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– Me pregunto si los centinelas estaban en su puesto aquel día -dice, frunciendo el ceño.

– ¿Cómo? -digo.

Miro a Michel y no comprendo qué importancia puede tener, a estas alturas, este detalle.

– Pero sí, acuérdate -dice-, aquella vez lo hicimos adrede, para ver qué pasaba, caímos sobre ellos, en el claro, y los centinelas no estaban en sus puestos.

Sí, lo recuerdo, nos acercamos a ellos de improviso, cualquier patrulla de la Feld, de ronda, hubiera podido hacer lo mismo. Y nos peleamos con los muchachos del «Tabou» por esa causa.

– Pero ¿qué importancia tiene eso ahora? -pregunto.

– No importa -dice Michel-, pero debieron de dejarse sorprender, estoy seguro.

– Empiezas a tener espíritu militar, está bien para un ex alumno de la Escuela Normal Superior.

Me mira y sonríe.

– Tienes razón -dice-, dejémoslo.

– De todas formas -digo-, si las SS vinieron en tromba, con centinelas o no, debieron de darse cuenta.

– Sí -dice Michel inclinando la cabeza-, ¿vamos ahora hasta la granja?

– Desde luego, mi capitán, pero pasen ustedes, mi capitán -dice el granjero.

Nos hace señas para que entremos, pero antes de seguir a mi capitán al interior, me vuelvo y miro. La granja se levanta a unos doscientos metros del lindero del bosque, y domina un gran trecho de los zigzags del camino que asciende hacía el «Tabou». Debieron de ver llegar los camiones de las SS, y me pregunto si tuvieron tiempo para avisar a los muchachos. Seguramente lo hicieron, si les dio tiempo, estos granjeros estaban en muy buenas relaciones con los muchachos del «Tabou».

Entro a mi vez, Michel ya está tomando una copita, es algo a lo que uno no puede negarse.

– ¿Tuvieron ustedes tiempo -pregunto, cuando ya también tengo mi copa de aguardiente en la mano-, tuvieron tiempo de avisar a los muchachos?

El granjero inclina la cabeza y se vuelve para gritar hacia el interior de la casa.

– Jeanine -grita.

Inclina la cabeza y nos lo cuenta. En efecto, les dio tiempo, y fue su propia hija la que corrió hacia los muchachos para avisarles.

– ¿Estaban los centinelas en sus puestos? -pregunta Michel.

Tengo ganas de decir que eso, esta pregunta, no tiene nada que ver, que es un síntoma de senilidad precoz este interés por los centinelas, pero el granjero parece perplejo, como si tomara la pregunta en serio, se diría casi que se siente descubierto en una falta, al no poder responder como se debe a esta pregunta estúpida.

– Ya entiendo, perfectamente, mi capitán -dice-, habrá que preguntar a Jeanine a ver si se acuerda de este detalle. -Pero se corrige enseguida-. Es decir, se trata de una cuestión importante… Los centinelas, mi capitán, comprendo perfectamente, los centinelas…

Menea la cabeza lentamente, antes de vaciar su copa de aguardiente, con un brusco movimiento de todo su cuerpo hacia atrás.

A Jeanine, a su madre y a la mujer del mozo de la granja, los alemanes las dejaron por fin tranquilas. Se llevaron a los hombres y el ganado. El que no tuvo suerte fue su hijo, pues lo deportaron a Alemania.

– Ya no tardará en volver -dice el granjero, con voz dubitativa-, todos los días hay gente que vuelve, lo dicen los periódicos.

Michel me mira, yo miro al granjero, y el granjero mira al vacío. Se hace un silencio.

– ¿Han tenido ustedes noticias suyas desde que se lo llevaron a Alemania? -pregunta Michel por fin.

– La madre recibió dos cartas -dice el granjero-, hasta el desembarco. Después, nada más. Y hasta le obligaban a escribir en alemán. Me pregunto cómo se las arreglaría el chico.

– Algún compañero se las habrá escrito -digo-, siempre hay compañeros que saben alemán y que ayudan a quienes no lo saben. Es lo menos que se puede hacer.

El granjero sacude la cabeza y nos sirve otra ronda.

– ¿En qué campo estaba su hijo? -pregunta Michel.

