– Nunca acabará esta noche -dice el chico de Semur.
Es la cuarta noche, no lo olviden, la cuarta noche de este viaje. Vuelve de nuevo la sensación de que tal vez estamos quietos. Quizás sea la noche la que se mueve, el mundo el que se despliega, en torno a nuestra jadeante inmovilidad. Esta sensación de irrealidad va creciendo, invade como una gangrena mi cuerpo destrozado por el cansancio. Antes, merced al frío y al hambre, conseguía fácilmente provocar en mí este estado de irrealidad. Bajaba por el bulevar Saint-Michel, hasta aquella panadería de la esquina con la calle de l'Écoíe de Médecine, donde vendían unos buñuelos de harina negra. Compraba cuatro, era mi comida del mediodía. A causa del hambre y el frío, era un juego de niños impulsar mi cerebro ardiente hasta los mismos límites de la alucinación. Un juego de niños que no llevaba a parte alguna, desde luego. Hoy es distinto. No soy yo quien provoca esta sensación de irrealidad, sino que se inscribe en los acontecimientos exteriores. Se inscribe en los acontecimientos de este viaje. Felizmente, hubo este intermedio del Mosela, esta dulce, umbría y tierna, nevada y ardiente certidumbre del Mosela. Ahí me he vuelto a encontrar, he vuelto a ser lo que soy, lo que es el hombre, un ser natural, el resultado de una larga y real historia de solidaridad y de violencias, de fracasos y de victorias humanas. Como las circunstancias no se han vuelto a reproducir, nunca he vuelto a encontrar la intensidad de aquel momento, aquella alegría salvaje y tranquila del valle del Mosela, aquel orgullo humano ante el paisaje de los hombres. A veces me invade su recuerdo ante la línea pura y quebrada de un paisaje urbano, ante un cielo gris sobre una llanura gris. Y sin embargo esta sensación de irrealidad a lo largo de la cuarta noche de este viaje no alcanzó la intensidad de la que experimenté al regreso de este viaje. Los meses de cárcel, seguramente, habían creado una especie de hábito. Lo absurdo y lo irreal resultaban familiares. Para sobrevivir, el organismo necesita ceñirse a la realidad, y la realidad era precisamente ese mundo totalmente antinatural de la prisión y la muerte. Pero el verdadero choque se produjo a la vuelta de este viaje.
Los dos coches se detuvieron ante nosotros y bajaron aquellas inverosímiles muchachas. Era el 13 de abril, dos días después del final de los campos. El bosque de hayas susurraba al soplo de la primavera. Los americanos nos habían desarmado, fue lo primero de que se ocuparon, todo hay que decirlo. Se hubiera dicho que tenían miedo de aquellos pocos centenares de esqueletos armados, rusos y alemanes, españoles y franceses, checos y polacos, por las carreteras en tomo a Weimar. A pesar de ello seguíamos ocupando los cuarteles de las SS, los depósitos de la división Totenkopf, cuyo inventario había que hacer. Un piquete de guardia, desarmado, estaba delante de cada uno de los edificios. Yo estaba ante el edificio de los oficiales de las SS y los compañeros cantaban y fumaban. Ya no teníamos armas, pero seguíamos viviendo bajo el impulso de aquella alegría de dos días antes, cuando caminábamos hacia Weimar disparando hacia los grupos de las SS aislados en los bosques. Yo estaba delante del edificio de los oficiales de las SS cuando aquellos dos automóviles se detuvieron frente a nosotros, y bajaron aquellas inverosímiles muchachas. Llevaban un uniforme azul, de corte impecable, con un escudo que decía: «Mission France». Se les veía la cabellera, el carmín en los labios, las medias de seda. Y piernas dentro de las medias de seda, labios vivos bajo el carmín de labios, rostros vivientes bajo las cabelleras, bajo sus verdaderas cabelleras. Reían, cotorreaban, era una auténtica romería. De repente, los compañeros recordaron que eran hombres, y comenzaron a revolotear en torno a las muchachas. Ellas hacían melindres, cotorreaban, estaban maduras para un buen par de tortazos. Pero querían visitar el campo aquellas pequeñas, les habían dicho que era algo horrible, absolutamente espantoso. Querían conocer aquel horror. Abusé de mi autoridad para dejar a los compañeros ante el pabellón de oficiales de las SS, y conduje a aquellas guapas a la entrada del campo.
