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Pasé mi primera noche de este viaje reconstruyendo en mi memoria Por el camino ¡le Swann y era un excelente ejercicio de abstracción. Yo también, tengo que decir, he pasado mucho tiempo acostándome temprano. He imaginado el ruido herrumbroso de la campanilla en el jardín, las noches en que Swann venía a cenar. He vuelto a ver en la memoria los colores de la vidriera en la iglesia del pueblo. Y aquel seto de espinos, Dios mío, aquel seto de espinos era también mi infancia. Pasé la primera noche de este viaje reconstruyendo en mi memoria Por el camino de Swann y recordando mi niñez. Me pregunté si no había nada en mi niñez que pudiera compararse con la frase de la sonata de Vinteuil. Lo lamentaba, pero no encontré nada. Hoy, forzando un poco las cosas, pienso que habría algo comparable a la frase de la sonata de Vmteuii, o al desgarramiento de «Some of these days» para Antoine Roquentin. Hoy habría esa frase de «Summertime», de Sidney Bechet, justo al comienzo de «Summertime». Hoy habría también ese momento increíble de una vieja canción de mi tierra. Una canción cuyas palabras, más o menos, dicen así: «Paso ríos, paso puentes, siempre te encuentro lavando, los colores de tu cara, el agua los va llevando». Y es después de estas palabras cuando la frase musical de la que hablo emprende el vuelo, tan pura, tan desgarradora de pureza. Pero a lo largo de la primera noche de este viaje no encontré nada que pudiera compararse a la sonata de Vinteuil. Más tarde, muchos años más tarde, Juan me trajo de París los tres pequeños volúmenes de La Pléiade, encuadernados en piel de color tabaco. Debí de hablarle de la obra. «Te has arruinado», le dije. «De ninguna manera», dijo, «pero tienes gustos decadentes.» Nos reímos juntos y me burlé de su rigor de geómetra. Nos reímos e insistió: «Confiesa que son gustos decadentes». «¿Y Sartoris}-, le pregunté, pues sabía que le gustaba Faulkner. «¿Y Absalom, Absalom?» Zanjamos la cuestión decidiendo que no tenía nada de decisivo.

– Eh, viejo -dice el chico de Semur-, ¿no duermes?

– No.

– Empiezo a estar harto -me dice.

Yo también, desde luego. Me duele cada vez más la rodilla derecha, que se va hinchando a ojos vistas. Es decir, que advierto por el tacto que se está hinchando a ojos vistas.

– ¿Tienes una idea de cómo será el campo adonde vamos? -pregunta el chico de Semur.

– Pues no tengo la menor idea.

Nos quedamos en silencio intentando imaginar lo que puede ser, cómo podrá ser este campo adonde vamos.

Ya lo sé ahora. Entré una vez en él, he vivido en él dos años, y ahora entro otra vez en él con estas muchachas inverosímiles. Tengo que decir que son inverosímiles en la medida en que son reales, en que son tal cual son las muchachas en realidad. Pues es su misma realidad lo que me parece inverosímil. Pero el chico de Semur no sabrá jamás cómo es, exactamente, este campo adonde vamos y que intentamos imaginar, en medio de la cuarta noche de este viaje.

