Nos reímos como tontos, al mirarnos.
– Bueno, vamonos -dice Haroux.
Y nos vamos. El pueblo nos expulsa, expulsa el ruido de nuestras botas, nuestra presencia insultante para su tranquilidad, para su ignorante buena conciencia, expulsa nuestros trajes rayados, nuestros cráneos rasurados, nuestras miradas de los domingos que descubrían la vida de afuera en este pueblo. Y he aquí que tampoco era la vida de afuera, no era más que otra manera de estar dentro, de estar en el interior de este mismo mundo de opresión sistemática, consecuente hasta el final, y cuya mejor expresión era el campo de concentración. Nos vamos. Sin embargo, el agua estaba buena, no se puede negar. Estaba fresca, era agua viva.
– Vamos, tío, reacciona -dice el chico de Semur.
Desde que amaneció, he caído en una especie de sopor alelado.
– ¿Qué? -pregunto.
– Cono, llevamos horas rodando sin parar, y tú ahí, sin ver nada. ¿Ya no te interesa el paisaje?
Contemplo el paisaje, con mirada lúgubre. No, ya no me interesa, de momento. Por otra parte, dista mucho de ser tan hermoso como el de ayer, como el del valle del Mosela bajo la nieve.
– No es bonito este paisaje -digo.
El chico de Semur bromea. Es decir, tengo la impresión de que se esfuerza por bromear.
– ¿Qué hubieras querido? -dice-, ¿un circuito turístico?
– No quiero nada. Simplemente, ayer era bonito y hoy el paisaje no lo es.
Desde que amaneció, tengo la impresión de que mi cuerpo se va a quebrar en mil pedazos. Siento cada pedazo por separado, como si mi cuerpo ya no fuera un todo.
Los dolores de mi cuerpo se diseminan a los cuatro vientos. Recuerdo que cuando era niño, en aquel gran salón de peluquería adonde nos llevaban, no lejos del Bijenkorf, [20]' en La Haya, me esforzaba en sentir frente a mí, en mi imagen reflejada en el gran espejo frente a mí, las vibraciones de la rasuradora eléctrica o el escalofrío del filo de la navaja de afeitar en los pómulos y en la nuca. Era un gran salón de peluquería de caballeros, con una buena decena de sillones frente a aquel largo espejo que ocupaba toda la pared de enfrente. Los hilos de las maquinillas eléctricas corrían por una especie de riel, a la altura de una mano de hombre erguida en el aire. Ahora que lo pienso, en la gran sala de desinfección del campo había el mismo sistema de rasuraduras que corrían por una especie de riel. Pero allí no había sillones, claro está. Me sentaba en el sillón, en aquel salón de peluquería al lado del Bijenkorf, y me relajaba. El calor ambiente, el ronroneo de las maquínalas de cortar el pelo, mi ausencia deliberada de mí mismo, me proyectaban hacia una somnolencia próxima al embotamiento. Luego, me despabilaba un poco por dentro y miraba fijamente mi imagen en el largo espejo que ocupaba toda la pared de enfrente. En primer lugar, era preciso tratar de fijar solamente mi propia imagen, de aislarla de los demás reflejos en el espejo. Y no convenía que la cara rubicunda de aquel holandés que se estaba afeitando una barba pelirroja viniera a perturbar mi intento. Al cabo de un rato de mirar con una fijeza casi dolorosa, tenía la sensación de que mi reflejo en el espe-]o se separaba de la superficie pulida, avanzaba hacia mí, o se alejaba más allá del espejo, pero en ambos casos rodeado de una especie de halo luminoso que lo aislaba del resto de los reflejos, a su vez borrosos y oscurecidos. Un esfuerzo más, y la vibración de la rasuradura en mi nuca ya no la sentía en la nuca, es decir, sí, seguía sintiéndola en la nuca, pero más allá, frente a mí, sobre aquella nuca que debía de encontrarse tras la imagen de mi cabeza reflejada en el espejo. Hoy, sin embargo, ya no necesito jugar dolorosamente a dispersar a mi alrededor mis propias sensaciones corporales, hoy lodos los pedazos rotos y pisoteados de mi cuerpo se diseminan a los cuatro vientos de este horizonte restringido del vagón. Ya no me queda, que sea sólo mío, dentro de mí, más que esta bola de fuego, ardiente y esponjosa, en alguna parte detrás de mis ojos, donde parecen repercutir, a veces blandos y a veces agudos, todos los dolores que me llegan de mi cuerpo quebrantado, roto en pedazos esparcidos a mi alrededor.
