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– Estamos demasiado lejos, no se ve -dice el chico de Semur.

De repente se oye un ruido, justo a nuestro lado, y unos centinelas alemanes se colocan delante de nuestro vagón. Han debido de comenzar la operación por los dos extremos del convoy. Se acerca un grupo de rancheros llevando grandes latas, y una carretilla de equipajes llena de escudillas blancas, que parecen de loza. Se oye el ruido de los candados y las barras de hierro, y la puerta corrediza del vagón se abre de par en par. Los compañeros ya no dicen nada, están esperando. Entonces un hombre rechoncho de las SS ladra no sé qué y los que están junto a la puerta comienzan a saltar al andén.

– No debe de ser café lo que dan -dice el chico de Semur- en semejantes escudillas.

El movimiento nos arrastra hacia la puerta.

– Habrá que apurarse -dice el chico-, si queremos recuperar nuestros sitios cerca de la ventana.

Saltamos al andén y corremos hacia una de las grandes latas ante las que se amontonan los compañeros en desorden. El de las SS que dirige la operación no parece contento. No deben de gustarle este desorden y estos gritos. Debe de pensar que los franceses, en verdad, no son gente disciplinada. Aulla órdenes, y golpea un poco al azar en las costillas de los prisioneros, con una larga porra de goma.

Cogemos rápidamente una escudilla blanca, que es efectivamente de loza, y la tendemos al ranchero que hace el reparto. No es café, y tampoco es agua, sino una especie de caldo marrón. El chico de Semur se lleva la escudilla a la boca.

– ¡Cabrones! -dice-, ¡está más salado que el agua de mar!

Lo pruebo a mi vez, y es verdad. Es un caldo espeso y salado.

– ¿Sabes? -dice el chico de Semur-, será mejor no tragarnos esta mierda.

Estoy de acuerdo con él, y vamos a dejar nuestras escudillas llenas. Un soldado alemán nos mira con los ojos muy abiertos.

– Was ist denn los? [21]" -dice.

Le muestro las escudillas y digo:

– Viel zu viel Salz. [22]**

Nos mira alejarnos, completamente pasmado, y menea la cabeza. Debe de pensar que somos muy maniáticos.

En el momento en que íbamos a trepar otra vez a nuestro vagón, oímos un alboroto de toques de silbato, risas agudas y exclamaciones. Me doy la vuelta, y el chico de Semur también. Un grupo de paisanos alemanes ha entrado en el andén. Hombres y mujeres. Deben de ser las personalidades locales, a las que han permitido venir a ver de cerca el espectáculo. Lloran de risa, con grandes gestos, y las mujeres cacarean de histeria. Nos preguntamos el motivo de su agitación.

– ¡Ah, mierda!-dice el chico de Semur.

Resulta que los tipos del segundo vagón después del nuestro están completamente desnudos. Saltan rápidamente al andén, intentando taparse con las manos, desnudos como gusanos.

– ¿Qué significa todo este circo? -pregunto.

Los alemanes se divierten de lo lindo. Sobre todo los paisanos. Las mujeres se acercan al espectáculo de todos estos hombres desnudos, corriendo de modo grotesco por el andén de la estación, y cacarean de lo lindo.

– Debe de ser el vagón donde ha habido una evasión -dice el chico de Semur-, en lugar de quitarles sólo los zapatos les han dejado en cueros.

Eso será, sin duda.

– Las muy cerdas se lo están pasando en grande -dice, asqueado, el chico de Semur.

Después subimos al vagón. Pero ha habido bastantes que han pensado como nosotros, pues ya están ocupados todos los sitios cerca de las ventanas. Empujamos hasta colocarnos lo más cerca posible.

– Si serán desgraciados -dice-, dar el espectáculo de ese modo.

Si he comprendido bien, está resentido contra los tipos que saltaron en cueros al andén. Y en el fondo tiene razón.

– ¿Te das cuenta? -dice-. Sabiendo que les iba a divertir a esos cabrones, tenían que haberse quedado en el vagón, ¡rediós!

Sacude la cabeza, no está contento en absoluto.

– Hay gente que no sabe comportarse -concluye.