Hago pasar a las muchachas por la puertecüla del crematorio, la que conduce directamente al sótano. Acaban de comprender que no se trata de la cocina y se callan de repente. Les enseño los ganchos de donde suspendían a los compañeros, pues el sótano del crematorio servía también de cuarto de tortura. Les enseño los vergajos y las porras, que siguen en su sitio. Les explico para qué servían. Les enseño los montacargas que llevaban los cadáveres hasta el primer piso, justo frente a los hornos. Subimos al primer piso y les enseño los hornos. Las muchachas ya no tienen nada que decir. Me siguen, y les enseño la hilera de hornos eléctricos, y los restos de cadáveres semicalcinados que han quedado en los hornos. Apenas les hablo, les digo solamente: «Aquí está esto, ahí esto otro». Es necesario que miren, que intenten imaginar. Ya no dicen nada, tal vez ya están imaginando. Es posible que incluso estas señoritas de Passy y de «Mission France» sean capaces de imaginar. Las hago salir del crematorio al patio interior rodeado por una valla muy alta. Allí, ya no les digo nada en absoluto, les dejo que miren. Hay, en medio del patio, un hacinamiento de cadáveres que alcanzará tal vez los cuatro metros de altura. Un apiñamiento de esqueletos amarillentos, retorcidos, los rostros del espanto. El acordeón, ahora, toca un gopak endemoniado y su sonido llega hasta nosotros. La alegría del gopak liega hasta nosotros, baila en este apiñamiento de esqueletos que no han tenido tiempo de enterrar. Están excavando la fosa, en la que pondrán cal viva. El ritmo endemoniado del gopak danza por encima de estos muertos del último día, que han permanecido en el mismo sitio, pues los de las SS, al huir, dejaron que se apagara el crematorio. Pienso que en las barracas del campo de cuarentena, los viejos, los inválidos y los judíos siguen muriendo. Para ellos, el fin de los campos no significará el fin de la muerte. Al mirar los cuerpos entecos de huesos salientes y pechos hundidos, amontonados en medio del patio del crematorio hasta una altura de cuatro metros, pienso que ésos eran mis compañeros. Pienso también que hay que haber vivido su muerte, como nosotros, que hemos sobrevivido, lo hemos hecho, para fijar sobre ellos esta mirada pura y fraternal. Oigo a lo lejos el ritmo alegre del gopak y me digo que estas señoritas de Passy no tienen nada que hacer aquí. Resultaba ridículo intentar explicárselo. Tal vez más adelante, dentro de un mes, de quince años, pueda explicar todo esto a cualquiera. Pero hoy, en este día, bajo el sol abrileño y entre las hayas susurrantes, estos muertos terribles y fraternales no necesitan explicación. Necesitan una mirada pura y fraternal. Necesitan que nosotros sigamos viviendo, simplemente, que vivamos con todas nuestras fuerzas.

Estas señoritas de Passy tienen que marcharse.

Me vuelvo y ya se han ido. Han huido de este espectáculo. Por otra parte las comprendo, no debe de ser divertido llegar en un bonito coche, con un lindo uniforme azul ceñido a los muslos, y caer sobre este montón de cadáveres poco presentables.

Salgo a la plaza de formaciones y enciendo un pitillo.

Una de las chicas se ha quedado allí, esperándome. Una morena de ojos claros.

– ¿Por qué ha hecho usted esto? -dice.

– Era una tontería -reconozco.

– Pero ¿por qué? -insiste.

– Ustedes querían visitarlo -le contesto.

– Quisiera seguir -dice.

La miro. Tiene los ojos brillantes, le tiemblan los labios.

– Ya no tengo el valor -le digo.

Me mira en silencio.

Caminamos ¡untos hacia la entrada del campo. Una bandera negra ondea a media asta en la torre de control.

– «Es por los muertos? -pregunta con voz temblorosa.

– No. Es por Roosevelt Los muertos no necesitan banderas.

– ¿Y qué necesitan? -pregunta.

– Una mirada pura y fraternal -contesto-, y el recuerdo.

Me mira y no dice nada.

– Hasta la vista -dice.

– Adiós -le digo. Y me voy con los compañeros.

– Esta noche, Dios, esta noche no terminará ¡amas -dice el chico de Semur.

Volví a ver a esta chica morena en Eisenach, ocho días después. Ocho o quince días, ya no recuerdo. Porque fueron ocho o quince días que pasaron como en sueños, entre el fin de los campos y el principio de la vida anterior. Estaba sentado sobre el yerbín de un césped, fuera del recinto alambrado, entre los chalés de los SS. Fumaba, escuchando el rumor de la primavera. Miraba las briznas de hierba, los insectos en las briznas de hierba. Miraba moverse las hojas en los árboles de alrededor. De repente aparece Yves corriendo. «Aquí estás, por fin, estás aquí.» Llegaba de Eisenach, en una camioneta del ejército francés. Un convoy de tres camiones salía al día siguiente directamente hacia París, me había reservado un sitio y había venido desde Eisenach a por mí. Yo miro hacia el campo. Veo las torres de control, las alambradas, que ya no están electrificadas. Veo los edificios de la D.A.W., el zoológico donde los de las SS criaban ciervos, monos y osos pardos.