El hecho es que Hans se había quedado en el grupo de cobertura.
– Aquel tipo, alto, de gafas, compañero suyo -dice el muchacho de la granja-, Philippe, me parece que le llamaban así, pues fue él quien cogió el fusil ametrallador al final.
La granjera nos sirve la comida, se queda de pie, apoyada con las dos manos en el respaldo de una silla, mira a su hijo y su mirada es una lluvia de abril atravesada de sol, una alegría de gotitas brillantes, un chubasco que cae sobre el rostro inclinado, pensativo y mascullante de su hijo, que vuelve a anudar los hilos del recuerdo de aquella matanza de la que salió sano y salvo, oh, su hijo sano y salvo, al lado de ella, vivo, alegre o taciturno, murmurando: «tengo hambre, mamá; tengo sed, mamá; dame de beber, mamá».
– ¿No comes, madre? -pregunta el granjero.
Así, esta historia comenzaba a tomar un buen sesgo, pero siempre llegaba un momento en el que de repente Hans desaparecía. Aquel tipo en el tren, aquella voz anónima en la penumbra del vagón con la que todo había comenzado, también hablaba de Hans con cierta precisión hasta el momento en que empezó la desbandada. Y ahora este muchacho, el hijo de estos granjeros, cerca de Laígnes, tomaba el relevo dando otros detalles sobre los mismos hechos, otra visión de los hechos que prolongaba la historia, pues había permanecido cerca de Hans durante más tiempo, había formado parte de un grupo de jóvenes campesinos de la región que no se habían replegado, que no habían intentado liberarse de la ofensiva alemana refugiándose en las espesuras del bosque, sino que, por el contrario, sacando provecho de su conocimiento de todos los senderos, de los atajos, de los setos, bosquecillos, claros, pendientes, taludes, granjas y tierras de labranza o de pastos, habían franqueado las líneas alemanas, cuando cayó la noche, siempre hacia adelante, reptando en algún momento dado entre los centinelas de las SS, y algunos habían conseguido refugiarse en granjas amigas, más lejos, las puertas se abrían de noche para dejarles entrar, con toda la familia en pie, en medio de la oscuridad, los postigos cerrados, todos jadeantes, escuchando el ruido de las ametralladoras de las SS en la noche, en las montañas del «Tabou».
Y aquel relato del muchacho de Laignes, del hijo de estos granjeros de Laignes, me recuerda otro, es decir, más exactamente, mientras aquel muchacho desgrana su relato, tropezando en las frases, como aquella noche en las raíces, las piedras y los abrojos, otra marcha nocturna acude a mi memoria, es decir, la idea de que tendría que acordarme de otra marcha nocturna, que ésta me recuerda, sin desvelar todavía, sin que sepa todavía de qué otra marcha se trata, ni de quién era el que marchaba, ronda por los confines de mi memoria, bulle suavemente bajo este relato y las evocaciones de este relato. Pero el hecho es que Hans, en esta historia, llega un momento en que desaparece. Y compruebo repentinamente que jamás volveremos a encontrar el rastro de Hans.
Por su parte, Bloch aceptaba su condición de judío. Eso le asustaba, desde luego, sus labios estaban lívidos y temblaba cuando le encontré en medio de la calle Soufflot, y eché a andar con él hacia el liceo Henri IV. La aceptaba, es decir, se instalaba en ella de sopetón, de golpe, con resignación (y hasta quizás, aunque no me atrevo sin embargo a jurarlo, con una resignación jubilosa, con una especie de júbilo al resignarse, al aceptar esta condición de judío, hoy infamante y que comporta riesgos, pero estos riesgos estaban ya inscritos, debía de pensar él, con aquella especie de alegría repleta de tristeza, inscritos desde siempre en su condición de judío: diferente ayer de los demás interiormente, hoy la diferencia se hacía visible, estrellada de amarillo), con espanto y alegría, con cierto orgullo, por qué no, un orgullo corrosivo, ácido, autodestructor.
– Sería mejor para ti que me dejaras solo, Manuel -me dice hacia la mitad de la calle Souffiot, mientras caminamos, pues precisamente esta mañana tenemos clase de filosofía.
– ¿Por qué? -pregunto, aunque ya sé por qué, pero quisiera que él dijera el porqué.
– Ya lo ves -dice; hace un gesto con el mentón hacia la estrella amarilla, cosida sobre su abrigo gris.
Entonces me echo a reír, y temo que haya habido en mi risa -y si así fuera quisiera excusarme como fuese- cierto matiz de desprecio, exactamente, algo altivo y frío, que haya podido herir justamente este orgullo de Bloch, este orgullo triste de saber que por fin estallaba a la luz, para lo peor, y no para lo mejor, sólo para lo peor, esta verdad monstruosa de su diferencia con respecto a nosotros.
