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Estoy tumbado en el camión y miro los árboles. Fue en Bayona, justo en el muelle, al lado de la plaza mayor de Bayona, donde supe que yo era un rojo español. Al día siguiente, me llevé una segunda sorpresa, cuando leímos en un diario que había, por un lado, rojos y, por otro, nacionales. No era fácil de entender por qué eran nacionales, cuando hacían la guerra con las tropas marroquíes, la legión extranjera, los aviones alemanes y las divisiones Littono. Fue uno de los primeros misterios de la lengua francesa que tuve que descifrar. Pero en Bayona, en el muelle de Bayona, me convertí en un rojo español. Había macizos de flores, montones de veraneantes, detrás de los gendarmes, que habían venido a ver desembarcar a los rojos españoles. Nos vacunaron y nos dejaron desembarcar. Los veraneantes miraban a los rojos españoles y nosotros mirábamos los escaparates de las panaderías. Mirábamos el pan blanco, los croissants dorados, todas esas cosas de antaño. Nos sentíamos desplazados en ese mundo de antaño.

Después, ya no he dejado de ser un rojo español. Es una manera de ser válida en todas partes. Así, en el campo de concentración yo era un Rotspanier. Miraba los árboles y me alegraba de ser un rojo español. Conforme pasaban los años, más me alegraba de serlo.

De repente, ya no hay árboles y el camión se para. Estamos en Longuyon, en el campo de repatriación. Saltamos del camión y tengo las piernas entumecidas. Se nos acercan unas enfermeras, y el Comandante las besa a todas. Es la alegría del regreso, desde luego. Luego empieza la juerga. Hay que beber una taza de caldo y responder a un montón de preguntas estúpidas.

Al escuchar todas aquellas preguntas, tomé de repente una decisión. Debo añadir que ya hacía tiempo que maduraba esta decisión. Había pensado en ella, de manera vaga, mirando los árboles, entre Eisenach y aquí. Pienso que maduraba en mí desde que vi a los compañero; convertirse en ex combatientes, en el salón del hotel de Eisenach, bajo las grandes arañas del hotel de Eisenach,

Incluso había empezado a madurar todavía antes. Tal vez yo ya estaba completamente dispuesto para tomar esta decisión desde antes del regreso de ese viaje. De todas formas, al contestar maquinalmente a todas aquellas preguntas estúpidas: «¿Pasaban mucha hambre?, ¿tenían frío?, ¿se sentían desgraciados?», tomé la decisión de no hablar más de aquel viaje, de no ponerme jamás en situación de tener que responder a preguntas sobre aquel viaje. Por una parte, ya sabía que eso no iba a ser posible para siempre. Pero, al menos, la única manera de salvarse era guardar un largo periodo de silencio, Dios mío, años de silencio sobre aquel viaje. Quizá más adelante, cuando ya nadie hable de estos viajes, quizás entonces tendré algo que decir. Esta posibilidad flotaba de manera confusa en el horizonte de mi decisión.

Nos habían traído y llevado de un lado a otro, y al final nos encontramos en una sala de donde nos llevaron, uno a uno, a la visita médica.

Cuando llegó mi turno, me miraron por rayos, me reconoció el cardiólogo y el dentista. Me pesaron, me midieron, me hicieron montones de preguntas sobre las enfermedades que había tenido de niño. Al acabar todo esto, me encontré sentado ante un médico que tenía mi expediente completo, con las observaciones hechas por los diversos especialistas.

– Es inaudito -dice el médico después de consultar mi ficha.

Le miro y me ofrece un cigarrillo.

– Es increíble -dice el médico-, al parecer no tiene usted nada grave.

Con un gesto le doy a entender que estoy poco interesado, pues no sé de qué habla exactamente.

– Nada en los pulmones, nada en el corazón, tensión normal. Es increíble -repite el médico.

Fumo el cigarrillo que me ha ofrecido, e intento pensar que es increíble, intento meterme en el pellejo de un caso íncreíble. Tengo ganas de decirle a este médico que lo increíble es estar vivo, que lo increíble es encontrarme todavía en la piel de un ser vivo. Incluso con una tensión anormal, sería increíble seguir todavía en el pellejo de un ser vivo.

