Tengo ganas de preguntarle por qué se ha dirigido a mi, entre todos los transeúntes, pero no lo haré; a fin de cuentas, eso sólo es asunto suyo. Vuelve su mirada hacia mí, hacia la calle y los transeúntes.
– Parecía usted esperar que yo le hablara -dice.
Nos miramos, ya no tenemos nada que decimos, creo, lo contrario nos llevaría demasiado lejos. Me tiende la mano.
– Gracias -dice.
– Gracias a usted -le contesto.
Me mira un segundo, como intrigada, luego da media vuelta y desaparece tras el portal del edificio.
– Oye, tío -dice el chico de Semur-, ¿no duermes?
La verdad es que he debido de dormitar, tengo la impresión de haber soñado. O tai vez son los sueños los que se fabrican a mi alrededor, y es la realidad de este vagón lo que creo soñar.
– No, no duermo.
– ¿Crees que acabará pronto esta noche? -pregunta el chico de Semur.
– No lo sé, no lo sé en absoluto.
– Estoy verdaderamente harto -dice.
Se le nota en la voz, no hay duda.
– Intenta dormitar un poco.
– ¡Oh, no! Eso es peor -dice el cinco de Semur,
– ¿Por qué?
– Sueño que estoy cayendo y nunca dejo de caer.
– Yo también -le digo.
Es verdad que estamos cayendo, irremediablemente. Caemos a un pozo, desde lo alto de un acantilado, caemos al agua. Pero aquella noche me alegraba de caer al agua, de hundirme en la seda susurrante del agua que me llenaba la boca y los pulmones. Era el agua sin fin, el agua sin fondo, la gran agua maternal. Me despertaba sobresaltado cuando mi cuerpo se doblaba y se desplomaba, y entonces era mucho peor. El vagón y la noche en el vagón eran mucho peores que la pesadilla.
– Creo que no voy a resistir -dice el chico de Semur.
– No me hagas reír -le contesto.
– En serio, tío, me siento como muerto por dentro.
Esto me recuerda algo.
– ¿Cómo, muerto? -le pregunto.
– Pues muerto, lo que no está vivo.
– ¿El corazón también? -le pregunto.
– Claro que sí, tengo el corazón como muerto -dice.
Alguien, a nuestras espaldas, empieza a aullar. La voz se alza, y luego se desvanece casi, en un gemido susurrado, y vuelve con más fuerza después.
– Si no para, nos vamos a volver locos -dice el chico de Semur.
Le siento muy crispado, oigo su respiración jadeante.
– Locos, sí, así aprenderéis -dice la voz a nuestras espaldas.
El chico de Semur da media vuelta, hacia la masa de sombras de íos cuerpos hacinados detrás de nosotros.
– ¿Todavía no ha reventado, ese cabrón? -dice.
El tipo masculla groserías.
– Sé bien educado -dice el chico de Semur-, y déjanos hablar en paz.
El tipo se ríe, socarrón.
– Eso, eso de hablar es vuestro punto fuerte -dice.
– Nos gusta -le digo-, es la sal de los viajes.
– Si no estás contento -añade el chico de Semur-, baja en la próxima.
El tipo ríe.
– En la próxima -dice-, bajamos todos.
Por una vez dice la verdad.
– No te preocupes -dice el chico de Semur-, vayamos donde vayamos, no te quitaremos el ojo de encima.
– Claro -dice otra voz, un poco más lejos, a la izquierda-, a los soplones se les vigila de cerca.
De repente, el tipo ya no dice nada.
El gemido de hace un rato se ha convertido en una queja susurrada, interminable, insoportable.
– ¿Qué quiere decir -pregunto al chico de Semur- tener el corazón muerto?
Era hace un año, poco más o menos, en la calle de Vaugirard. Ella me dijo: «Tengo el corazón muerto, estoy como muerta por dentro». Me pregunto si su corazón ha vuelto a vivir de nuevo. Ella no sabía si podría quedarse mucho tiempo en casa de aquellos amigos. Talvez se haya visto obligada a ponerse de nuevo en marcha. Me pregunto si no ha hecho este viaje ya, este viaje que estamos haciendo el chico de Semur y yo.
– No sabría decirte -dice el chico de Semur-, ya no sientes nada, es como un hueco, como una piedra pesada en el lugar del corazón.
