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– ¿Cómo? -dice la muchacha.

– Es excelente el vino del Mosela -preciso.

– ¿De quién habla usted? -pregunta.

– De un hombre que ha muerto. Un chico de Semur.

Me mira con gravedad. Conozco esta mirada.

– ¿De Semur-en-Auxois?

– Claro -y me encojo de hombros, pues es evidente.

– Mis padres tienen una finca por allí -dice.

– Con árboles altos, una larga alameda por en medio y hojas muertas -le digo.

– ¿Cómo lo sabe usted? -pregunta.

– Los árboles altos le van a usted que ni pintados -le advierto.

Baja la cabeza y mira al vacío.

– En estos momentos no habrá por allá muchas hojas muertas -dice suavemente.

– Siempre hay hojas muertas en alguna parte -insisto. Debe de ser el vino del Mosela.

– Preséntanos a esta hermosura -dice Yves.

Estamos sentados en torno a una mesa baja. Sobre la mesa baja hay una botella de coñac francés. Será el vino del Mosela o el coñac francés, pero los compañeros están hablando machaconamente de recuerdos del campo. Estoy harto, empiezo a ver cómo surge en ellos una mentalidad de ex combatientes. No quiero convertirme en un ex combatiente. Yo no soy un ex combatiente. Soy otra cosa, soy un futuro combatiente. Esta repentina idea me llena de alegría, y el gran salón del hotel, con sus arañas de cristal, parece menos absurdo. Es un lugar por donde pasa casualmente un futuro combatiente.

Hago con la mano un gesto impreciso hacia la muchacha morena de ojos ciaros y digo: «Aquí está».

Ella me mira, mira a Yves y a los otros, y dice:

– Martine Dupuy.

– Eso es -digo muy contento. Será el vino del Mosela o esta certidumbre tranquilizadora de no ser un ex combatiente.

– Señorita Dupuy, le presento a un grupo de ex combatientes.

Los compañeros se ríen, como se hace en estos casos.

Martine Dupuy se vuelve hacia mí.

– ¿Y usted? -dice casi en voz baja.

– Yo no. Nunca seré un ex combatiente.

– ¿Por qué? -dice ella.

– Es una decisión que acabo de tomar.

Ella saca un paquete de cigarrillos americanos y ofrece a todos. Algunos aceptan. Yo también cojo uno. Ella enciende su cigarrillo y me da fuego.

Los compañeros ya han olvidado su presencia, y Arnault explica a los demás, que menean la cabeza, por qué hemos combatido, nosotros, los ex combatientes. Pero yo no pienso ser un ex combatiente.

– ¿Qué hace usted en la vida? -me pregunta la muchacha de ojos azules. Es decir, Martine Dupuy.

La miro y respondo con toda seriedad, como si esta pregunta fuera importante. Debe de ser el vino del Mosela.

– Detesto a Charles Morgan, aborrezco a Valéry y nunca he leído Lo que el viento se llevó.

Parpadea y me pregunta:

– ¿Ni siquiera Sparkenbroke?

– Sobre todo -respondo.

– ¿Por qué? -dice ella.

– Eso fue antes de la calle Blainville -explico.

La explicación me parece luminosa.

– ¿Qué es la calle Blainville?

– Una calle.

– Desde luego, y da a la plaza de la Contrescarpe. ¿Y qué?

– Allí comencé a hacerme un hombre -le digo.

Me mira, con una sonrisa divertida.

– ¿Qué edad tiene usted? -dice.

– Veintiún años -contesto-. Pero no es contagioso.

Me mira fijamente a los ojos, con una mueca despectiva.

– Es una broma de excombatiente -dice.

Tiene razón. Nunca se debe menospreciar a nadie, mucho me ha costado el saberlo.

– Olvídelo -digo, un poco avergonzado.

– De acuerdo -responde, y reímos juntos.

– Por vuestros amores -dice Arnault muy digno, levantando su vaso de coñac.

Nos servimos coñac francés y bebemos también.

– A tu salud, Arnault -digo-. Tú también has hecho el movimiento Dada.

