No parece contento.
Hay gente en el andén de la estación, y acaban de comprender que no somos un tren como otro cualquiera. Han debido de ver agitarse las siluetas a través de las aberturas cubiertas con alambre de espino. Hablan entre sí, señalan el tren con el dedo, parecen excitados. Hay un chaval de unos diez años, con sus padres, justo ante nuestro vagón. Escucha a sus padres, mira hacia nosotros, agacha la cabeza. Luego se va corriendo. Luego vuelve también corriendo, con una piedra enorme en la mano. Al poco se acerca a nosotros y arroja la piedra, con todas sus fuerzas, hacia la abertura cerca de donde estamos. Nos echamos hacia atrás, deprisa, la piedra rebota en los alambres, pero por poco le da en la cara al chico de Semur.
– Entonces -me dice-, ¿sigues sin conocer a los boches?
No digo nada. Pienso que es una extraña marranada que esto ocurra precisamente en Tréveris. Hay, sin embargo, muchas otras ciudades alemanas en este trayecto.
– Los boches, y los hijos de los boches, ¿los conoces ahora?
Se lo pasa bien el chico de Semur.
– No tiene nada que ver.
En esto, el tren arranca de nuevo. En el andén de la estación queda un chaval de unos diez años, que nos amenaza con el puño y nos grita barbaridades.
– Los boches, te lo digo -me dice-. No es cosa del otro jueves, son boches, simplemente.
El tren recobra velocidad y se hunde en la noche.
– Ponte en su lugar -le digo.
Intento explicárselo.
– ¿En el lugar de quién?
– De ese muchacho -le respondo.
– Puñetas, no -me dice-. Que se quede en su lugar ese boche hijo de puta.
No digo nada, no tengo ganas de discutir. Me pregunto cuántos alemanes habrá que seguir matando para que este niño alemán tenga alguna posibilidad de no volverse un boche. No tiene la culpa el chaval este, y sin embargo tiene toda la culpa. Él no se ha hecho un pequeño nazi, pero es un pequeño nazi. Quizá ya no tenga posibilidad alguna de no ser ya un pequeño nazi, de no crecer hasta llegar a ser un gran nazi. A esta escala individual, las preguntas ya no tienen interés. Resulta irrisorio que este chaval deje de ser nazi o asuma su condición de pequeño nazi. Mientras tanto, lo único que puede hacerse para que este chaval pueda dejar de ser un pequeño nazi es destruir el ejército alemán. Es seguir exterminando montones de alemanes, todavía, para que puedan dejar de ser nazis, o boches, según el vocabulario primitivo y mistificado del chico de Semur. Por un lado, esto es lo que quiere decir el chico de Semur con su lenguaje primitivo. Pero, por otro, su lenguaje, y las confusas ideas que su lenguaje acarrea, cierran definitivamente el horizonte de esta pregunta. Pues si se trata de boches, realmente, nunca dejarán de serlo. Para ellos, ser boche es como una esencia que ningún acto humano podrá modificar. Si son boches lo serán para siempre jamás. No es un dato social, como el ser alemanes y nazis. Es una realidad que flota sobre la historia, contra la cual nada se puede. Destruir el ejército alemán no serviría de nada, los supervivientes seguirían siendo boches. No quedaría más que irnos a la cama y esperar a que pase el tiempo. Pero no son boches, claro está. Son alemanes, y a menudo unos nazis. Demasiado a menudo, por el momento. Su ser alemán, y a menudo nazi, pertenece a una estructura histórica dada, y es la práctica humana la que resuelve estas cuestiones.
Pero nada digo al chico de Semur, no tengo ganas de discutir.
