– Bueno -digo-, sigue el viaje.
El chico de Semur me mira y menea la cabeza.
– Resistiremos hasta el final -dice.
– Claro -respondo.
– Hasta el final del viaje y después también -dice.
– Claro.
Le miro, convencido de que aguantará, en efecto. Es robusto el chico de Semur, y tiene ideas claras acerca de todo lo importante, así que aguantará. Unas ideas un poco primitivas, a veces, pero en verdad, eso no se le puede reprochar. Le miro, convencido de que aguantará. Y sin embargo, va a morir. Morirá al amanecer de la próxima noche. Dirá: «No me dejes, tío», y morirá.
En Ascona, dos años después, poco más o menos dos años después, acabo mi segunda taza de café y pienso que es una lástima que muriera el chico de Semur. Ya no queda nadie con quien pueda hablar de aquel viaje. Es como si yo hubiera hecho solo aquel viaje. De aquí en adelante, soy el único en acordarme de aquel viaje. Quién sabe, la soledad de aquel viaje corroerá toda mi vida. Pago, y me voy lentamente por el muelle de Ascona, bajo el sol invernal de Ascona. Atravieso el puente, y voy andando hacia Solduno. Tendré que arreglármelas solo, mi amigo de Semur ha muerto.
También me golpeó la soledad en pleno rostro cuando salíamos de aquella casa alemana, después de haber bebido el agua de la fuente en la plaza de aquel pueblo alemán, íbamos andando otra vez hacia el campo, Haroux, Pierre, Diego y yo, caminábamos en silencio, y todavía no habíamos visto ni un alma. Ahora teníamos a la vista la perspectiva del campo de concentración, lo veíamos como debieron de verlo durante años los campesinos. Porque vieron el campo, Dios, lo vieron de verdad, a la fuerza habían visto lo que allí sucedía, aun cuando no hubieran querido saberlo. Dentro de tres o cuatro días los americanos iban a traer al campo a grupos enteros de habitantes de Weimar. Van a enseñarles los barracones del campo de cuarentena, donde los inválidos siguen muriendo en medio de la hediondez. Les enseñarán el crematorio, el bloque donde los médicos de las SS hacían experimentos con los presos, les enseñarán las pantallas de piel humana de la señora Use Koch, las preciosas pantallas apergaminadas donde se dibujan las líneas azules de los tatuajes sobre la piel humana. Entonces, las mujeres de Weimar, con sus tocados primaverales, y los hombres de Weimar, con sus gafas de profesores y de tenderos de ultramarinos, se echarán a llorar, a gritar que no sabían nada, que ellos no son responsables. Tengo que decir que el espectáculo me revolvió el estómago y fui a refugiarme en un rincón solitario, escapé para hundir mi rostro en la hierba de la primavera, entre los rumores de la primavera en los árboles.
Sigrid tampoco sabía nada, o, mejor dicho, quizá no quería saber nada. Yo la veía en los cafés del barrio, cruzábamos algunas palabras, me parece que era modelo de revistas de moda. Yo ya me había olvidado de las mujeres de Weimar, con sus vestidos primaverales, agolpándose ante el bloque 50, escuchando al oficial norteamericano que les relataba los deleites de Use Koch, antes de invitarlas a que pasaran para ver los delicados tatuajes en la piel humana apergaminada de las pantallas que coleccionaba la señora Use Koch. Creo que ya lo había olvidado todo y en ocasiones contemplaba a Sigrid en los cafés del barrio, y la encontraba guapa. Una noche, sin embargo, nos encontramos sentados a la misma mesa y precisamente aquella noche yo tenía la sensación de despertar de un sueño, como si la vida, desde el regreso de aquel viaje, diez años atrás, no hubiera sido más que un sueño. Quizás había bebido demasiado, al haber despertado de aquel sueño que era mi vida desde el regreso de aquel viaje. O quizá no había bebido aún bastante, cuando advertí a Sigrid en la misma mesa, pero era previsible que iba a beber demasiado. O quizá, sencillamente, la bebida ya no tenía nada que ver con todo ello, quizá no había que buscar nada exterior, ninguna razón accidental, a esta angustia que reaparecía de nuevo. Fuera lo que fuera, yo estaba bebiendo una copa, escuchando la algarabía de las conversaciones, cuando vi a Sigrid.