– De todas formas, corremos -dice el chico de Semur.
En el momento en que dice esto, un sol pálido se refleja en los cristales de un puesto guardagujas y el tren se detiene a lo largo de un andén de estación.
– Joder -dice el chico de Semur.
Las preguntas brotan de todas partes hacía quienes nos encontramos cerca de las aberturas obturadas por alambre de espino. Quieren saber dónde estamos, los muchachos, qué vemos, si se trata de una estación, o si una vez más estamos parados en pleno campo.
– Es una estación -digo a quienes se encuentran detrás de nosotros.
– ¿Parece una gran ciudad? -pregunta alguien.
– No -dice el chico de Semur-, es más bien una ciudad pequeña.
– ¿Ya hemos llegado? -pregunta otro.
– ¿Y cómo quieres que lo sepamos, eh? -dice el chico de Semur.
Miro hacia la estación, y hacia más allá de la estación, pues parece, en efecto, que se trata de una pequeña población. El andén está vacío, y hay centinelas en él, y también ante las puertas que dan a las salas de espera y a los
accesos para viajeros. Se ve gente que se agita, tras los cristales de las salas de espera, tras los torniquetes de los pasos para viajeros.
– ¿Has visto? -digo al chico de Semur.
Sacude la cabeza. Lo ha visto.
– Se diría que nos esperan.
La idea de que quizás hayamos llegado al final del viaje flota en las brumas de mi cansancio desesperado. Pero no me da ni frío ni calor pensar que tal vez se trate del final del viaje.
– Quizá sea Weimar -dice el chico de Semur.
– ¿Sigues pensando que vamos a Weimar?
Me deja completamente indiferente que estemos en Weimar, que esto sea Weimar. Ya no soy más que una triste superficie pisoteada por el galope de mis punzantes dolores.
– Claro, tío -dice el chico de Semur, conciliador.
Y me mira. Veo que opina que mejor sería que esto fuera Weimar, que mejor sería que hubiéramos llegado. Ya veo que piensa que no me queda para mucho. Esto tampoco me afecta, que me quede o no para mucho, que esté en las últimas o no.
En Ascona, dos años después, poco más o menos dos años después, recordé aquella parada en la estación provinciana, bajo la pálida claridad del invierno. Me había apeado en Solduno, en la parada del tranvía, y en vez de subir enseguida hacia la casa, recuerdo que crucé el puente y anduve hasta el muelle de Ascona. También era invierno, pero hacía sol, y tomé un café al aire libre, al sol, en la terraza de uno de los cafés del muelle de Ascona, frente al lago que espejeaba bajo el sol invernal. A mi alrededor había algunas mujeres hermosas, coches deportivos y jóvenes vestidos con impecables trajes de franela. El paisaje era hermoso y tierno, y estábamos al principio de la posguerra. A mi alrededor se hablaban varios idiomas y los coches deportivos tocaban el claxon al arrancar a todo gas, entre risas y hacia fugaces alegrías. Yo estaba sentado y bebía auténtico café y no pensaba en nada, es decir, pensaba en que tenía que marcharme pronto, en que ya se terminaban aquellos tres meses de descanso en la Suiza italiana. Tendría que organizar mi vida, pues tenía veintidós años y era preciso comenzar a vivir. El verano de mi regreso, y también el otoño, aún no había empezado a vivir. Simplemente, había explorado hasta el fondo, hasta el agotamiento, todas las posibilidades ocultas en los instantes sucesivos que pasaban. Ahora me era preciso comenzar a vivir, a tener proyectos, un trabajo, unas obligaciones, un porvenir. Pero en Ascona, en el muelle de Ascona, frente al lago deslumbrante bajo el sol invernal, todavía no tenía un porvenir. Desde que llegué a Solduno, me había limitado a absorber el sol por todos los poros de mi piel y a escribir ese libro del cual ya sabía que sólo serviría para poner en orden mi pasado ante mis propios ojos. Fue entonces, en Ascona, delante de mi café, de un auténtico café, y feliz bajo