Выбрать главу

– ¿Por qué estás triste? -pregunta Sigrid.

Me encojo de hombros.

– Nunca estoy triste -digo-, ¿qué significa estar triste?

– Infeliz, entonces.

– ¿Y qué significa la felicidad?

– Infeliz, no he dicho feliz sino infeliz -dice ella.

– Es lo mismo, ¿no?

– En absoluto.

– Al revés, es lo mismo sólo que al revés, quiero decir.

– En absoluto -repite Sigrid.

– Me sorprendes, Sigrid. No eres la hija del doctor Haas y hay que ver cuántas cosas sabes.

Pero ella no se deja desviar de su propósito.

– No es el derecho y el revés -dice Sigrid-, la felicidad y la infelicidad están repletas de cosas distintas.

– ¿Y qué es la felicidad, Sigrid? -y me pregunto, al hacer esta pregunta, si yo sabría decir en verdad lo que es la felicidad.

Aspira el humo de su cigarrillo y reflexiona.

– Es cuando uno comprueba que existe de verdad -dice.

Bebo un trago de alcohol y la miro.

– Es cuando la certeza de existir se hace tan aguda que uno siente ganas de gritar -dice.

– Quizá -digo- de dolor.

Sus ojos verdes me miran llenos de asombro. Como si no consiguiera imaginar que la certeza de existir, en toda su plenitud, pueda tener cualquier relación, del tipo que sea, con el dolor de existir.

– Los domingos, por ejemplo -le digo.

Espera una continuación que no llega.

– Warum ant Sonntag? -insiste.

Quizá sea verdad que ella no sabe nada, quizá sea verdad que ni siquiera sospecha la realidad de los domingos, en la linde del bosquecillo, frente a las alambradas electrificadas, el pueblo bajo sus tranquilas humaredas, la carretera que hace una curva y la llanura de Turingia, verde y fértil.

– Ven a bailar, luego te explicaré lo que es la felicidad.

Entonces ella se levanta y sonríe, meneando la cabeza.

– Tú no lo debes de saber -dice.

– ¿El qué?

– La felicidad -dice-, qué es.

– ¿Por qué?

– No debes de saberlo, eso es todo -dice.

– Claro que sí, es el valle del Mosela.

– ¿Ves? -dice Sigrid-, estás todo el rato recordando.

– No siempre. Más bien, estoy siempre olvidando.

– No importa -dice-, recuerdas, olvidas, siempre es el pasado lo que importa.

– ¿Y qué?

Andamos hacia la parte de la sala donde se baila.

– La felicidad, ya te lo he dicho, es siempre el presente, el instante mismo.

Está en mis brazos, bailamos y tengo ganas de reír.

– Eres reconfortante.

Está en mis brazos y es el presente, y pienso que debe de haber abandonado su país y su familia seguramente por el peso de este pasado del que no quiere asumir nada, ni la más mínima parcela, ni para bien ni para mal, ni como desquite ni como ejemplo, y que intenta sencillamente abolir, mediante una infinita sucesión de gestos sin mañana, de días sin raíces en mantillo alguno nutrido de hechos antiguos, únicamente días y noches, unos tras otros, y aquí, claro, en estos bares, entre esta gente fútilmente desarraigada, nadie le pide cuentas, nadie exige la verdad de su pasado, del pasado de su familia y de su país, pues podría ser inocentemente la hija del doctor Haas, la que trabaja de modelo en las revistas de modas, baila de noche y vive en la felicidad, en la aguda certeza, es decir, de existir.

– ¿Conoces Arosa?

Menea la cabeza, negativamente.

– Está en Suiza -le digo-, en la montaña.

– En Suiza todo está en la montaña -dice ella con una mueca desengañada.

Tengo que reconocer que es verdad.

– Sigue -dice ella.

– Hay un chalé, en Arosa, en la montaña, con una hermosa inscripción en letras góticas sobre la fachada.

Pero Sigrid no parece interesarse particularmente por la inscripción multicolor, en letras góticas, bajo el sol de las montañas, en Arosa.

– Glück und Unglück, beides trag in UnRuh' / alles geht vorü-ber und auch Du [25]*

– ¿Ésa es tu inscripción? -pregunta.

– Sí.

– No me gusta.

Ha parado la música, y esperamos que pongan otro disco en el tocadiscos.

– La felicidad -dice Sigrid-, quizás haya que tomarla con calma, y aun eso no es muy seguro. Más bien hay que aferrarse a ella, y eso no es mucha calma. Pero ¿la infelicidad? ¿Cómo se podría soportar con calma la infelicidad?

– No lo sé -digo-, ésa es la inscripción.

– Es una tontería. Y decir que todo pasa, ¿no te parece que es como no decir nada en absoluto?

– Por lo visto, no te gusta este noble pensamiento.

– No, lo que pasa es que tu historia es falsa.

– No es mi historia; es una hermosa inscripción gótica, en Arosa, bajo el sol de las montañas.

Bailamos de nuevo.

– En verdad, es más bien todo lo contrario.

– Se puede intentar -digo.

– ¿Intentar qué?

– Intentar darle la vuelta a este noble pensamiento, a ver lo que pasa.

