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– Que no, hombre, que no -contesta el chico de Semur.

– ¿Cómo ha sido? -pregunta una tercera voz.

– Como de costumbre -respondo.

– ¿Qué quiere decir eso? -dice, irritada, la tercera voz.

– Quiere decir que estaba vivo, y que de repente ha muerto -explico.

– Tendría algo del corazón -dice otra vez la voz de hace un rato.

Un corto silencio, durante el cual los tipos rumian esta idea tranquilizadora. Es un accidente banal, un ataque de corazón, podía haberle sucedido a orillas del Mar-ne, mientras pescaba. Esta idea del ataque de corazón es tranquilizadora. Excepto para quienes tienen algo del corazón, claro está.

– ¿Qué hacemos con él? -pregunta el chico de Semur.

Porque seguimos sosteniendo el cadáver, por los brazos inertes, frente al aire frío de ía noche.

– ¿Estáis seguros de que ha muerto? -insiste la primera voz.

– Claro, nos estás cansando -dice el chico de Semur.

– Tal vez esté sólo desmayado -dice la voz.

– Mierda -dice el chico de Semur-, ven a verlo tú.

Pero nadie viene. Desde que hemos dicho que el anciano ha muerto, la masa de los cuerpos cercanos a nosotros se ha ido alejando. Apenas es perceptible, pero se ha alejado. La masa de los cuerpos de nuestro alrededor ya no está pegada a nosotros, ya no nos empuja con la misma fuerza. Como el organismo retráctil de una ostra, la masa de los cuerpos se ha encogido sobre sí misma. Ya no sentimos la misma presión continua contra los hombros, las piernas y los ríñones.

– Pero no vamos a sostenerlo toda la noche mi compañero y yo -dice el chico de Semur.

– Hay que pedir a los alemanes que paren el tren -dice una nueva voz.

– ¿Para qué? -pregunta otro.

– Para que recojan el cuerpo y lo envíen a su familia -dice la nueva voz.

Estallan unas carcajadas rechinantes, un poco brutales.

– Otro que ha visto La gran ilusión y hasta en colores -dice una voz de París.

– Ven -me dice el chico de Semur-, vamos a colocarlo en el suelo, bien estirado en aquel rincón. Allí abultará menos.

Comenzamos a movernos para hacer lo que ha dicho, e inevitablemente empujamos un poco a los que nos rodean.

– ¿Eh, qué hacéis? -grita una voz.

– Vamos a colocarlo en el suelo, contra el rincón -dice el chico de Semur-, ahí ocupará menos espacio.

– Cuidado -dice un tipo-, por ahí está la letrina.

– Pues apartad la letrina -dice el chico de Semur.

– Ah, no -dice algún otro-, no me vais a poner la letrina en las narices.

– Oh, ya está bien -grita un tercero enfadado-. Hasta ahora he sido yo quien he tenido vuestra mierda en la nariz.

– La tuya también -dice otro, gracioso.

– Pues no, yo me aguanto -dice el de antes.

– Es malo para la salud -dice el gracioso.

– ¡Eh, vosotros! ¿Vais a cerrar la boca? -dice el chico de Semur-. Empujad la jodida letrina, vamos a echar a éste en el suelo.

– Que nadie toque esta letrina -dice el mismo de antes.

– ¡ Claro que sí la vamos a empujar! -grita el que ahora tenía la letrina en las narices.

Se oye el ruido de la letrina, que rasca la madera del suelo. Se oyen tacos, gritos confusos. Luego, el estrépito metálico de la tapa de la letrina, que ha debido caerse.

– ¡Ah, cabrones! -grita otra voz.

– ¿Qué ha pasado?

– Han volcado la letrina a fuerza de hacer el idiota -explica alguien.

– ¡Que no, hombre, que no! -dice el que pretende haber tenido la letrina hasta ahora en las narices-, sólo ha salpicado.

– Pues me ha salpicado en los pies -dice el de antes.

– Ya te lavarás los pies cuando llegues -dice el gracioso de hace un rato.

– ¿Te crees un gracioso? -dice el que ha sido salpicado en los pies.

– Pues si, soy un gracioso -dice el otro, tranquilo.

Se oyen risas, bromas de mal gusto y protestas apagadas. Pero la letrina, más o menos volcada, ha sido trasladada y podemos colocar el cuerpo del anciano.

– No lo pongas de espaldas -dice el chico de Semur, ocuparía demasiado espacio.