– Guíe Nacht, Sigrid -le dije-, wie geht's Dir?
Lleva el pelo corto y sus ojos son verdes. Me mira, asombrada.
– Du sprichst deutsch? -dice.
Sonrío; naturalmente que sé alemán.
– Selbstverstandlich -le digo.
No es algo evidente que hable alemán; pero en fin, le digo que es evidente.
– Wo hast Du's gelernt? -Dónde lo he aprendido, pregunta la muchacha.
– ImKZ.
No es verdad que haya aprendido alemán en el campo de concentración, ya lo sabía antes, pero en fin, tengo ganas de fastidiar a esta muchacha.
– Wo denn? -dice ella, sorprendida. Evidentemente no ha comprendido.
Evidentemente no sabe que estas iniciales, KZ, designaban los campos de concentración de su país, que así es como los designaban los hombres de su país que habían pasado diez o doce años dentro de ellos. Tal vez ella no ha oído jamás hablar de todo esto.
– Im Konzentrationslager. Schon davon gehórt? -le digo.
Le pregunto si ha oído hablar de los campos de concentración, y ella me mira atentamente. Coge un cigarrillo y lo enciende.
– ¿Qué te pasa? -dice, en francés.
– Nada.
– ¿Por qué haces estas preguntas?
– Para saber -le digo.
– ¿Para saber qué?
– Todo. Es demasiado fácil no saber -le digo.
Fuma y no dice nada.
– O hacer como que no se sabe.
Sigue sin decir nada.
– U olvidar, es demasiado fácil olvidar.
Sigue fumando.
– Podrías ser la hija del doctor Haas, por ejemplo -le digo.
Sacude la cabeza.
– No soy la hija del doctor Haas -dice.
– Pero podrías serlo.
– ¿Quién es el doctor Haas? -pregunta.
– Era, espero.
– ¿Quién era, pues, el doctor Haas?
– Un tipo de la Gestapo -digo.
Apaga su cigarrillo, a medio fumar, y me mira.
– ¿Por qué me tratas así? -dice.
– No te trato de manera alguna, sólo te pregunto.
– ¿Crees que puedes tratarme así? -dice.
– No creo nada, te pregunto.
Recoge su cigarrillo y lo vuelve a encender.
– Adelante -dice, y me mira a los ojos.
– ¿Tu padre no es el doctor Haas?
– No -responde.
– ¿No ha sido de la Gestapo?
– No -dice.
No desvía su mirada.
– Tal vez en las Waffen-SS -le digo.
– Tampoco.
Entonces me echo a reír, no puedo dejar de reírme.
– Nunca fue nazi, claro -le digo.
– No lo sé.
De repente, ya estoy harto.
– Es verdad -digo-, vosotros no sabéis nada. Nadie sabe ya nada. Nunca ha habido la Gestapo, ni las Waffen-SS, ni la división Totenkopf. He debido de soñar.
Esta noche ya no sé si he soñado todo esto, o bien si estoy soñando ahora, desde que todo esto ya no existe.
– Ne réveillez pas cette nuit les dormeurs [23] -digo.
– ¿Qué es eso? -pregunta Sigrid.
– Es un poema.
– Un poema muy corto, ¿no te parece? -dice ella.
Entonces le sonrío.
– Die deutsche Gründlichkeit, die deutsche Tatsachlichkeit. [24]** Y a la mierda las virtudes alemanas.
Ella se ruboriza levemente.
– Has bebido -dice.
– Estoy empezando.
– ¿Y por qué yo? -pregunta.
– ¿Tú?
– ¿Por qué contra mí? -precisa.
Bebo un trago del vaso que acaban de cambiarme.
– Porque tú eres el olvido, porque tu padre nunca fue nazi, porque nunca hubo nazis. Porque no mataron a Hans. Porque no hay que despertar esta noche a los que duermen.
Ella menea la cabeza.
– Vas a beber demasiado -dice.
– Nunca bebo bastante.
Acabo mi vaso y pido otro.
Hay gente que entra y sale, chicas que ríen a carcajadas, música, ruido de vasos, es un verdadero alboroto este sueño donde uno se encuentra cuando le despiertan. Habrá que hacer algo.