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El segundo día del viaje, hacia el anochecer, dormitaba con los ojos abiertos, cuando de repente estallaron unas voces junto a mis oídos.

– Ya está, muchachos, ya está esta vez.

Un tipo, con una voz estridente, ha comenzado a cantar «La Marsellesa». Era el Comandante, sin duda, sólo él podía hacerme semejante jugada.

Yo estaba bien, pero no tenía ganas de moverme. Toda esta agitación me desbordaba.

– Ya está, muchachos, estamos en casa, chicos.

– (Habéis visto, chicos? Estamos en Francia.

– Estamos en Francia, muchachos, estamos en Francia.

– ¡Viva Francia!-gritó la voz estridente del Comandante, lo cual interrumpió «La Marsellesa», claro está. Pero enseguida reanudó «La Marsellesa». Se podía confiar en el Comandante.

Yo iba mirando los árboles, y los árboles no me habían dicho nada. Hace un rato, a juzgar por estos gritos, eran árboles alemanes y resulta que eran ahora árboles franceses, si debo creer a mis compañeros de viaje. Yo miraba las hojas de los árboles. Su verde era el mismo de hace un rato. Seguro que yo veía mal. Si le hubiera preguntado al Comandante, seguro que hubiese visto la diferencia. No se habría equivocado, con árboles franceses.

Un tipo me sacude por los hombros.

– Oye, tú, tío -dice el tipo-, ¿no has visto? Estamos en casa.

– Yo no -le contesto sin moverme.

– ¿Cómo que no? -pregunta el tipo.

Me incorporo a medias y le miro. Parece desconfiado.

– Claro que no. Yo no soy francés.

Se le ilumina el rostro.

– Es verdad -dice-, no me acordaba. Eso se olvida contigo. Hablas exactamente como nosotros.

No tengo ganas de explicarle por qué hablo exactamente como ellos, por qué hablo como el Comandante, sin acento, es decir, con un acento como el suyo. Es el medio más seguro de preservar mi calidad de extranjero, a la cual me apego por encima de todo. Si tuviera acento, mi condición de extranjero sería descubierta en cualquier momento, en cualquier circunstancia. Sería algo banal, superficial. Yo mismo me acostumbraría a esta banalidad de que me tomen por extranjero. Por lo tanto, ser extranjero ya no seria nada, ya no tendría ningún sentido. Por eso no tengo acento, he borrado cualquier posibilidad de que me tomen por extranjero a causa de mi lenguaje. Ser extranjero se ha convertido, de alguna manera, en una virtud interior.

– No importa -dice el tipo-. No vamos a fastidiarte por tan poca cosa, en un día tan hermoso. Francia, por otra parte, es tu patria adoptiva.

Está contento el tipo, me sonríe amistosamente.

– ¡Ah, no! -le digo-, con una patria ya basta, no voy a pechar ahora con otra más.

Está ofendido, el tipo. Me ha hecho el regalo más hermoso de que es capaz, que piensa que me puede hacer. Me ha hecho francés de adopción. De alguna manera, me ha autorizado a ser como él y yo rechazo este don.

Está ofendido y se aparta de mí.

Tendré que intentar pensar un día en serio en esta manía que tienen los franceses de creer que su país es la segunda patria de todo el mundo. Será preciso que intente comprender por qué tantos franceses están tan contentos de serlo, tan razonablemente satisfechos de serlo.

Por el momento, no tengo ganas de ocuparme de estos problemas. Sigo mirando los árboles que van desfilando por encima de mí, entre el cielo y yo. Miro las hojas verdes, son francesas. Han vuelto a su casa, ellos, mejor para ellos.

Un invierno, recuerdo, yo estaba esperando en una gran sala de la Prefectura de Policía. Había ido allí a renovar mi permiso de residencia, y la gran sala estaba llena de extranjeros, que habían acudido como yo, por el mismo motivo o por algo parecido.