Bailamos lentamente, y ella sonríe.

– De acuerdo -dice.

– Glück und Unglück, beides trag in Unruh' / alies bleibt in Ewigkeit, nicht Du [26]* Esto es lo que resultaría.

Reflexiona y frunce el ceño.

– Tampoco me gusta -dice.

– ¿Y entonces?

– Entonces, nada. Lo contrario de una estupidez siempre es otra estupidez.

Nos reímos juntos.

Cuando acabe esta velada, cuando recuerde esta velada, en la que, de repente, el recuerdo agudo de aquel pasado tan bien olvidado, tan perfectamente hundido en mi memoria, me despertó del sueño que era mi vida, cuando intente contar esta confusa velada, atravesada de acontecimientos tal vez fútiles, pero repletos para mí de significado, advertiré que la joven alemana de ojos verdes, Sigrid, cobra un particular relieve en el relato, advertiré que Sigrid, insensiblemente, se convierte en mi relato en el eje de esta velada, y luego de toda la noche. Sigrid, en mi relato, cobrará un particular relieve quizá naturalmente porque es, intenta con todas sus fuerzas ser, el olvido de aquel pasado que no se puede olvidar, la voluntad de olvidar aquel pasado que nada podrá abolir jamás, pero que Sigrid rechaza, expulsa de sí misma, de su vida, de todas las vidas de su alrededor, con su felicidad de cada momento presente, su aguda certeza de existir, opuesta a la aguda certeza de la muerte que aquel pasado hace rezumar como una áspera resma tonificante. Quizás este relieve, este grabado a punta seca subrayando el personaje de Sigrid en el relato que tendré eventualmente que hacer de esta velada, esta repentina y obsesionante importancia de Sigrid sólo procede de la extrema y abrasadora tensión que ella personifica, entre el peso de aquel pasado y el olvido de aquel pasado, como si su rostro liso y lavado por siglos de lluvia lenta y nórdica, que lo han pulido y modelado suavemente, su rostro eternamente puro y lozano, su cuerpo exactamente adaptado al apetito de perfección juvenil que siempre tiembla en el fondo de cada cual, y que debería provocar en todos los hombres que tienen ojos para ver, es decir, ojos realmente abiertos, realmente dispuestos a dejarse invadir por la realidad de las cosas existentes, provocar en todos ellos una urgencia desesperada de posesión, como si aquel rostro y aquel cuerpo, reproducidos por decenas, quién sabe, de millares de veces por las revistas de moda, no estuvieran allí más que para hacer olvidar el cuerpo y el rostro de Use Koch, aquel cuerpo recto y rechoncho, rectamente plantado sobre piernas rectas, firmes, aquel rostro duro y preciso, indiscutiblemente germánico, aquellos ojos claros, como los de Sigrid (aunque ni las fotografías, ni las imágenes de actualidades filmadas por aquel entonces, y desde entonces reproducidas, incluidas en los montajes de algunas películas, permitieran ver si los ojos claros de Use Koch eran verdes, como los de Sigrid, o bien claros, de un azul claro, o de un gris de acero, más bien de un gris de acero), aquellos ojos de Use Koch, clavados en el torso desnudo, en los brazos desnudos del deportado que había escogido como amante, algunas horas antes, su mirada recortando ya de antemano aquella piel blanca y enfermiza, según el punteado del tatuaje que la había atraído, su mirada imaginando ya el hermoso efecto de aquellas líneas azuladas, aquellas flores y aquellos veleros, aquellas serpientes y algas marinas, aquellas largas cabelleras femeninas y aquellas rosas de los vientos, aquellas olas marinas y aquellos veleros, una vez más, aquellos veleros desplegados como chillonas gaviotas, su hermoso efecto en la piel apergaminada que había cobrado, por algún tratamiento químico, un matiz marfileño, de las pantallas que cubrían todas las lámparas de su salón, donde, al caer la noche, allí mismo donde había hecho entrar, sonriente, al deportado elegido como instrumento de placer, doble, primero en el acto mismo del placer, y después en el otro placer mucho más duradero de su piel apergaminada, convenientemente tratada, ebúrnea, veteada por las líneas azuladas del tatuaje que daba a la pantalla un sello inimitable, allí mismo, tendida en un diván, reunía a los oficiales de las Waffen-SS alrededor de su marido, el comandante del campo, para escuchar a alguno de ellos tocar al piano alguna romanza o una verdadera obra para piano, algo serio, un concierto de Beethoven quizá; como si la risa de Sigrid, a la que tenía entre mis brazos, no estuviera aquí, tan joven, tan repleta de promesas, más que para borrar, para hacer volver al olvido definitivo aquella otra risa de Use Koch en el placer, en el doble placer del instante mismo y el de la pantalla que permanecería como un testimonio, como las conchas recogidas que se traen de un fin de semana a orillas del mar, o las flores secas en recuerdo de aquel placer del instante mismo.

вернуться

[25] * «Dicha y desdicha, tómalos con calma, / pues todo pasa, incluso tú.» (N. de los T.)

вернуться

[26] * «Dicha y desdicha, acógelas con inquietud, / pues todo es eterno, excepto tú.» (N. de los T.)