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Pero hoy está desierta la avenida, bajo el sol de abril. Un jeep americano da la vuelta allá lejos, en el cruce de los cuarteles de la división Totenkopf.

Me vuelvo y camino, hacia la reja de entrada.

Tengo que encontrar a Diego, o a Walter. Tengo ganas de hablar con los compañeros. Enseño mi salvoconducto al centinela americano y miro la inscripción en grandes letras de hierro forjado que está encima de la verja, «arbeit macht freí. [31]» Es una hermosa máxima paternalista, nos encerraron aquí por nuestro bien, nos enseñaron la libertad mediante los trabajos forzados. Es una hermosa máxima, sin duda alguna, y no una prueba del humor negro de los SS, se trata simplemente de que los de las SS están convencidos de que tienen razón.

Franqueo la verja y recorro las calles del campo, al azar, mirando a derecha y a izquierda por si veo algún compañero.

Y es entonces, en la gran alameda que bordea el edificio de las cocinas, en la esquina del bloque 34, cuando veo a Émil. Está de pie al sol, con los brazos caídos, mirando al frente con la mirada vacía.

He pensado en Émil no hace mucho tiempo, me acordé de él hace algunas semanas, en los días en que detuvieron a Alfredo. Me preguntaba, en aquellos días de la detención de Alfredo, por qué uno resiste o no ante la policía, bajo la tortura. Alfredo había resistido, y me acordé de Émil, al pensar, en aquellos días, en por qué unos resisten y otros no. Pero lo más grave, lo que más se presta a la reflexión, es la dificultad, la imposibilidad casi, de establecer los criterios racionales de la fuerza de unos y la debilidad de otros. Pensaba en todo aquello porque la prueba puramente empírica, éste ha resistido, aquel otro no, no me satisfacía completamente. Alfredo, era un jueves, teníamos cita a las once. Hacía viento, un soplo seco y cortante que bajaba de las cumbres nevadas. Esperé a Alfredo un cuarto de hora, esos quince minutos de intervalo que uno se da antes de pensar que ha ocurrido algo. Pasaron los quince minutos, algo había ocurrido. Primero se piensa en un impedimento cualquiera, un acontecimiento baladí, aunque imprevisto. Se aparta del pensamiento la idea de algo grave, de algo realmente grave. Pero una angustia sorda comienza a corroer el corazón, una dolorosa contracción de todos los músculos internos. Encendí un cigarrillo y me marché, pese a todo llevamos a cabo la reunión. Luego llamé a Alfredo desde un teléfono público. Respondió una voz de hombre que no era la suya. ¿Sería su padre? No podía afirmarlo. La voz insistía en saber mi nombre, en saber quién llamaba a Alfredo. La voz decía que Alfredo estaba enfermo, que pasara a verle a su casa, que se alegraría de tener visita. Dije: «Claro está, señor; seguro, señor; muchas gracias, señor». Fuera, permanecí de pie sobre la acera, pensando en aquella voz. No era el padre de Alfredo, desde luego. Era una trampa, sencillamente, una trampa de las más viejas. Fumaba un cigarrillo que tenía un sabor amargo, de pie en el viento helado de las cumbres nevadas, y pensaba que era preciso poner en marcha inmediatamente las medidas de seguridad, que era necesario intentar cortar los hilos que unían a Alfredo con la organización. En cuanto a lo demás, todo dependía de Alfredo, de que resistiera o no.

Fumaba mi cigarrillo y me invadía la sensación de lo ya vivido, esa amargura de los gestos frecuentemente repetidos y que habría que repetir aún más veces. Por otra parte no era muy complicado, un trabajo de rutina, en suma, unas cuantas llamadas telefónicas y algunas visitas, eso era todo lo que había que hacer. Después, no quedaría sino esperar. Dentro de unas horas recibiríamos noticias, procedentes de diversos lugares y transmitidas a veces por las vías más imprevistas. El sereno habrá visto salir a Alfredo a las tres de la madrugada, esposado y rodeado de policías. Lo habrá comunicado al amanecer al panadero que tiene la tienda seis casas más arriba, y resulta que este último está relacionado con una de nuestras organizaciones de barrio. Dentro de una hora sonarán algunos teléfonos y se oirán frases extrañas: «Buenos días, señor; le llamo de parte de Roberto, para decirle que el pedido será entregado a las dos», lo cual deja entender que hay que acudir a un lugar convenido para enterarse de una noticia importante. Dentro de unas horas, habremos creado en torno a Alfredo una zona de vacío, de silencios, de puertas cerradas, de ausencias imprevistas, de paquetes cambiados de lugar, de documentos colocados en sitios seguros, de esperas de mujeres una vez más, otra vez todavía, como sucede a menudo desde hace veinte años, desde hace más de veinte años. Dentro de unas horas habremos tejido la más espesa red de gestos solidarios, de pensamientos que afrontan, cada cual por sí mismo y en su propio silencio, la tortura de este compañero que puede ser mañana nuestra propia tortura. Tendremos informaciones, una primera idea de los orígenes de la detención de Alfredo y de sus consecuencias, y podremos deducir si está relacionada con alguna operación de envergadura. Por fin tendremos datos concretos sobre los cuales trabajar para evitar los golpes en la medida de lo posible.

Sólo quedaba esperar. Era el final del otoño, dieciséis años después de aquel otro otoño, en Auxerre. Recuerdo, había rosas en el jardín de la Gestapo. Tiraba un cigarrillo, encendía otro nuevo y pensaba en Alfredo. Pensaba que él iba a resistir, no solamente porque las torturas ya no son lo que eran antes. Pensaba que resistiría de todas formas, incluso entonces lo pensaba, o que habría muerto durante la tortura. Pensaba en todo esto e intentaba esbozar los elementos racionales de este pensamiento, los puntos estables sobre los que descansaba esta espontánea convicción. Cuando se piensa en ello, resulta pavoroso verse obligado, desde hace años, a escudriñar la mirada de los compañeros, a estar atento a los posibles fallos de su voz,-; a sus gestos en tal o cual circunstancia, a su manera de reaccionar ante tal acontecimiento, para intentar hacerse una idea de su capacidad de resistir, eventualmente, a la tortura. Pero es un problema práctico que hay que tener en cuenta, absolutamente, sería criminal no tenerlo en: cuenta. Es pavoroso que la tortura sea un problema práctico, que la capacidad de resistir a la tortura sea un problema práctico que haya que considerar desde un punto; de vista práctico. Pero es un hecho, nosotros no lo hemos; elegido, y estamos obligados a tenerlo en cuenta. Un hombre debería poder ser un hombre aun cuando no fuese capaz de resistir a la tortura, pero he aquí que tal como están las cosas un hombre deja de ser el hombre que era, que podría llegar a ser, si cede ante la tortura, si denuncia a los compañeros. Tal como están las cosas, la posibilidad de ser hombre está ligada a la posibilidad de la tortura, a la posibilidad de ceder bajo la tortura.

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[31] «El trabajo os hace libres.» (N. de los T.)