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El tren silba y el chico de Semur se sobresalta.

– ¿Qué pasa? -dice.

– Nada -contesto.

– ¿Has dicho algo?

– Nada en absoluto -respondo.

– Me había parecido -dice.

Le oigo suspirar.

– ¿Qué hora será? -pregunta.

– No tengo la menor idea.

– De noche -dice, y se interrumpe.

– ¿Cómo, de noche? -le pregunto.

– ¿Va a durar mucho aún la noche?

– Acaba de empezar.

– Es verdad -dice-, acaba de empezar.

Alguien grita de repente, en el fondo del vagón, en el extremo opuesto.

– Ya está -dice el chico.

El grito se para en seco. Quién sabe, una pesadilla, o habrán sacudido al tipo. Cuando es otra cosa, como el miedo, dura más. Cuando grita la angustia, o la idea de que uno se va a morir, dura mucho más.

– ¿Qué es eso de la Noche de los Búlgaros? -pregunta el chico.

– ¿Cómo?

– Pues la Noche de los Búlgaros -insiste.

No creía haber hablado de la Noche de los Búlgaros. Creía tan sólo haberlo pensado en un momento dado. ¿Tal vez lo he mencionado? O quizás es que pienso en voz alta. Habré pensado en voz alta, en la noche asfixiante del vagón.

– ¿Y bien? -dice el chico.

– Pues es toda una historia.

– ¿Qué historia?

– En el fondo -le digo-, es una historia absurda. Una historia así, sin pies ni cabeza.

– ¿No quieres contármela?

– Claro que sí. Pero en realidad no hay gran cosa que contar. Es una historia que sucede en un tren.

– Eso es oportuno -dice el chico de Semur.

– Por eso pensé en ella. Por el tren.

– ¿Qué pasó?

Le interesa. En el fondo, no tanto. Le interesa más conversar.

– Resulta confuso. Hay gente en un compartimento, y después, sin venir a cuento, algunos empiezan a tirar a los demás por la ventanilla.

– ¡Caramba!, sería divertido aquí -dice el chico de Semur. -¿Tirar a algunos por la ventanilla o que nos tiren a nosotros? -le pregunto.

– Que nos tiren a nosotros, claro está. Rodaríamos por la nieve del talud, sería divertido. -Pues, ¿ves?, la historia es algo así. -Pero ¿por qué búlgaros? -pregunta enseguida. -¿Y por qué no?

– ¿No me vas a decir que es algo corriente que sean búlgaros? -dice el chico de Sernur.

– Entre los búlgaros, debe de ser bastante corriente. -No lo líes -responde-. No me vas a decir que los búlgaros son algo más corriente que los de Borgoña.

– Cono, en Bulgaria son mucho más corrientes que los borgoñones.

– ¿Quién habla de Bulgaria? -dice el chico de Semur. -Ya que se trata de búlgaros -explico-, Bulgaria es lo primero que se me ocurre.

– No intentes liarme -dice el chico-. Bulgaria está muy bien. Pero los búlgaros no son algo corriente en las historias.

– En las historias búlgaras, desde luego que sí. -¿Se trata de una historia búlgara? -pregunta. -Pues no -debo reconocer,

– ¿Ves? -me corta-. No es una historia búlgara y está llena de búlgaros. Confiesa que es extraño. -¿Hubieras preferido borgoñones? -¡Desde luego!

– ¿Piensas que son algo comente los borgoñones? -Me da igual. Pero sería divertido. Un vagón lleno de borgoñones que empiezan a tirarse por la ventanilla.

– ¿Crees que es muy corriente, borgoñones que se tiran por la ventanilla del compartimento? -le pregunto.

– Exageras -dice el chico de Semur-. Esa confusa historia llena de búlgaros de los cojones…, no he dicho nada en contra de esa historia. Si nos ponemos a discutir, tu Noche de los Búlgaros se queda en nada.

Tiene razón. No tengo nada que decir.

De repente, surgen las luces de una ciudad. El tren rueda junto a casas rodeadas de |ardines. Luego, edificios más importantes. Hay cada vez más luces y el tren entra en la estación. Miro el reloj de la estación y son las nueve. El chico de Semur mira también el reloj de la estación, y ha debido de ver la hora, desde luego.