No conozco muchos alemanes. Conozco a Hans. Con él no hay problema. Me pregunto qué hará Hans en este momento, y no sé que va a morir. Morirá una de estas noches, en el bosque situado más arriba de Chátillon. También conozco a los tipos de la Gestapo, al doctor Haas con sus dientes de oro. Pero ¿qué diferencia hay entre los tipos de la Gestapo y los polis de Vichy, que te interrogaron durante toda una noche en la prefectura de París, en aquella ocasión en que tuviste una suerte loca? No dabas crédito a tus ojos, aquella mañana, al verte libre de nuevo, en las calles grises de París. No hay ninguna diferencia. Son tan boches los unos como los otros, es decir, no son más boches unos que otros. Habrá diferencias de grado, de método, de técnica; ninguna diferencia de naturaleza. Tendré que explicarle todo esto al chico de Semur, seguro que lo entenderá. También conozco a ese soldado alemán de Auxerre, a ese centinela alemán de la prisión de Auxerre. Los patinillos donde paseábamos, en la prisión de Auxerre, formaban una especie de semicírculo. Se llegaba por el adarve, el carcelero abría la puerta del patio, la volvía a cerrar con llave detrás de ti. Te quedabas allí, bajo aquel sol otoñal, con aquel ruido de cerradura a tus espaldas. A cada lado, muros lisos, desnudos, lo bastante altos como para ímpedírte comunicar con ios patinillos medianeros. El espacio limitado por aquellos muros se estrechaba. Al final, no había más de metro y medio entre los dos muros, y este espacio estaba cerrado por una reja. De este modo, el centinela, con sólo dar unos pasos a cada lado, podía ver todo lo que ocurría en los patinillos.
Yo había advertido que ese centinela estaba a menudo de guardia. En apariencia era un hombre de unos cuarenta años. Se detenía delante de mi patio y me miraba. Yo andaba de arriba abajo, cuando no de abajo arriba, o me recostaba en la pared soleada del patinillo. Seguía incomunicado, estaba solo en mi patío. Un día, a la hora del paseo, recuerdo que hacía buen tiempo, de repente uno de los suboficiales de la Feldgendarmerie de joigny se detiene ante la reja de mi patio. A su lado estaba Vacheron. Por mensajes que me habían llegado, sabía que Vacheron había «cantado». Pero le habían atrapado en Laroche-Mi-gennes, pasaban los días y parecía que no había hablado de mí. El tipo de la Feld y Vacheron están ante la reja de mi patio, y un poco más atrás el centinela, ese centinela del que precisamente hablo. Vacheron hace entonces una señal con la cabeza en mi dirección.
– Ach sol -dice el tipo de la Feld. Y me llama a la reja-. ¿Ustedes se conocen? -pregunta señalándonos alternativamente con el dedo.
Vacheron está a medio metro de mí. Está flaco, barbudo, con el rostro demacrado. Está encorvado como un anciano, y su mirada vacila.
– No -digo-, nunca le he visto.
– Que sí -dice Vacheron en un murmullo.
– Ach so -dice el tipo de la Feld. Y se ríe.
– Nunca le he visto -repito.
Vacheron me mira y se encoge de hombros.
– ¿Y Jacques? -dice el tipo de la Feld-. ¿Conoce usted a Jacques?
Jacques es Michel, desde luego. Pienso en la calle Blainville. Ahora, aquello es la prehistoria. El espíritu absoluto, la reificación, la objetivación, la dialéctica del siervo y el señor, todo eso no es más que la prehistoria de esta otra historia real, donde está la Gestapo, las preguntas del tipo de la Feld y Vacheron. Vacheron también pertenece a la historia real. Peor para mí.
– ¿Qué Jacques? -pregunto-. ¿Jacques qué?
– Jacques Mercier -dice el tipo de la Feld.
Meneo la cabeza.
– No le conozco -digo.
– Que sí -dice Vacheron en un murmulio. Después me mira y hace una mueca resignada-. No hay nada que hacer -añade.
– Vete a tomar por el culo -le digo entre dientes.
Una oleada de sangre en su rostro, marcado por la Feld.
– ¿Cómo, cómo? -grita el tipo de la Feld, que no capta todos los matices de la conversación.
– Nada.
– Nada -dice Vacheron.
– ¿Usted no conoce a nadie? -sigue preguntándome el tipo de la Feld.
– A nadie -digo.
Me mira, calibrándome con la mirada. Sonríe. Tiene el aspecto de quien piensa que podría hacerme conocer montones de gente.
– ¿Quién se ocupa de usted? -me pregunta ahora.
– El doctor Haas.
– Ach so -dice.
Por lo visto debe de pensar que, si el doctor Haas se ocupa de mí, se ocupan bien de mí, eficazmente. En resumidas cuentas, no es más que un pequeño suboficial de la Feldgendarmerie y el doctor Haas es el jefe de la Gestapo para toda la región. El tipo de la Feíd respeta las jerarquías, no tiene por qué preocuparse de un cliente del doctor Haas. Estamos aquí, a cada lado de esta reja, bajo el sol de otoño, y parece que hablamos de una enfermedad mía que el doctor Haas está tratando eficazmente. -Ach so -dice el tipo de la Feld. Y se lleva a Vacheron.