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Entonces, Le Cloarec se hizo cargo del problema, por las buenas.

Cuando nos expuso su plan, le dije: «Ya ves, hasta hay ideas en esta cabecita de bretón bretonante, bretonador, bretonizado». Y él se echó a reír. Y los otros gritaron: «Ouest-État», a coro, con voz estentórea que hizo volverse hacia nosotros la cabeza de corso, de chulo corso, o de poli corso, del vigilante jefe. Pero estábamos en el patio, durante el recreo, y no podía decir nada. Esta broma la había inventado yo, con gran alegría por parte de Le Cloarec. Es tan bretón, este Le Cloarec, dije a losdemás, que su padre no sabía más que dos palabras de francés, y estas dos palabras las gritaba con todas sus fuerzas, en la guerra del 14 al 18, cuando se lanzaba al asalto de las trincheras alemanas, dos palabras que para su padre resumían la grandeza de Francia, el espíritu cartesiano, las conquistas de 1789, estas dos palabras: «Ouest-État», que había aprendido a leer en los vagones de la compañía de ferrocarriles que servían Bretaña. Y ellos, después, se reían y gritaban a coro «Ouest-État» cada vez que Le Cloarec hacía de las suyas, y las hacía muy a menudo. Pero cuando yo les decía que no había inventado nada, que esta historia se encuentra en Ciaudel, en un libro del ilustre embajador de Francia, las Conversations dam le Loir-et-Cber, me parece, no querían creerme. «Lo acicalas demasiado», me decía Le Cloarec. «Les tienes rabia a nuestras glorias nacionales», decía Raoul. Por mucho que insistiera, diciéndoles que todo esto lo cuenta Ciaudel, pero seriamente, con lágrimas en las líneas, y extasiándose con este «Ouest-État», no querían creerme. Ni siquiera pensaban en ir a comprobar la verdad de mí afirmación, pues habían decidido que era pura perversidad por mi parte atribuir a Ciaudel semejante tontería.

Así pues, como decía, Le Cloarec se hizo cargo del problema. Todos estuvieron de acuerdo en colaborar con el proyecto del bretón. «Ouest-État», este gran grito druí-dico, era la señal de adhesión, la consigna aullada o susurrada de la acción preparada. Todos, excepto Pinel, claro está. Pinel era el buen alumno en toda su repulsión, siempre entre los tres primeros, en cualquier asignatura, como si se pudiera ser de los tres primeros en todo, sin hacer trampas consigo mismo, sin forzarse de manera estúpida a interesarse en materias que en verdad no tienen el más mínimo interés. Pinel había dicho que no contásemos con él, el proyecto le había escandalizado, nosotros le pusimos de vuelta y media y desde entonces le hicimos, en la medida de lo posible, la vida imposible. En la siguiente clase de matemáticas, así pues, cuando entró Rabión sin mirar a nadie (era de baja estatura y aguardaba a subir al estrado para lanzarnos su mirada fulminante), todos, excepto Pinel, habíamos cosido a nuestro pecho una estrella amarilla, con las cinco letras de «judío» veteando de negro el fondo amarillo de la estrella. Bloch estaba como fuera de sí, hay que decirlo, y murmuraba en voz baja que estábamos todos locos, que era una locura, y Pinel se mantenía muy tieso, inflando el pecho para que se viera que él no llevaba la estrella amarilla. Rabión, como siempre, una vez en el estrado, de pie, él, el matemático, fulminó con la mirada a esta clase de filosofastros y malas cabezas («Filo 2» era una clase tradicionalmente de buenos en redacción y malas cabezas mezclados, no sé si esta tradición se conserva todavía en el liceo Henri IV) y su mirada, de repente, se tornó fija, vidriosa, su boca se hundió, y yo no veía más que la nuez de su garganta subir y bajar en una especie de movimiento espasmódico, Rabión, atacado por sorpresa, desprevenido, por este gran puñetazo en sus cochinos morros, por esta marea de estrellas amarillas que rompía sobre él, extendiéndose como una oleada antes de estallar en lo alto, sobre los grádenos de la clase. Rabión abrió la boca, yo hubiera apostado que iba a vociferar, pero su boca permaneció abierta sin que ningún sonido saliera de ella, y su nuez, en su garganta, se desplazaba espasmódicamente de arriba abajo de su cuello esquelético. Se quedó así, durante un tiempo infinito, mientras en la clase reinaba un silencio absoluto, hasta que finalmente, Rabión tuvo una reacción inesperada, se volvió hacia Pinel, y con voz áspera, hiriente y desesperada comenzó a ponerle de vuelta y media, y Pinel se quedó viendo visiones: «Usted siempre quiere distinguirse, Pinel», le decía, «nunca hace usted como los demás», y cruzó sobre Pinel el fuego de todas sus baterías, de todas sus preguntas, le hizo recitar toda la cosmografía, todas las matemáticas aprendidas, si se puede decir (Pinel sí, las había aprendido), desde el principio del curso hasta ahora. Y se marchó, cuando dio la hora, sin decir una sola palabra, y fue el grito unánime de «Ouest-État» el que saludó la victoria de Le Cloarec, nuestra victoria, y añadimos algún que otro «Pinel al paredón» para que hiciera juego.

– Pero no -digo-, era alemán.

El granjero me mira, sin comprender. Su hijo, este muchacho que sobrevivió a la matanza del «Tabou», me mira también. La madre no está aquí, ha ido a buscar algo.

– ¿Cómo? -dice el granjero.

Había dicho, en uno de los momentos en que subrayaba el relato de su hijo con alguna consideración general sobre la vida y los hombres, que con franceses como aquél, como este Philippe amigo nuestro, nunca se hubiera perdido Francia.

– Era alemán -digo-, no era francés, sino alemán.

Michel me mira, con aire cansado, debe de pensar que voy otra vez a fastidiar a todo el mundo con mi costumbre de poner las cosas en su sitio, los puntos sobre las íes.

– Más aún -digo-, era judío, judío alemán.

Michel, con aire cansado, explica con mayor claridad que este Philippe era Hans, y por qué este Hans se convirtió en Philippe. Esto les deja pensativos, inclinan la cabeza, hay que decir que les impresiona. Era judío alemán, pienso, y no quería morir como un judío, pero precisamente nosotros no sabemos cómo murió. He visto morir a otros judíos, en cantidad, que morían como judíos, es decir, sólo porque eran judíos, como si pensaran que ser judíos era una razón suficiente para morir así, para dejarse matar así.