– Mierda -dice-, no son más que las nueve.

El tren se detiene. Flota en ¡a estación una luz azulada, escasa. Recuerdo esta pálida luz, hoy olvidada. Pese a ello, es una luz de espera, que conozco desde 1936. Es una luz para esperar el momento de apagar todas las luces. Una luz que precede a la alerta, pero en la que ya está contenida la alerta.

Más adelante, recuerdo -es decir, no lo recuerdo todavía, en esta estación alemana, pues todavía no ha ocurrido-, más adelante vi como no sólo era preciso apagar las luces. Había también que apagar el crematorio. Los altavoces difundían los comunicados que señalaban los movimientos de escuadras aéreas por encima de Alemania. Al atardecer, cuando los bombardeos estaban cerca, se apagaban todas las luces del campo. El margen de segundad no era muy grande, pues las fábricas debían seguir funcionando y las interrupciones eran lo más breves posible. Pero a pesar de todo, en un momento dado, todas las luces se apagaban. Nos quedábamos en la oscuridad, oyendo cómo en la noche resonaban aviones más o menos lejanos. Pero a veces el crematorio estaba sobrecargado de trabajo. El ritmo de los muertos es difícil de sincronizar con la capacidad de un crematorio, por bien equipado que esté. En tales casos, como el crematorio funcionaba a pleno rendimiento, grandes llamaradas anaranjadas sobresalían ampliamente de su chimenea, en un torbellino de densa humareda. «Convertirse en humo», es una expresión de los campos. Ten cuidado con el Scharfuhrer, es un bruto, si tienes un problema con él, vete preparando para «convertirte en humo». Tal compañero, en el revier, estaba en las últimas, iba a convertirse en humo. Las llamaradas sobrepasaban, pues, la chimenea cuadrada del crematorio. Entonces se escuchaba la voz del miembro de las SS de servicio, en la torre de control. Se oía su voz por los altavoces: «Kremato-num, ausmachen», repetía varias veces. Crematorio, apagad, crematorio, apagad. Les preocupaba, desde luego, tener que apagar los fuegos del crematorio, eso disminuía el rendimiento. El de las SS no estaba contento, ladraba: «Kretna-toñum, ausmachen", con voz opaca y rabiosa. Estábamos sentados en la oscuridad y oíamos el altavoz: «Krematorium, ausmacben». «Vaya», decía alguno, «las llamas sobresalen.» Y seguíamos esperando en la oscuridad.

Pero todo esto pasó mucho más tarde. Después de este viaje. Por el momento estamos en esta estación alemana, y yo ignoro todavía la existencia y los inconvenientes de los crematorios, las noches de alerta.

Hay gente en el andén de la estación, y su nombre escrito en un carteclass="underline" tejer.

– ¿Qué ciudad es ésta? -dice el chico de Semur.

– Ya lo ves, Tréveris -le respondo.

¡Oh, dios, rediós, mierdalHe dicho Tréveris, en voz alta y de repente me doy cuenta. Es una mierda, el colmo de la estupidez, que sea Tréveris, precisamente. ¿Estaba yo ciego, señor, ciego y sordo, embrutecido, atontado, por no haber comprendido antes de qué me sonaba el valle del Mosela?

– Pareces estupefacto de que sea Tréveris -dice el chico de Semur.

– Mierda, sí -le respondo-, estoy con la boca abierta.

– ¿Por qué? ¿Lo conocías?

– No, es decir, nunca he estado aquí.

– ¿Pues conoces a alguien de aquí? -me pregunta.

– Eso es, desde luego, eso es.

– Ahora resulta que conoces a los boches -dice el chico, suspicaz.

Conozco a algunos bocha, desde luego, es así de sencillo. Los viñadores del Mosela, los leñadores del Mosela, la ley sobre el robo de madera en el Mosela. Todo esto estaba en la MEGA, desde luego. Es un amigo de la infancia, santo Dios, este Mosela.

– ¿Boches? -contesto-. Nunca he oído hablar. ¿Qué quieres decir con eso?

– Te pasas -dice el chico-. Esta vez te has pasado de verdad.