La gran plaza donde formábamos estaba desierta, bajo el sol de primavera, y me detuve con el corazón palpitante. Hay que decir que nunca la había visto vacía, en realidad jamás la había visto de verdad. Lo que se dice ver, nunca la había visto de veras. De uno de los barracones de enfrente brotaba, dulcemente lejana, una melodía de acordeón. Había esta musiquilla de acordeón, infinitamente frágil, los altos árboles por encima de las alambradas, el viento en las hayas y el sol de abril por encima del viento y las hayas. Yo contemplaba este paisaje, que durante dos años había sido el decorado de mi vida, y lo veía realmente por vez primera. Lo veía desde el exterior, como si este paisaje que hasta anteayer había sido mi vida se encontrase ahora del otro lado del espejo. Sólo esta melodía de acordeón ligaba mi vida de hoy a lo que había sido mi vida durante dos años, hasta anteayer. Sólo aquella melodía de acordeón, tocada por un ruso en el barracón de enfrente, pues sólo un ruso puede arrancar de un acordeón esta musiquilla frágil y potente, como el estremecerse de los abedules en el viento, de los trigos en la llanura sín fin. Esta melodía de acordeón era el lazo que me unía a la vida de estos dos últimos años, era como un adiós a aquella vida, como un adiós a todos los compañeros que habían muerto a lo largo de aquella vida. Me detuve en la gran plaza desierta donde formábamos, con el viento en las hayas y el sol de abril por encima del viento y de las hayas. Y también, a la derecha, el edificio rechoncho del crematorio. Y, a la izquierda, el picadero donde ejecutaban a los oficiales, los comisarios y los comunistas del ejército rojo. Ayer, 12 de abril, visité el picadero. Era un picadero como otro cualquiera, allí venían los oficiales de las SS para montar a caballo. Las señoras de los oficiales de las SS venían también a montar a caballo. Pero había, en el pabellón de vestuarios, una sala de duchas especial. Introducían al oficial soviético, le daban un jabón y una toalla, y el oficial soviético esperaba a que saliera el agua de la ducha. Pero el agua no salía. A través de una aspillera, disimulada en un rincón, un miembro de las SS disparaba una bala a la cabeza del oficial soviético. El de las SS estaba en el cuarto de al lado, apuntaba sosegadamente a la cabeza del oficialsoviético, y le disparaba. Retiraban el cadáver, recogían el jabón y la toalla y hacían correr el agua de la ducha para borrar las huellas de sangre. Cuando comprendan el simulacro de la ducha y del jabón, entenderán la mentalidad de los de las SS.
Pero no tiene interés alguno entender a los de las SS. Basta con exterminarlos.
Yo estaba de pie en la gran plaza donde formábamos, ahora desierta, era el mes de abril, y ya no tenía ninguna gana de que aquellas muchachas vinieran a visitar mi campo, aquellas muchachas con las medias de seda bien estiradas, con las faldas azules bien ajustadas a las caderas apetitosas. Ya no tenía ninguna gana. No era para ellas aquella melodía de acordeón en la tibieza de abril. Tenía ganas de que se largaran, simplemente.
– Pues no parece que esté tan mal -dijo una de ellas en aquel momento.
El cigarrillo que yo estaba fumando adquirió un penoso sabor, y pensé que, pese a todo, iba a enseñarles algo.
– Síganme -les dije.
Y me encaminé hacia el edificio del crematorio.
– ¿Eso es la cocina? -preguntó otra muchacha.
– Ya verán -contesté.
Caminamos por la gran plaza, y la melodía de acordeón se esfumó en la lejanía.
– Nunca acabará esta noche -dice el chico de Semur.
Estamos de pie, destrozados, en la noche que no acabará jamás. Ya no podemos mover los pies en absoluto, a causa del anciano que murió diciendo: «¿Os dais cuenta?", no vayamos a pisarle. No voy a decir al chico de Semur que todas las noches acaban, pues terminará por pegarme. Por otra parte, no sería verdad. En este preciso instante, esta noche no acabará. En este preciso momento, esta cuarta noche de viaje no terminará.