recuerdos comunes. La espera en el bosque, con los de las SS emboscados en las carreteras, después del golpe de la serrería. Las salidas nocturnas en Citroen con los cristales rotos, con las metralletas apuntando a la sombra. Recuerdos de hombre, vamos.
Pero no, hijo, no vacilo. No tomes a mal mi silencio. Dentro de un rato hablaremos. Era hermoso Semur, en septiembre. Hablaremos de Semur. Además, hay algo que no te he contado todavía. A Juhen le fastidiaba haber perdido la moto. Una Gnóme et Rhóne potente y casi nueva. Se quedó en la serrería aquella noche, cuando los de las SS llegaron en tromba y tuvisteis que echaros al monte, a las alturas boscosas. A Julien le fastidiaba haber perdido la moto, y fuimos a por ella. Los alemanes habían instalado un puesto encima de la serrería, al otro lado del agua. Fuimos en pleno día y nos colamos en los cobertizos por entre los montones de leña. Allí estaba la moto, oculta bajo unas lonas, con el depósito lleno de gasolina hasta la mitad. La empujamos hasta ¡a carretera. Los alemanes, claro está, iban a reaccionar al oír el ruido del arranque. Había un tramo de carretera con un fuerte declive, totalmente al descubierto. Los alemanes, desde lo alto de su observatorio, iban a disparar sobre nosotros como en una feria. Pero Julien estaba muy apegado a esa moto, se empeñó en recuperarla a toda costa. Ya te contaré esta historia dentro de un rato, te alegrará saber que no se perdió la moto. La llevamos hasta el maquis del «Tabou», en las alturas de Larrey, entre Laignes y Chátillon. Pero no te contaré la muerte de Julien. ¿Para qué contártela? De todos modos, todavía no sé sí ha muerto julien. Julien no ha muerto, todavía, va en la moto conmigo, nos largamos hacia Laignes bajo el soí del otoño, y aquella moto fantasma por los caminos otoñales trastorna a las patrullas de la Feld, [1]* ellos disparan a ciegas al ruido fantasmal de la moto por las carreteras doradas de otoño. No te contaré la muerte de Julien, tendría demasiadas muertes que contar. Incluso tú morirás, antes de que acabe este viaje. No podré contarte cómo murió Julien, no lo sé aún, y tú habrás muerto antes del final de este viaje. Antes de que regresemos de este viaje. Aunque estuviéramos todos muertos en este vagón, muertos apiñados de pie, ciento veinte en este vagón, el valle del Mosela, de todas formas, seguiría ahí, ante nuestras miradas muertas. No quiero distraerme de esta certeza fundamental. Abro los ojos. Aquí está el valle labrado por un trabajo secular, con los viñedos escalonados por los ribazos, bajo una fina capa de nieve resquebrajada, estriada por vetas parduzcas. Mi mirada no es nada sin este paisaje. Sin este paisaje yo estaría ciego. Mi mirada no descubre este paisaje, es revelada por él. Es la luz de este paisaje la que inventa mi mirada. La historia de este paisaje, la larga historia de la creación de este paisaje por el trabajo de los viñadores del Mosela, es la que da a mi mirada, a todo mi ser, su consistencia real, su densidad. Cierro los ojos. Sólo queda el ruido monótono de las ruedas en los raíles. Sólo permanece esta realidad ausente del Mosela, ausente de mí, pero presente en sí misma, tal como en sí misma la hicieron los viñadores del Mosela. Abro los ojos, los cierro, mi vida no es más que un parpadeo.
– ¿Estás viendo visiones? -dice el chico de Semur.
– No -digo-, no exactamente.
– Pues lo parece, sin embargo. Parece que no crees en lo que ves.
– Desde luego que sí.
– O que te vas a desmayar.
Me mira con desconfianza.
– No te preocupes.
– ¿Resistes? -me pregunta.
– Aguanto, te lo juro. En realidad, aguanto bien.
De repente se oyen gritos, aullidos, en el vagón. Un empujón brutal de toda la masa inerte de los cuerpos amontonados nos pega literalmente a la pared del vagón. Nuestras caras rozan el alambre de espino que cubre las aberturas de ventilación. Miramos el valle del Mosela.
– Está bien labrada esta tierra -dice el chico de Semur.
Contemplo la tierra bien labrada.
– Claro que no es como en mi tierra -dice-, pero está bien trabajada.
– Los viñadores son los viñadores.
Vuelve ligeramente la cabeza hacía mí, y se burla.
– ¡Cuántas cosas sabes! -me dice.
– Quiero decir…
– Claro -dice, impaciente-, quieres decir, está claro lo que quieres decir.
– ¿Dices que su vino no es tan bueno como el chabíis?
Me mira de reojo. Debe de pensar que mi pregunta es una trampa. Me encuentra muy complicado, el chico de Semur. Pero no es una trampa. Es una pregunta para reanudar el hilo de cuatro días y tres noches de conversación. No conozco todavía el vino del Mosela. No lo probé hasta más tarde, en Eisenach. Cuando volvimos de este viaje. En un hotel de Eisenach, donde estaba instalado el centro de repatriación. Fue una noche curiosa, la primera de la repatriación. Para vomitar. En realidad, nos sentíamos más bien desplazados. Tal vez era necesaria aquella cura de inadaptación, para acostumbrarnos al mundo otra vez. Un hotel de Eisenach, con oficíales americanos del III Ejército, franceses e ingleses de las misiones militares enviadas al campo. El personal alemán, todos viejos disfrazados de maítres y camareros. Y chicas. Muchas chicas alemanas, francesas, austríacas, polacas, qué sé yo. Una velada como es debido, en el fondo muy normal, cada cual desempeñando su papel y cumpliendo con su oficio. Los oficíales americanos mascando su chicle y hablando entre sí, bebiendo sin parar del gollete de sus botellas de whisky. Los oficiales ingleses, con aire aburrido, solitarios, por encontrarse en el continente, en medio de esta promiscuidad. Los oficiales franceses, rodeados de chicas, apañándoselas muy bien para hacerse entender por todas esas chicas de diversos orígenes. Cada cual cumplía su papel. Los maítres alemanes cumplían con su oficio de maítres alemanes. Las chicas de procedencias diversas cumplían con su oficio de chicas de diversas procedencias. Y nosotros, con el de supervivientes de los campos de la muerte. Algo desplazados, claro está, pero muy dignos, con el cráneo afeitado, los pantalones de tela rayada enfundados en las botas que habíamos recuperado en los almacenes de las SS. Desplazados, pera muy como es debido, contando nuestras anécdotas a esos oficiales franceses que metían mano a las chicas. Nuestros ridículos recuerdos de hornos crematorios y de formaciones interminables bajo la nieve. Después, nos sentamos en torno a una mesa, para cenar. Había sobre la mesa un mantel blanco, cubiertos para pescado, para carne, de postre. Vasos de formas y colores distintos, para el vino blanco, para el tinto, para agua. Nos habíamos reído tontamente al ver aquellas cosas inhabituales. Y bebimos vino del Mosela. Este vino del Mosela no era tan bueno como el chablis, pero era vino del Mosela.
Repito mi pregunta, que no es una trampa. Aún no he bebido el vino del Mosela.
– ¿Cómo sabes que el vino de por aquí no es tan bueno como el chablis?
Se encoge de hombros. Es evidente. No se puede comparar con el chablis, es evidente. Acaba por irritarme.
– ¿Cómo sabes, además, que es el valle del Mosela? Se encoge de hombros, otra vez, también eso es evidente.