– ¿Y qué? -le digo-, yo no voy a entrar en su juego, ¿no crees?
– ¿Qué juego? -dice, mientras seguimos caminando juntos, al mismo paso.
– Tal vez no se trate de un juego -preciso-, ese intento, esa decisión de aislaros, de marginaros.
– Pero es cierto -dice, y ha sonreído, y es en ese preciso momento cuando he sospechado esta dosis de triste orgullo corrosivo que podía haber en su sonrisa.
– Eso -le digo- es asunto tuyo, aceptarlo o no. Pero lo que es asunto mío, y tú no vas a cambiarlo, es precisamente no tenerlo en cuenta. En esto tú no intervienes, es asunto mío.
Inclina la cabeza y no dice nada, y llegamos al Henri IV en el momento en que suena la campana y corremos hacia la clase de filosofía, Bertrand va a explicarnos una vez más por qué y cómo el espíritu es creador de sí mismo y yo voy una vez más también a simular que creo en esta fantasmagoría.
Fue al día siguiente, creo, o en todo caso poco después de aquel día en el que Bloch se presentó con su estrella amarilla -y éramos una clase de filosofía de buenos franceses, sin mancha, no había más que aquella sola, aquella solitaria estrella amarilla de Bloch, por lo mismo mucho más visible (en cuanto a mí, las cosas volvieron a su cauce más tarde, cuando llevé, no ya una estrella, sino un triángulo rojo con el vértice hacia abajo, apuntando al corazón, mi triángulo rojo de rojo español, con una «S» encima)-, al día siguiente, pues, o quizá dos días más tarde, cuando el profesor de matemáticas se creyó obligado a hacer algunos comentarios sobre esta estrella amarilla, sobre los judíos en general y el mundo tal cual era. Bloch me miró, sonreía como el otro día en la calle Souffiot, guardaba su compostura, no era más que la primera etapa de aquel largo sacrificio que sería su vida a partir de ahora, todo esto estaba escrito en los textos, y sonreía, pensando ya, con toda seguridad, en los sacrificios futuros, que también estaban escritos, también inscritos, también descritos. Pero ni Bloch, ni yo, ni nadie, habíamos pensado en Le Cloarec, habíamos olvidado que siempre hay, en alguna parte, un bretón dispuesto a hacer de las suyas. Le Cloarec se hizo cargo del problema, por las buenas. En noviembre, a principios del curso, estuvimos juntos, en la plaza de l'Étoile, después de habernos puesto de acuerdo, con risotadas y palmadas en la espalda, sobre los puntos siguientes: primero, nos cagábamos en la guerra del 14 al 18, nos reventaba, y nos cagábamos en las tumbas de los soldados desconocidos, no en los soldados desconocidos, sino en las tumbas que se les han erigido, tras haberles enviado a morir de incógnito; esto era el punto de partida, decía Le Cloarec, la referencia abstracta intencional de nuestro acto, añadía, y yo añadía además (y de ahí las risotadas y las palmadas en la espalda), que se trataba del horizonte en el que se desvelaba la consistencia última, la ultimidad consistente de nuestro proyecto, hacia la cual nuestro proyecto se extasiaba; pero, entretanto, decía Le Cloarec, seamos concretos, volvamos a lo concreto, y yo, arrojémonos, sumerjámonos en la desordenada utensibilidad del mundo concreto, es decir, mierda para la guerra imperialista y para los imperialistas por lo tanto, y, entre ellos, nos cagamos particularmente en los imperialistas más particularmente agresivos, virulentos y triunfalistas, en los nazis; entonces, en la práctica, vamos a participar en una manifestación patriótica ante la tumba del soldado desconocido, yo, bretón, y tú, meteco, cerdo español, rojo de mis cojones, porque precisamente hoy esto es lo que más puede joder a los nazis y a todos sus amiguitos que están en la plaza, esto es, precisamente a quienes han instalado esta tumba del soldado desconocido; y ya está, se había rizado el rizo, metódica y dialécticamente, y de ahí las grandes palmadas en la espalda. De todas formas, hubiéramos ido a esta marcha sobre la plaza de l'Étoile, todo esto no era más que para nuestra vanidad personal, hubiéramos marchado con otros centenares de estudiantes (no pensaba que fuéramos tan numerosos), bajo el cielo gris de noviembre, hubiéramos forzado esa barrera de polis franceses, a la altura de la calle Marbeuf (Le Cloarec era una fuerza de la naturaleza) y hubiéramos visto desembocar por la avenida Georges V esa columna de soldados alemanes en uniforme de combate, con ese ruido mecánico y gutural de las botas, las armas y las voces de mando; de todas formas hubiéramos arremetido hasta la plaza de l'Étoile, pues eso era lo que había que hacer.