No parece tener miedo, se pregunta simplemente por qué quiero visitar su casa, pero al final abre la puerta y me deja entrar.
Atravieso despacio las habitaciones de la planta baja, con la mujer pisándome los talones. Ya no dice nada, yo tampoco digo nada, miro las vulgares habitaciones de una casa de campo cualquiera. No es exactamente una casa de campesinos, sino una casa de gente que vive en el campo, y me pregunto qué harán en la vida los habitantes de esta casa.
En realidad, las habitaciones de la planta baja no me interesan. Pues es desde el primer piso desde donde debe de haber una bonita vista sobre el campo. Una vista inexpugnable, desde luego. Paso deprisa de un cuarto a otro, con la mujer de pelo gris tras mis talones. Busco la escalera que debe de conducir al primer piso. Encuentro la escalera y subo al primer piso. La mujer se ha detenido un momento al pie de la escalera y mira cómo subo. Debe de preguntarse qué es lo que quiero, con toda seguridad. Por otra parte, no lo entendería si le explicara que sólo quiero mirar, sencillamente mirar. Mirar, no busco otra cosa. Mirar desde fuera aquel recinto donde hemos estado dando vueltas durante años. Nada más. Si le dijera que eso es sencillamente lo que quiero, sólo eso, no lo entendería, ¿cómo podría entenderlo? Es preciso haber estado dentro para entender esta necesidad física de mirar desde fuera. Ella no puede entenderlo, nadie de fuera lo podrá entender jamás. Me pregunto vagamente, mientras subo la escalera hacia el primer piso de la casa, si eso no significa que estoy algo perturbado, esta necesidad de mirar desde fuera el adentro donde dábamos vueltas sin cesar. Tal vez he perdido algún tornillo, como vulgarmente se dice. Esta posibilidad no está descartada. Quizá por eso Diego sonreía de soslayo. Dejémosle saciar esta pequeña manía, tal vez quería decir con su sonrisa de soslayo. De momento, todo esto no me preocupa. Tengo ganas de mirar desde afuera, y eso no es muy grave. No puede hacer daño a nadie. Es decir, sólo puede hacerme daño a mí mismo.
Llego a lo alto de la escalera, y dudo ante las tres puertas que dan al rellano. Pero la mujer de cabellos grises me ha alcanzado y se adelanta. Empuja una de las puertas.
– Das ist die Wobnstube [29]-dice.
Le dije que quería visitar su casa, y ella me hace visitar su casa. Empuja una puerta y me dice que aquí está el cuarto de estar. Es muy servicial la mujer de cabellos grises.
Entro en el cuarto de estar, y ya está, esto es lo que me esperaba. Pero no, sí soy sincero tengo que confesar que aunque me esperaba esto, esperaba también que fuera de otro modo. Era una esperanza insensata, desde luego, porque a menos de borrar el campo, a menos de tacharlo del paisaje, no podía ser de otra manera. Me acerco a las ventanas del cuarto de estar y veo el campo. Veo, encuadrada en el marco mismo de una de las ventanas, la chimenea cuadrada del crematorio. Entonces, miro. Quería ver, y veo. Quisiera estar muerto, pero veo, estoy vivo y veo.
La mujer de cabellos grises habla detrás de mí.
– Eine gemütlicbe Síube, nicht wahr? [30]
Me vuelvo hacía ella pero no consigo verla, no consigo enfocar su imagen, ni enfocar la imagen de esta habitación. ¿Cómo se puede traducir gemütlich? Intento aferrar-me a este pequeño problema real, pero no lo consigo, resbalo por encima de este pequeño problema real, me deslizo en la hiriente y algodonosa pesadilla en la que se yergue, justo en el marco de una de las ventanas, la chimenea del crematorio. ¿Cuál seria la reacción de Hans, si estuviera aquí, en mi lugar? Seguro que no se dejaría hundir en esta pesadilla,
– AS atardecer -pregunto-, ¿estaban ustedes en esta habitación?
Ella me mira.
– Sí -dice-, siempre estamos en esta habitación.
– ¿Viven ustedes aquí desde hace tiempo? -pregunto.
– ¡Oh, sí! -dice ella-, desde hace mucho tiempo.
