El chico de Semur había dicho: «Vamos, tío, reacciona», justo antes de que parase el tren en esta pequeña estación alemana, me acabo de acordar. He encendido un cigarrito y me he preguntado por qué aquel recuerdo volvía a surgir. No había ninguna razón para que emergiera,. pero quizá por ello surgió como un punzante recuerdo, en medio de este sol de Ascona, como una aguda llamada, de la densidad de aquel pasado, pues tai vez era precisamente la espesa densidad de aquel pasado lo que convertía en vacía y nebulosa esta felicidad de Ascona, y de ahora en adelante todas las felicidades posibles. El hecho es que el recuerdo de la pequeña estación, el recuerdo de mi amigo de Semur afloró a la superficie. Permanecía inmóvil, saboreando a pequeños sorbos mi café una vez más, y otra vez más herido de muerte por los recuerdos de-., aquel viaje. El chico de Semur había dicho: «Vamos, tío reacciona», y enseguida paramos en aquella estación alemana. Y en aquel momento se acercó a mi mesa una joven de linda boca pintada y ojos claros.
«¿No es usted el amigo de Bob?», me preguntó. Yo no era el amigo de Bob, desde luego, ¿cómo podría serlo? «No», le dije, «lo siento." «Lástima», dijo ella, lo que era bastante enigmático. «¿Ha perdido usted a Bob?», le pregunto. Entonces, ella se echó a reír. «A Bob, usted sabe, no hay manera de perderlo», dijo. Luego se sentó en el borde de una mesa y cogió uno de mis cigarrillos, el paquete estaba sobre la mesa. Era hermosa, susurrante, justo lo que necesitaba para olvidar a mi amigo de Semur. Lo que sucedía es que no tenia ganas de olvidar a mi compañero de Semur en aquel momento preciso. Sin embargo, le di lumbre y miré otra vez el horizonte azul del lago. El chico de Semur había dicho: «De todas formas, corremos», o algo así, y justo después el tren se detuvo a lo largo del andén desierto de aquella estación alemana. «¿Qué hace usted por aquí?», preguntó la muchacha. «Nada», te respondí. Ella me miró fijamente, sacudiendo la cabeza. «Entonces, ¿será Pat quien tendrá razón?» «Expliquese», le pido, y sin embargo no me apetece en absoluto iniciar una conversación con ella. «Pat dice que usted está aquí sin motivo alguno, pero nosotros pensamos que anda buscando algo.» La miro, sin decir nada. «Bueno», dice ella, «le dejo. Usted vive en esa casa redonda, encima de Solduno, en la colina de la Maggia.» «¿Es una pregunta?», inquiero. «No», dice ella, «lo sé.» «¿Y entonces?», digo. «Iré a verle un día de estos», me dice. «De acuerdo», le digo, «pero mejor al atardecer.» Ella asiente con la cabeza y se levanta. «Pero no le diga nada a Bob», añade. Me encojo de hombros, no conozco a Bob, pero ella ya se ha marchado. Pido otro café y sigo tomando el sol, en vez de subir a casa para trabajar en mi libro. De todas formas, voy a terminar el libro, es preciso que lo termine, pero ya sé que no vale nada. No es todavía el momento de contar aquel viaje, es preciso esperar aún, hay que olvidar en verdad aquel viaje y después, tal vez, pueda contarlo.
«De todas formas, corremos», había dicho el chico de Semur, y un momento después parábamos en aquella estación alemana, eso recordaba en Ascona. Luego transcurrió algún tiempo, horas o minutos, ya no recuerdo, pero el caso es que pasó un tiempo, mejor dicho, no pasó nada durante cierto tiempo, y estábamos allá, simplemente, a lo largo del andén desierto, y los centinelas hacían gestos con la mano hacia nosotros, posiblemente explicaban quiénes éramos a la gente que había acudido.
– Me pregunto qué pensarán esos boches de nosotros, cómo nos verán -ha dicho el chico de Semur.
Y mira hacia esta estación alemana, hacia los centinelas alemanes y esos alemanes curiosos, con una mirada grave. En efecto, es una pregunta que no carece de interés. Nada cambiará para nosotros, desde luego, sea cual sea la imagen que tengan de nosotros todos esos alemanes apretujados tras los cristales de las salas de espera. Lo que somos, lo seremos sea cual fuere la mirada que nos lanzan todos esos alemanes mirones. Pero, en el fondo, también somos lo que ellos imaginan ver en nosotros. No podemos prescindir totalmente de su mirada, ella también nos revela y saca a relucir lo que quizá seamos. Miro esos rostros alemanes, borrosos tras los cristales de las salas de espera, y recuerdo la llegada a Bayona, hace siete años. El barco pesquero había atracado frente a la plaza mayor, con macizos de flores y vendedores de helados de vainilla. Una pequeña multitud de veraneantes se habían agolpado, detrás de los controles policiacos, para vernos desembarcar. Nos veían como rojos españoles, aquellos veraneantes, y eso nos sorprendía, en un primer momento, nos desbordaba, y sin embargo tenían razón, éramos rojos españoles, yo era ya un rojo español sin saberlo, y gracias a Dios, no está nada mal ser un rojo español. Gracias a Dios sigo siendo un rojo español y contemplo esta estación alemana entre la neblina de mi cansancio con una mirada de rojo español.