Arnault, siempre tan digno, me mira fijamente y bebe su vaso de coñac. La muchacha morena de ojos azules tampoco ha comprendido y me alegro. Al fin y al cabo, no es más que una jovencita del distrito XVI de París, y eso me divierte mucho. Su mirada azul es como el sueño más lejano, pero su alma limita al norte con la avenida de Neuilly, al sur con el Trocadero, al este con la avenida Klé-ber y al oeste con la Muette. Estoy encantado de lo listo que soy, debe de ser el vino del Mosela.

– ¿Y usted? -le pregunto.

– ¿Yo?

– ¿Qué hace usted en la vida? -preciso.

Inclina la nariz en su vaso de coñac.

– Vivo en la calle Scheffer -dice suavemente.

Esta vez me río yo solo.

– Justo lo que yo pensaba.

Su mirada azul se asombra de mi aire huraño. Me estoy volviendo agresivo, y esta vez no es el vino del Mosela. Sencillamente, deseo a esta muchacha. Bebemos en silencio, mientras los compañeros están recordándose mutuamente hasta qué punto hemos pasado hambre. ¿Pero hemos pasado hambre, en verdad? La única cena de esta noche ha bastado para borrar dos años de hambre atroz. No consigo comprender de verdad este hambre obsesionante. Una sola comida auténtica, y el hambre se ha convertido en algo abstracto. Ya no es más que un concepto, una idea abstracta. Y sin embargo miles de hombres han muerto a mi alrededor por esta idea abstracta. Estoy contento de mi cuerpo, encuentro que es una máquina prodigiosa. Una sola cena ha bastado para borrar de él esta cosa, inútil de aquí en adelante, abstracta de aquí en adelante, este hambre de la que pudimos haber muerto.

– No iré a verla a la calle Scheffer -digo a la muchacha.

– ¿No le gusta ese barrio? -pregunta ella.

– No se trata de eso. Es decir, no lo sé. Pero está demasiado lejos.

– ¿Dónde le gustaría, entonces? -dice.

Miro sus ojos azules.

– En el bulevar Montparnasse, había un sitio llamado Patrick's.

– ¿Le recuerdo a alguien? -me pregunta con voz velada.

– Tal vez -le digo-, sus ojos azules.

Por lo visto encuentro muy sencillo que haya comprendido esto, que me recuerda a alguien de otro tiempo. Por lo visto todo lo encuentro normal esta noche, en este hotel de Eísenach de un encanto envejecido.

– Venga a verme a Semur -dice ella-. Hay árboles altos, una larga alameda por entre los árboles y tal vez hasta hojas muertas. Con un poco de suerte.

– No lo creo -le digo-, no creo que vaya.

– Qué noche, Dios mío, esta noche no acabará nunca -decía el chico de Semur.

Bebo un largo trago de coñac francés y era la cuarta

noche de viaje hacia ese campo en Alemania, cerca de Weimar. De repente oigo música, una melodía que conozco muy bien y ya no sé dónde estoy. ¿Qué pinta aquí «In the shade of the oíd apple tree»?

– Me gustaba mucho bailar en mi juventud -digo a la muchacha morena.

Nuestras miradas se cruzan, y echamos a reír juntos.

– Perdone -le digo.

– Es la segunda vez que resbala usted por la pendiente del ex combatiente -dice.

Los oficiales franceses han encontrado discos y un fonógrafo. Sacan a bailar a las chicas alemanas, francesas y polacas. Los ingleses no se mueven, no es asunto suyo. Los americanos están locos de alegría y cantan a voz en cuello. Miro a los maítres alemanes. Parece que se acostumbran muy bien a su nueva vida.

– Venga a bailar -dice la muchacha morena.

Tiene un cuerpo flexible, y las arañas del salón dan vueltas por encima de nuestras cabezas. Nos quedamos abrazados, esperando que pongan otro disco. Es una música más lenta, y la presencia de esta muchacha de ojos azules se precisa.

– ¿Qué hay, Martine? -dice una voz cerca de nosotros, hacia la mitad del baile.

Es un oficial francés, en uniforme de combate, con boina de comando en la cabeza. Tiene aires de propietario, y la muchacha de la calle Scheffer deja de bailar. Me parece que no me queda más que marcharme con los compañeros y beber coñac francés.

– Buenas noches, viejo -dice el oficial, mientras coge a Martine del brazo.

– Buenas noches, joven -le contesto, muy digno.