un bronco murmullo de quejas, de gritos amortiguados, de conversaciones. Los cuerpos amontonados y reblandecidos por la noche forman una gelatina espesa que oscila brutalmente a cada curva de la vía. Y luego, de repente, hay largos momentos de un silencio pesado, como si todo el mundo se hundiese a la vez en la soledad de la angustia, en una duermevela de pesadilla.
– Este imbécil de Ramaillet -digo-, ¡qué cara pondría!
– ¿Quién es Ramaillet? -pregunta el chico de Semur.
No es que tenga muchas ganas de hablar de Ramaillet. Pero, desde que anocheció, he advertido un cambio sutil en el chico de Semur. Me parece que necesita conversación. He advertido que se le quiebra a veces la voz, desde que anocheció. La cuarta noche de este viaje.
– Un tipo que estaba en chirona conmigo -explico.
Ramaillet nos dijo que abastecía a los del maquis, pero sospechábamos que hacía estraperlo, simplemente. Era un campesino de las cercanías de Nuits-Saint-Georges y parecía tener una pasión insaciable por la teosofía, el esperanto, la homeopatía, el nudismo y las teorías vegetarianas. En cuanto a estas últimas, era una pasión puramente platónica, ya que su plato preferido era el pollo asado.
– Era un cabrón -digo al chico de Semur-, recibía paquetes enormes que no quería compartir.
En verdad, cuando estuvimos solos en la celda, antes de que llegara el muchacho del bosque de Othe, no se negaba a compartir conmigo los paquetes: claro, no se planteaba el problema. ¿Cómo me hubiese atrevido a pedirle yo nada? Era inconcebible que yo le planteara un problema semejante. Por lo tanto, no se negaba a compartir. Simplemente, no compartía. Tomábamos la sopa en nuestras escudillas de hierro colado, grasientas y sospechosas. Nos sentábamos el uno frente al otro, en los camastros de hierro. Tomábamos la sopa en silencio. Yo procuraba que durara lo más posible. Me metía en la boca cucharaditas de caldo insípido, que me esforzaba en saborear. Jugaba a colocar aparte, para después, los pocos restos sólidos que nadaban ocasionalmente en el caldo insulso. Pero era difícil hacer trampa, engañarse, hacer que durara la sopa. Me contaba historias para distraerme, para obligarme a comer
despacio. Me recitaba en voz baja El cementerio marino, intentando no olvidar nada. Además, nunca lo conseguía. Entre «tout va sous terre et rentre dans le jeu» [11] y el final, no conseguía colmar un vacío en mi memoria. Entre «tout va sous terre et rentre dans le jeu» y «le vent se leve, il faut tenter de vivre» [12]** no había modo de colmar el vacío de mi memoria. Permanecía con la cuchara en el aire, intentando acordarme. A veces, ia gente se pregunta por qué empiezo a recitar de repente El cementerio marino, cuando me estoy haciendo el nudo de la corbata, o abriendo una botella de cerveza. Ésta es la explicación. He recitado muchas veces El cementerio marino en esta celda de la prisión de Auxerre, frente a Ramaület. Debe de ser la única vez en que El cementerio marino ha servido para algo. Debe de ser la única vez que ese imbécil distinguido de Valéry ha servido para algo. Pero era imposible hacer trampas. Ni siquiera «L'assaut au soleil de la blancheur des corps des femmes» [13]''"' permitía hacer trampa. Siempre había demasiada poca sopa. Llegaba siempre un momento en que la sopa se acababa. Ya no había más sopa, nunca había habido sopa. Yo miraba la escudilla vacía, rebañaba la escudilla vacía, pero no había nada que hacer. Ramaillet, él, siempre se tomaba la sopa ruidosamente. La sopa, para él, no era más que un entretenimiento. Debajo de la cama tenía dos cajas grandes repletas de comida, de alimentos mucho más consistentes. Tomaba la sopa ruidosamente, y después eructaba. «Perdón», decía llevándose la mano a la boca. Y después: "Sienta bien». Todos los días, después de la sopa, eructaba. «Perdón», decía, y luego: «Sienta bien». Todos los días lo mismo. Era necesario oírle eructar, decir «perdón, sienta bien», y quedarse tranquilo. Era preciso, sobre todo, permanecer tranquilo.
– Yo le hubiera estrangulado -dice el chico de Semur.
– Claro -le respondo-. Yo también lo hubiera hecho.
– ¿Y tras la sopa se daba él solo el gran banquete? -pregunta el chico de Semur.
– No, era durante la noche.
– ¿Cómo, durante la noche?
– Sí, durante la noche.
– Pero ¿por qué durante la noche? -pregunta el chico de Semur.
– Cuando él creía que yo estaba durmiendo.
– ¡Mierdal-dice-, yo le hubiera estrangulado.
Había que conservar la calma, sobre todo había que permanecer tranquilo, era una cuestión de dignidad.
Esperaba que yo me durmiera, durante la noche, para devorar sus provisiones. Pero yo no dormía, o me despertaba al oír que se movía. Permanecía inmóvil, en la oscuridad, y le oía comer. Adivinaba su silueta sentada en la cama, y le oía comer. Por el ruido de sus mandíbulas, adivinaba que comía pollo, oía crujir los huesecillos del pollo bien asado. Oía crujir también las tostadas entre sus dientes, pero no ese crujido seco y arenoso de la tostada seca, no, era un crujido sigiloso, amortiguado por la capa de crema de gruyere que adivinaba extendida por la tostada. Le oía comer, con el corazón palpitante, y me esforzaba en conservar la calma. Ramaillet comía de noche porque no quería ceder a la tentación de compartir nada conmigo. Si hubiera comido de día, hubiera cedido, una u otra vez. Al verme ante él, mirándole comer, quizás habría sucumbido a la tentación de darme un hueso de pollo, un pedacito de queso, quién sabe. Pero eso hubiera creado un precedente. Y esto, al cabo de los días, hubiera creado una costumbre. Temía la posibilidad de esa costumbre, Ramaillet. Porque yo no recibía ningún paquete, y no existía la menor posibilidad de que yo le devolviera jamás el hueso de pollo, el pedazo de queso. De modo que comía de noche.