el sol, desesperadamente feliz con una felicidad vacía y brumosa, cuando recordé aquella parada en la pequeña ciudad alemana en el curso de este viaje. Hay que decir que, a lo largo de los años, algunos recuerdos me han asaltado en ocasiones con perfecta precisión, surgiendo del olvido voluntario de este viaje, con la pulida perfección de los diamantes que nada puede empañar. Aquella noche, por ejemplo, en la que tenía que ir a cenar a casa de unos amigos. La mesa estaba dispuesta en una sala amplia y agradable, y había fuego de leña en la chimenea. Hablamos de esto y de lo otro, nos llevábamos muy bien, y Catherine nos pidió que pasáramos a la mesa. Había preparado una cena rusa y así fue como de repente me encontré con una rebanada de pan negro en la mano, y mordí la rebanada de manera maquinal, mientras seguía la conversación. Entonces aquel sabor a pan negro, un poco ácido, esta lenta masticación del pan negro y grumoso, hizo revivir en mí, brutalmente, aquellos instantes maravillosos en los que comíamos la ración de pan en el campo de concentración, cuando devorábamos lentamente, con mucha astucia para que durara más, los minúsculos cuadraditos de pan húmedo y arenoso que recortábamos de la ración de cada día. Permanecí inmóvil, con el brazo en el aire, con mi rebanada de buen pan negro, un poco ácido, en la mano, y mi corazón latía desenfrenadamente. Catherine me preguntó qué me pasaba. No me pasaba nada, no era más que un pensamiento, nada más, no tenía nada que ver, no podía decirle que estaba a punto de morir, desfalleciendo de hambre, muy lejos de todos ellos, del fuego de leña y de las palabras que pronunciábamos, bajo la nieve de Turingia y en medio de las grandes hayas donde soplaban las ráfagas del invierno. O aquella otra vez en Limoges, durante un viaje. Habíamos parado el coche delante de un café, Le Trianon, frente al liceo. Estábamos en ei mostrador, tomando un café, y alguien puso en marcha el tocadiscos, esto es, oí los primeros compases de «Tequila» antes de comprobar que alguien había puesto en marcha el tocadiscos. Me di la vuelta y vi en una mesa un grupo de chicos y chicas que llevaban el compás y se movían al ritmo de «Tequila». Sonreí para mis adentros, primero, pensando que en realidad por todas partes se oía «Tequila», que resultaba divertido ver a la juventud dorada de Limoges meneándose al ritmo de «Tequila». Así, a primera vista, nunca hubiera asociado fácilmente Limoges y «Tequila». Pensé en cosas más o menos importantes acerca de esta mecánica difusión de la música comercial, pero no pienso intentar reproducir cuáles eran estos pensamientos más o menos importantes. Los compañeros bebían su café, tal vez escuchaban «Tequila», simplemente bebían su café. Me di la vuelta otra vez, y fue entonces cuando advertí el rostro de aquella jovencita, crispado, con los ojos cerrados, como la extática máscara de «Tequila» con- j vertida en algo más que música, en una jovencita perdida en el mundo ilimitado de la desesperación. Tomé otro sorbo de café, los compañeros estaban en silencio, yo tam- j poco decía nada, habíamos viajado sin parar desde hacía catorce horas, y de repente dejé de oír «Tequila» y pasé a escuchar con mayor nitidez la melodía de «Stardust» tal. como la tocaba a la trompeta aquel danés que formaba, parte de la orquesta de jazz que Yves creó en el campo de concentración. No tenía nada que ver, claro está, o más bien sí, existía una relación, ya que, aunque no se trataba de la misma música, era sin embargo el mismo universo de soledad, el mismo folklore desesperado de Occidente. Pagamos nuestros cafés y salimos, pues todavía nos. quedaba bastante camino por delante. Fue en Ascona bajo el sol invernal, en Ascona y frente al horizonte azul del lago, donde recordé aquella parada en la pequeña ciudad alemana.