Arrinconamos el cadáver contra la pared del vagón, tumbado de costado. Además, es muy flaco este cadáver, no ocupa demasiado.

Nos incorporamos, el chico de Semur y yo, y el silencio vuelve a caer sobre nosotros.

Había dicho: «¿Os dais cuenta?», y se murió. ¿De qué quería que nos diéramos cuenta? Habría tenido dificultades para precisarlo, desde luego. Quería decir: «¿Os dais cuenta, qué vida ésta? ¿Os dais cuenta, qué mundo éste?». Sí que me doy cuenta. No hago otra cosa, darme cuenta y dar cuenta de ello. Eso es lo que deseo. A menudo, a lo largo de estos años, he encontrado esta misma mirada de extrañeza absoluta que ha tenido este anciano que iba a morir, justo antes de morir. Por otra parte, confieso que nunca he comprendido bien por qué tanta gente se extrañaba de esta manera. Tal vez porque he visto morir a muchos en las carreteras, he visto a grupos andando por los caminos con la muerte en los talones. Quizá ya no consiga extrañarme porque no veo otra cosa desde julio de 1936. A menudo me ponen nervioso todos esos que se extrañan. Vuelven del interrogatorio pasmados: «¿Os dais cuenta?, me han dado una paliza». «Pero ¿qué esperáis que hagan, Dios? ‹No sabíais que son nazis?» Bajaban la cabeza, no sabían muy bien qué les ocurría. «Pero, Dios, ¿no sabíais con quién nos las teníamos?» A veces me ponen nervioso estos pasmados. Tal vez porque he visto los cazas alemanes e italianos volando sobre las carreteras a baja altitud y ametrallar tranquilamente a la muchedumbre por las carreteras de mi país. Para mí, esta carreta con la mujer de negro y el niño que llora. Para mí, este borriquillo y la abuela sobre el borrico. Para ti, esta novia de fuego y nieve que camina como una princesa por la ardiente carretera. Tal vez el motivo de que me pongan nervioso todos esos pasmados esté en los pueblos enteros caminando por las carreteras de mi tierra, huyendo de estos mismos integrantes de las SS, o de sus semejantes, sus hermanos. De este modo, ante esta pregunta: «¿Os dais cuenta?», tengo una respuesta ya preparada, como diría el chico de Semur. Claro que me doy cuenta, no hago otra cosa. Me doy cuenta e intento dar cuenta de ello, ése es mi propósito.

Salíamos de la gran sala donde habíamos tenido que desnudarnos. Hacía un calor de horno, teníamos la garganta seca, trastabillábamos de cansancio. Habíamos corrido por un pasillo, y nuestros pies descalzos habían restallado sobre el cemento. Luego venía otra sala más pequeña, donde los hombres se apiñaban conforme iban llegando. Al fondo de la sala había una hilera de diez o doce tipos en bata blanca, con maquinillas eléctricas de cortar el pelo, cuyos largos hilos colgaban del techo. Estaban sentados en unos taburetes, parecían aburrirse soberanamente y nos afeitaban todas las partes del cuerpo donde hay pelo. Los hombres esperaban su turno, apiñados unos contra otros, sin saber qué hacer con sus manos desnudas en sus cuerpos desnudos. Los esquiladores trabajaban deprisa, ya se veía que tenían una maldita costumbre. Esquilaban a los hombres por todas partes en un santiamén, y al siguiente. Empujado y arrastrado de un lado a otro por el vaivén de la muchedumbre, al final me encontré en primera fila, justo frente a los esquiladores. El hombro y la cadera izquierdos me dolían a causa de los culatazos de hacía un rato. A mi lado había dos viejecitos bastante deformes. Precisamente tenían esa mirada desencajada por el asombro y la extrañeza. Miraban todo aquel circo con los ojos desorbitados por el asombro. Les había llegado el turno y empezaron a dar grititos cuando la rasuradora atacó sus partes sensibles. Se lanzaron una mirada, pero ya no fue tan sólo de asombro, sino también de santa indignación. «¿Se da usted cuenta, señor ministro, pero se da usted cuenta?», dijo uno de ellos. «Es increíble, señor senador, po-si-ti-va-men-te increíble», le respondió el otro. Dijo así, po-si-ti-va-men-te, marcando cada silaba. Tenían acento belga, eran grotescos y miserables. Me hubiera gustado escuchar las reflexiones del chico de Semur. Pero el chico de Semur había muerto, se había quedado en el vagón. Jamás volvería a oír las reflexiones del chico de Semur.