– Al atardecer -le pregunto, pero en realidad ya no es una pregunta, pues no puede haber duda alguna al respecto-, al atardecer, cuando las llamas desbordaban la chimenea del crematorio, ¿veían ustedes las llamas del crematorio?
Se sobresalta bruscamente y se lleva la mano j la garganta. Da un paso atrás y ahora tiene miedo. Hasta ahora no había tenido miedo, pero ahora sí tiene miedo.
– Mis dos hijos -dice-, mis dos hijos han muerto en la guerra.
Me echa como pasto los cadáveres de sus dos hijos, se protege tras los cuerpos inanimados de sus dos hijos muertos en la guerra. Intenta hacerme creer que todos los sufrimientos son iguales, que todas las muertes pesan lo mismo. Al peso de todos mis compañeros muertos, aí peso de sus cenizas, opone el peso de su propio sufrimiento. Pero no todas las muertes tienen el mismo peso, por supuesto. Ningún cadáver del ejército alemán pesará jamás el peso en humo de uno de mis compañeros muertos.
– Así lo espero, espero que hayan muerto.
Ella retrocede otro paso y se encuentra pegada a la pared.
Voy a marcharme. Voy a abandonar este cuarto -¿cómo se traduce gemütlicb?- para salir a la luz de la primavera, voy a reunirme con los compañeros, voy a volver a mi encierro, para intentar hablar con Walter esta noche, ya hace doce años que está encerrado, hace doce años que mastica lentamente el pan negro de los campos con su mandíbula partida por ía Gestapo, hace doce años que comparte con sus compañeros e¡ pan negro de los campos, hace doce años que ostenta su invencible sonrisa. Me acuerdo de Walter, aquel día en que escuchábamos por la radio las noticias de la gran ofensiva soviética, la última ofensiva, la que invadió hasta el corazón mismo de Alemania. Recuerdo que Walter lloraba de alegría, porque esta derrota de su país podía ser la victoria de su país. Lloraba de alegría, porque sabía que ahora ya podía morir. Es decir, ahora tenía no sólo razones para vivir, sino también razones para haber vivido. En el 39, en el 40, en el 41, las SS les reunían en la plaza de formaciones, para que escucharan, en posición de firmes, los partes de victoria del Estado Mayor nazi. Entonces, Walter me lo había dicho, apretaban los dientes, y se juraban a sí mismos que aguantarían hasta el final, pasara lo que pasara. Y he aquí que habían aguantado. La mayoría de ellos había muerto, e incluso los supervivientes estaban heridos de muerte, nunca serían vivos como los demás, pero habían aguantado. Walter lloraba de alegría, había resistido, había sido digno de sí mismo, de esta concepción del mundo que él mismo había escogido, hacía ya mucho tiempo, en una fábrica de Wuppertal. Tenía que encontrar a Walter esta noche, tenía que hablar con él.
La mujer de cabellos grises se apoya en la pared y me mira.
No tengo fuerzas para decirle que comprendo su dolor, que respeto su dolor. Comprendo que la muerte de sus dos hijos sea para ella lo más atroz, lo más injusto. No tengo fuerzas para decirle que comprendo su dolor pero que al mismo tiempo me alegro de que sus dos hijos hayan muerto, es decir, que me alegro de que el ejército alemán haya sido aniquilado. No tengo ya fuerzas para decirle todo esto.
Paso por delante de ella, bajo la escalera a todo correr, y sigo corriendo por el jardín y por la carretera, hacia el campo, hacia los compañeros.
– Que no -dice el chico de Semur-, nunca me has contado esta historia.
Estaba persuadido, sin embargo, de que ya se la había contado. Desde que el tren dejó esta estación alemana, vamos a gran velocidad. El chico de Semur y yo hemos empezado a contarnos nuestros recuerdos del maquis, en Semur precisamente.
– ¿No te he contado lo de la moto? -le pregunto.
– Que no, tío -dice.
Entonces se lo cuento, y recuerda muy bien, en efecto, aquella moto que se había quedado en la serrería, la noche en que les sorprendieron los alemanes.
– Estabais locos -dice cuando le explico cómo fuimos a buscar la moto aquélla, Julien y yo.
– ¿Qué querías que hiciéramos? A Julien le fastidiaba mucho que se perdiera la moto.