– Claro -dice el médico-, tiene usted dos o tres dientes cariados. Pero es lógico, en fin.

– Es lo mínimo -le digo, por no dejarle hablar solo.

– Llevo semanas viendo pasar deportados -me dice-, pero usted es el primer caso en el que todo parece estar en orden. -Me mira un instante y añade-: Aparentemente.

– ¿Ah, sí? -digo cortésmente.

Me mira con atención, como si temiera ver aparecer de repente las señales de algún mal desconocido que hubiese escapado a las observaciones de los especialistas.

– ¿Quiere que le diga algo? -me dice.

En realidad no quiero, no me interesa en absoluto. Pero no me ha hecho esta pregunta para que yo le diga si quiero que me lo diga, de todas maneras está decidido a decírmelo.

– Puedo decírselo, ya que usted se encuentra en un estado perfecto -me dice. Luego hace una pausa breve y añade-: Aparentemente.

Siempre la duda científica. Ha aprendido a ser prudente, el hombre este, y se comprende.

– A usted puedo decírselo -continúa-, la mayoría de los que han pasado por nuestras manos no sobrevivirán.

Se embala, el tema parece apasionarle. Inicia una larga explicación médica sobre las secuelas previsibles de la deportación. Y comienzo a sentirme un poco avergonzado de hallarme en tan buena forma, aparentemente. Un poco más, y me creería sospechoso a mí mismo. Un poco más y le diría que no tengo yo la culpa. Un poco más y le pediría perdón por haber sobrevivido, por tener aún posibilidades de sobrevivir.

– Se lo digo, la mayoría de ustedes no lo van a contar. En qué proporción, sólo el porvenir lo dirá. Pero no creo equivocarme si afirmo que un sesenta por ciento de los supervivientes van a morir en los meses y los años que vienen, como consecuencia de la deportación.

Tengo ganas de decirle que todo eso ya no me incumbe, que he hecho borrón y cuenta nueva. Tengo ganas de decirle que me está fastidiando, que mi muerte o mi supervivencia no son cosa suya. Tengo ganas de decide que de todas formas mi compañero de Semur ha muerto. Pero este hombre se limita a hacer su trabajo, pese a todo no puedo impedirle que haga su trabajo.

Me dice adiós y parece que he tenido una suerte toca. Debería casi estar contento de haber hecho este viaje. De no haber hecho este viaje, nunca hubiera sabido que yo era un tío con suerte. Tengo que confesar que, en este momento, el mundo de los vivos me desconcierta un poco.

Fuera, Haroux me estaba esperando.

– ¿Qué tal, tío? -me dice-, ¿te vas a salvar?

– Por lo visto, según el matasanos, aquello era un sanatorio, de!o fuerte que estoy.

– Yo no -dice Haroux bromeando-, parece que el corazón no me anda muy bien. Tengo que ir a que me lo vean, en París.

– No es grave, el corazón; basta con que no lo utilices.

– ¿Crees que me preocupa, tío? -dice Haroux-. Estamos aquí y hace sol, hubiéramos podido convertirnos en humo.

– Sí -digo.

Sí, hubiéramos debido «convertirnos en humo». Bromeamos juntos. También Haroux vuelve de allí, tenemos derecho a reírnos de aquello si nos apetece. Y precisamente nos apetece.

– Vamos, ven -dice Haroux-, tenemos que ir a que nos hagan papeles de identidad provisionales.

– Es verdad, Dios, otra vez.

Echamos a andar hacia el barracón de la administración.

– Claro que sí, chico -dice Haroux-, no pretenderás que te dejen circular sin papeles, ¿no? Por si acaso fueras otro.

– ¿Qué pruebas tienen de que no soy otro? Llegamos así, de sopetón. Tal vez seamos otros. -Haroux se divierte, no hay duda-. ¿Y la declaración jurada, tío? Vamos a declarar quiénes somos bajo juramento. ¿No te parece seria la declaración jurada?