Tiene razón, una vez más. Cuando se va en un viaje como éste hay que saber comportarse, y saber a qué atenerse. No se trata solamente de una cuestión de dignidad, sino también de una cuestión práctica. Cuando se sabe comportarse y a qué atenerse, se aguanta mejor. No cabe la menor duda, se resiste mejor. Más tarde pude darme cuenta de hasta qué punto tenía razón mi compañero de Semur. Cuando dijo esto, en aquella estación alemana, pensé que, en general, tenía razón, pensé que efectivamente había que saber comportarse en un viaje semejante. Pero sólo más tarde comprobé toda la importancia práctica de esta cuestión. Pensé muy a menudo en el chico de Semur, más tarde, en el campo de cuarentena, mientras contemplaba vivir al coronel. El coronel era una personalidad de la resistencia gaullista, por lo visto, y a fe mía que debía de ser verdad, pues hizo carrera después, llegó a general, y he leído su nombre a menudo en la prensa, y cada vez que lo leía sonreía para mis adentros. Pues el coronel, en el campo de cuarentena, se había convertido en un vagabundo. Ya no sabía comportarse en absoluto, ya no se lavaba y estaba dispuesto a cualquier bajeza con tal de repetir del hediondo rancho. Después, cuando veía la foto del coronel, convertido en general, publicada con motivo de cualquier ceremonia oficial, no podía dejar de pensar en el chico de Semur, en la verdad que encerraban sus sencillas palabras. Ciertamente, hay gente que no sabe comportarse.

Ahora los muchachos vuelven a subir al vagón. En el andén se oyen toques de silbato, voces que gritan órdenes y alboroto. Al haber podido mover libremente brazos y piernas, se diría que los muchachos han perdido ya la costumbre adquirida de apretarse unos contra otros. Protestan, gritan: «¡No empujéis, por Dios!», a los rezagados que intentan abrirse paso por entre el magma de los cuerpos. Pero los rezagados, a su vez, están siendo empujados dentro del vagón a patadas y culatazos, con lo cual se ven obligados a abrirse paso como sea. «¡Qué, joder!», gritan, «no vamos a quedarnos en el andén.» La puerta corredera se cierra con estrépito, y el magma de los cuerpos se agita todavía durante algunos minutos, entre gruñidos y repentinos estallidos de rabia ciega. Luego, poco a poco, vuelve la tranquilidad, los cuerpos se van imbricando unos en otros, la masa de los cuerpos apiñada en la penumbra reanuda su vida jadeante, susurradora, oscilando al ritmo de las sacudidas del viaje.

El chico de Semur sigue de mal humor, a causa de esos tipos del segundo vagón después del nuestro, que han servido de espectáculo. Y comprendo su punto de vista. Mientras aquellos alemanes, en el andén de la estación, tras los cristales de las salas de espera, nos miraban como bandidos o como terroristas, la cosa podía pasar. Pues de ese modo veían en nosotros lo esencial, lo esencial de nuestra verdad, esto es, que éramos los enemigos irreductibles de su mundo y de su sociedad. El hecho de que nos tomaran por criminales era accesorio. Su buena conciencia mistificada era también algo accesorio. Lo esencial era precisamente el carácter irreductible de nuestras relaciones, el hecho de que fuéramos, ellos y nosotros, los términos opuestos de una relación indisoluble, que fuéramos la mutua negación unos de otros. Que ellos sintieran odio hacia nosotros era algo normal, hasta deseable, pues este odio confería un sentido claro a lo esencial de nuestra acción, a la esencia de los actos que nos habían traído hasta este tren. Pero el hecho de que hubieran podido reírse a carcajadas ante el espectáculo grotesco de estos hombres desnudos que daban saltitos como monos en busca de una escudilla de caldo asqueroso, eso sí que era grave. Eso falseaba las justas relaciones de odio y de oposición absoluta entre ellos y nosotros. Aquellas risas histéricas de las mujeres ante el espectáculo de los hombres desnudos brincando por el andén eran como un ácido que corroía la esencia misma de nuestra verdad. El chico de Semur tenía, pues, toda la razón al estar de mal humor.

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[21] * «¿Qué sucede?» (N. de los T.)

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[22] ** «Está muy salado.» (N. de los T.)