Me pregunto sí ella ha hecho finalmente este viaje que estamos haciendo. Todavía no sé que, de todas formas, si ha hecho este viaje, no lo habrá hecho como nosotros. Pues para los judíos hay incluso otra manera de viajar, eso lo vi más tarde. Pienso en ese viaje que tal vez ella ha hecho de una manera vaga, pues todavía no sé de manera precisa qué clase de viajes obligan a hacer a los judíos. Lo sabré más adelante, de manera precisa.
Tampoco sé que volveré a ver a esta mujer una vez más, cuando estos viajes hayan sido olvidados. Ella estaba en el jardín de la casa de Saint-Prix, muchos años después del regreso de este viaje, y encontré muy natural volver a verla, de repente, bajo el sol friolento del principio de la primavera. A la entrada del pueblo, allí donde comienza el camino que sube hacia el Lapin Sauté, habían parcelado el gran parque que desciende en suave declive hacia Saint-Leu. Yo acababa de atravesar el bosque, al amanecer, con todo el cansancio a cuestas de una noche en blanco, de una noche perdida. Había dejado a los demás en ia gran habitación donde giraban sin cesar los mismos discos de jazz, y había caminado por el bosque durante un largo rato, antes de bajar de nuevo hacia Saint-Prix. En la plaza, la casa había sido recientemente revocada. La puerta estaba entornada y la empujé. A la derecha, tomé el corredor hasta el jardín, y crucé el césped temblando bajo el sol primaveral, después de esa noche en blanco. Se me había antojado en el bosque, mientras caminaba Sargo rato por el bosque, volver a oír de nuevo el sonido de la campana del huerto. Abrí y cerré varias veces la puerta del huerto, para oír aquel ruido que yo recordaba, el ruido oxidado y herrumbroso de la campanilla que golpeaba el batiente de la puerta. Entonces me volví, y vi una mujer que me miraba. Estaba tendida en una tumbona, cerca de la vieja cabaña donde en otro tiempo se aserraba la leña para la calefacción. «¿Oye usted?", le dije. «¿Cómo?», dijo la mujer. «El ruido», le dije, «el ruido de la campana.»
«Si», dijo ella. «Me gusta mucho», le digo. La mujer me mira, mientras cruzo el césped y me acerco a ella. «Soy una amiga de Madame Wolff», dice, y encuentro perfectamente normal que esté aquí, y que sea una amiga de Madame Wolff, y que empiece otra vez la primavera. Le pregunto sí la casa sigue perteneciendo a Madame Wolff, y ella me mira, «¿Hace mucho tiempo que no viene usted por aquí?», me dice. Pienso que hará ya cinco o seis años que mi familia abandonó esta casa. «Hace seis años, poco más o menos», le digo. «La campanilla del huerto», dice, «¿le gusta oírla?» Le respondo que me sigue gustando. «A mí también», dice ella, pero tengo la sensación de que preferiría estar sola. «¿Entró usted por casualidad?», me pregunta, y tengo la sensación de que debe de preferir que haya entrado por casualidad, que no haya ninguna auténtica razón para que yo esté aquí. «En absoluto», le digo, y le explico que quería volver a ver el jardín, y escuchar de nuevo el sonido de la campanilla del huerto. «En realidad, he venido de bastante lejos sólo para esto», le digo. «¿Usted conoce a Madame Wolff?», dice eila con precipitación, como si quisiera evitar a toda costa que yo le diga las verdaderas razones de mi llegada. «Desde luego», le contesto. Al lado de la tumbona hay un asiento plegable, y encima de él, un libro cerrado y un vaso de agua medio Heno. «¿Fuma usted?», le digo. Menea la cabeza y me pregunto si no va a escapar. Enciendo un cigarrillo y le pregunto por qué le gusta el ruido de esta campana. Se encoge de hombros. «Porque es como antes», dice secamente. «Eso es», digo, y le sonrío. Pero se endereza en la tumbona y se inclina hacia adelante. «Usted no puede comprender», dice. La miro. «Claro que sí», le digo, «también para mí es un recuerdo de antes.» Me inclino hacia ella y le cojo el brazo derecho, por la muñeca, le doy la vuelta, y mis dedos rozan su piel blanca y fina, y el número azul de Oswiecim tatuado sobre su piel blanca, fina, algo marchita ya.