– En Buckenval [33] -dice el granjero.

Me pregunto por qué lo pronuncia de este modo, pero el hecho es que la mayoría lo pronuncia así.

Siento que Michel esboza un gesto hacia mí, y dejo que mi mirada se vacíe de toda expresión, rígidos los músculos de mi rostro, me vuelvo apagado, esponjoso, incomprensible. No quiero hablar del campo con este granjero cuyo hijo no ha vuelto todavía. Mi presencia aquí, si se entera que yo vuelvo del mismo campo, sería un duro golpe para su esperanza de ver todavía volver a su hijo. Cada deportado que vuelve, y que no es su hijo, atenta contra las posibilidades de supervivencia de su hijo, contra las posibilidades de verle regresar vivo. Mi vida, la mía, que ha vuelto de allí, aumenta las posibilidades de muerte de su hijo. Espero que Michel lo comprenda, espero que no insista.

Pero una puerta se abre, al fondo, y entra Jeanine.

– Sí -dice Jeanine-, me acuerdo muy bien de su compañero.

Caminamos otra vez por el bosque, hacia el claro del «Tabou».

– ¿Qué edad tenía usted entonces? -pregunto.

– Dieciséis años -dice Jeanine.

Hemos comido en la granja, hemos escuchado una vez más el relato de la matanza de) «Tabou», otro relato diferente, desde otra perspectiva, pero idéntico, sin embargo, a causa del desorden y la noche, los ruidos confusos de la batalla, y el silencio final, el gran silencio invernal sobre las montañas del «Tabou». La granjera, es evidente, consumida por la espera, no vive más que para esperar a su hijo.

Michel se ha quedado en la granja, según ha dicho, para arreglar el motor del Citroen. Yo camino de nuevo hacia el claro del «Tabou», en medio de las hierbas altas, con Jeanine, que tenía dieciséis años en aquellos días, y que recuerda muy bien a mi compañero.

– A veces venía hasta la granja, los últimos días, antes de la batalla -dice Jeanine.

En realidad, todo se resolvió en algunas horas, pero para eila, con toda seguridad, esas pocas horas de ruidos confusos, de disparos, de gritos de los de las SS invadiendo la granja, todo eso condensa y representa al fin y al cabo la realidad de aquellos cinco largos años de guerra, toda su adolescencia. Es una batalla que simboliza todas las batallas de esta larga guerra, cuyos ecos llegaban, como en sordina, hasta esta granja borgoñona.

Estamos sentados, en el claro del «Tobou», y estrujo las hierbas que crecen sobre los restos de esta guerra que acaba de terminar, desvanecida ya.

– Toda la noche -dice ella-, cuando cesaron los disparos, esperé que llegara, acechando los ruidos en torno a la granja.

Estrujo las hierbas, algunas son cortantes.

– No sé por qué -dice ella-, pero pensaba que aparecería durante la noche por la parte de atrás de la granja, tal vez.

Mastico una hierba, ácida y fresca corno esta primavera de la posguerra que comienza.

– Me decía a mí misma que tal vez estuviera herido, y

había preparado agua caliente -dice ella-, y paños limpios, para vendarle.

Recuerdo que tenía dieciséis años y mastico la hierba ácida y fresca.

– La madre lloraba, en un cuarto de arriba, lloraba sin cesar -dice ella.

Imagino esa noche, el silencio que había vuelto a caer sobre las colinas del «Tabou», la huella de Hans, desaparecida para siempre.

– Al amanecer, creí oír un roce en la puerta de atrás. Era el viento -dice ella.

El viento de invierno, sobre las colinas calcinadas del «Tabou».

– Y esperé todavía, esperé durante muchos días, sin esperanza -dice ella.

Me dejo caer hacia atrás, con la cabeza hundida en las altas hierbas.

– MÍ madre fue hasta Dijon, pues allí habían encerrado a los hombres -dice ella.

Miro los árboles, el cielo entre los árboles; intento no acordarme de todo esto.

– Recorrí el bosque en todos sentidos, no sé para qué, pero era preciso que lo hiciera -dice ella.

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[33] * Forma incorrecta de pronunciar el campo de concentración alemán de Buchenwald. (N. de los T.)