Pero sucedía que nosotros no sabíamos cómo había muerto Hans. Sencillamente, siempre llegaba un momento en esta historia, en este relato de la matanza del «Tabou», fuera quien fuese quien lo contaba, un momento en el que Hans desaparecía.
Pisoteábamos esa hierba, entre los altos árboles del bosque alrededor de lo que había sido el «Tabou», al día siguiente (quizás) y es aquí, exactamente, donde Hans desapareció. Michel camina delante, y golpea los tallos de las altas hierbas con el extremo de una varita flexible. Me detengo un instante a escuchar el bosque. Sería necesario tener más a menudo tiempo, u ocasión, de escuchar el bosque. He pasado siglos enteros de mi vida sin poder escuchar el bosque. Me detengo y escucho. Esta alegría sorda, paralizadora, arraiga en la certeza de la absoluta contingencia de mi presencia aquí, de mi inutilidad radical. No soy necesario para que este bosque exista, susurrante, y éste es el origen de esta sorda alegría. Michel se aleja entre los árboles y aquí es donde Hans desapareció. Para terminar, fue él quien cogió el fusil ametrallador, decía este muchacho ayer (quién sabe, quizás anteayer). Hans no tuvo tiempo para escuchar el bosque, en la noche invernal, sólo escuchaba los ruidos secos de los disparos, en desorden, a su alrededor, en esta noche de invierno en la que tuvo lugar la matanza del «Tabou». Se quedó solo al final, aferrado a su fusil ametrallador, y muy contento, pienso, de arrebatar a los de las SS una muerte amasada de resignación, y de imponerles esta muerte brutal y peligrosa para los asesinos mismos, imponerles esta muerte asesina, en la noche ciega y desordenada en que tuvo lugar la matanza del «Tabou». Michael vuelve hacia mí y grita.
– ¡Eh! -grita.
– Escucho -le contesto.
– ¿Y qué escuchas? -pregunta.
– Escucho, sencillamente.
Michel deja de segar los tallos altos de las hierbas y escucha, a su vez.
– ¿Y qué? -dice luego.
– Nada.
Camino hacia donde está él, de pie, con la varita flexible en la mano con la que segaba los tallos de las hierbas altas. Le ofrezco un cigarrillo. Fumamos en silencio.
– ¿Dónde estaba el campamento, lo recuerdas? -pregunta Michel.
– Por ahí -digo-, hacia la derecha.
Nos ponemos en marcha otra vez. Ahora el bosque está mudo. El ruido de nuestros pasos hace callar al bosque.
– ¿Eres tú quien me ha contado una historia de una marcha por el bosque, por la noche, una larga marcha por el bosque durante noches y noches? -pregunto a Michel.
Me mira, y mira después a su alrededor. Caminamos por el bosque pero es de día, en primavera.
– No sé de qué me hablas -dice Michel-, no, no recuerdo ninguna marcha nocturna por el bosque de la que te haya hablado.
Vuelve a segar las hierbas altas, con un gesto amplio y preciso. Creo que terminará poniéndome nervioso; creo que pronto voy a estar harto de verle hacer este gesto, mil veces repetido mecánicamente.
– ‹Y qué es esta historia de marcha? -pregunta.
– Desde que ese tipo nos ha contado su fuga a través del bosque, la noche del «Tabou», tengo la sensación de que voy a recordar otra marcha nocturna por el bosque. Es otra historia, y en otro lugar, pero no consigo acordarme.
– Eso sucede a veces -dice Michel. Y vuelve a segar las hierbas.
Pero desembocamos en el claro donde estaba el campamento, y no tengo ocasión de decirle que pronto me va a poner nervioso.