Estaba en una fila de espera, una larga cola ante una mesa situada al fondo de la sala. Sentado tras la mesa había un hombrecito cuyo cigarrillo se le apagaba constantemente. Se pasaba todo el rato encendiendo otra vez su cigarrillo. El hombre bajito miraba los papeles de la gente, o las citaciones que tenían, y les enviaba a una u otra ventanilla. Otras veces, les echaba, pura y simplemente, a grandes voces. El hombrecito mal trajeado no quería, probablemente, que le confundieran, que le tomaran por lo que parecía ser, es decir, un hombrecito mal trajeado cuyo cigarrillo se le apagaba todo el rato. Entonces chillaba, en ocasiones insultaba a la gente, sobre todo a las mujeres. ¿Qué nos habíamos creído, todos nosotros, metecos? El hombrecito era la encarnación del poder, lo vigilaba todo, era un pilar del orden nuevo. ¿Qué nos habíamos creído, que podíamos presentarnos así, con un día de retraso sobre la fecha de la citación? Los hombres se explicaban. El trabajo, la mujer enferma, los niños que cuidar. Pero él, el hombrecito, no se dejaba engañar por estas razones ridículas, por esta evidente mala fe. Iba a enseñarnos cómo las gastaba, ahora vais a ver, cerdos, quién soy yo, ya nos enseñaría él a no liarle, ya íbamos a ver que él tenía todo lo que es preciso tener. Nos iba a meter en cintura, cochinos extranjeros. Y después, de repente, se olvidaba de que tenía que ser la encamación fulminante del poder y chupaba su colilla sin decir nada durante largos minutos. El silencio se abatía sobre la gran sala, sobre los ruidos confusos de los murmullos, de los píes que frotaban el entarimado.

Me fascinaba el espectáculo del hombrecito. Ni siquiera se me hizo la espera demasiado larga. Finalmente me llegó la vez y me encontré delante de la mesita, del hombre bajito y de su colilla, que precisamente acababa de apagarse otra vez. Coge el resguardo de mi permiso de residencia y lo agita con aire asqueado, mientras me fulmina con la mirada. Me quedo inmóvil, le miro fijamente, este tipo me fascina.

– ¡Ah, ah! -dice con voz tonante-, un rojo español.

Parece loco de alegría. Debe de hacer mucho tiempo que no ha tenido un rojo español que llevarse a la boca.

Recuerdo vagamente el puerto de Bayona, la llegada del barco pesquero al puerto de Bayona. La embarcación había atracado en el muelle, justo al lado de la plaza mayor, y había veraneantes y macizos de flores. Nosotros mirábamos estas imágenes de la vida anterior. Allí, en Bayona, fue donde oí decir por vez primera que éramos rojos españoles.

Miro al hombrecito, no digo nada, estoy pensando vagamente en aquel día en Bayona, ya hace años. De todas formas, nunca hay nada que decir a un poli.

– ¡Mira por dónde!-grita-, ¡un rojo español!

Me mira y le miro. Sé que todo el mundo ha fijado los ojos en nosotros. Entonces, me enderezo un poco. Por lo general, suelo andar un poco encorvado. Por mucho que me digan: «Enderézate», no hay nada que hacer, siempre voy algo encorvado. No lo puedo remediar, sólo de esta manera estoy a mis anchas en mi propio cuerpo. Pero ahora me enderezo todo lo que puedo. No vayan a tomar mi postura natural por una postura de sumisión. Ese pensamiento me horroriza.

Miro al hombrecito, y él me mira a su vez. Y, de repente, explota.

– Ya te voy a enseñar yo, cerdo, sí, yo. De mí no se ríe nadie. Y, por lo pronto, te colocas otra vez al final de la cola y vuelves a esperar.

No digo nada, recojo el resguardo de la mesa y me doy medía vuelta. Se le ha vuelto a apagar la colilla, y esta vez la aplasta con rabia en un cenicero.

Camino por la sala, a lo largo de la cola de espera, y pienso en esta manía de los polis de tutearle a uno siempre. Se imaginan, tal vez, que eso nos impresiona. Pero este sinvergüenza hijo de puta no sabe lo que ha hecho. Me ha tratado de rojo español, y he aquí que, de repente, he dejado de estar solo en esta gran sala gris y sórdida. A lo largo de la fila de espera he visto abrirse las miradas, he visto cómo nacían, en esta sordidez, las más bellas sonrisas del mundo. Mantengo en la mano mi resguardo, por poco lo agito en el aire. Vuelvo a ocupar un lugar, al final de la cola de espera. La gente se agrupa a mi alrededor, y muchos sonríen. Estaban solos, y yo también estaba solo, y he aquí que ahora estamos juntos. Ha ganado el hombrecito.