Las cabañas, recuerdo, eran medio subterráneas. Los muchachos habían cavado la tierra profundamente, y habían apuntalado con tablas las paredes. Apenas un metro de tablas y bálago sobresalía de la tierra. Había tres cabañas así dispuestas en los tres vértices de un posible triángulo, y en cada una de ellas había espacio para alojar por lo menos diez muchachos. Más lejos, al fondo del claro, habían construido una especie de cobertizo para los dos Citroen, el 402 y la camioneta. Los bidones de gasolina, ocultos bajo lonas y ramaje, estaban también en este lado del claro; todo aquello debió de arder, la noche del «Tabou». Todavía se ven zonas grises y rojizas, entre los matorrales, y árboles medio calcinados. Nos acercamos al centro del claro, al lugar donde se encontraban las cabañas. Pero el bosque está borrando todas las huellas de aquella vida de hace tres años, de aquella muerte tan antigua. Todavía se distinguen, bajo montones de tierra removida, trozos de tablas podridas y algunos pedazos de chatarra. Pero todo esto está perdiendo su aspecto humano, su apariencia de objetos creados por el hombre para necesidades humanas. Estas tablas volverán a convertirse de nuevo en madera, madera podrida, claro está, madera muerta, visiblemente, pero madera que escapa de nuevo a todo destino humano, que ha regresado otra vez al ciclo de las estaciones, al ciclo de la vida y la muerte vegetativas. Sólo un gran esfuerzo de atención permitiría volver a encontrar de nuevo, aún, la forma de una escudilla, de una taza de hojalata, de una culata móvil de una metralleta Sten. Esta chatarra regresa al mundo mineral, al proceso de intercambio con el mantillo en que está enterrada. El bosque está borrando todo rastro de vida antigua, de esta muerte ya vieja, y envejecida, del «Tabou». Y aquí estamos, dando con el pie sin razón ninguna, removiendo con el pie los vestigios de este pasado que las altas hierbas borran, que los helechos oprimen en sus brazos múltiples y susurrantes.
Me decía, hace algunas semanas, me decía que me gustaría mucho ver eso mismo, las hierbas y los matorrales, las zarzas y las raíces socavando al curso de las estaciones, bajo la lluvia persistente del Ettersberg, bajo la nieve del invierno, bajo el sol de abril breve y rumoroso, socavando sin descanso, obstinadamente, con esa obstinación desmesurada de las cosas naturales, entre los crujidos de las maderas separadas y el desmenuzamiento polvoriento del cemento que estallaría bajo el empuje del bosque de hayas, socavando sin cesar este paisaje humano en el flanco de la colina, este campo construido por los hombres, las hierbas y las raices volviendo a cubrir este paisaje del campo de concentración. Primero se derrumbarían los barracones de madera, los del Campo Grande, de un verde tan bonito, confundiéndose fácilmente, y enseguida ahogados por la invasora marea de las hierbas y arbolillos, y después los bloques de cemento de dos pisos, y por último, ciertamente, mucho después de las demás construcciones, muchos años más tarde, permaneciendo en pie la mayor cantidad de tiempo posible, como un recuerdo o un testimonio, la señal más específica de este conjunto, la cuadrada y maciza chimenea del crematorio, hasta el día en que las zarzas y las raíces hayan vencido también esta salvaje resistencia de la piedra y el ladrillo, esta obstinada resistencia de la muerte erigida en medio de montones de matorrales verdes recubriendo lo que fue un campo de exterminio, y, más aún, quizás, estas sombras de humo denso, negro, veteado de amarillo, flotantes en el paisaje, este olor a carne quemada que tiembla todavía sobre este paisaje, cuando los últimos supervivientes, todos nosotros, hayamos desaparecido hace ya mucho tiempo, cuando ya no quede ningún recuerdo real de todo esto, sino sólo recuerdos de recuerdos, relatos de recuerdos narrados por quienes ya nunca sabrán verdaderamente (como se sabe la acidez de un limón, lo lanoso de un tejido, la suavidad de un hombro) lo que todo esto, en realidad, ha sido.
– Bien -dice Michel-, no hay nada más que buscar aquí.
Y abandonamos el claro del bosque por el lado por donde los muchachos habían construido una pista para los vehículos. La pista conducía a este camino forestal que desembocaba en la carretera, algunos centenares de metros más abajo. Michel se para otra vez.