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Este soldado alemán volvió a la reja, al día siguiente, y prosiguió esta conversación incoherente, en la que iban surgiendo espontáneamente las cuestiones más graves.

Pienso en ese soldado de Auxerre a causa de este chaval en el andén de la estación de Tréveris. El chaval no está al tanto. Simplemente, lo está en la medida en que le han metido, él no se ha metido por sí mismo. Nos arrojó la piedra porque era preciso que esta sociedad alienada y engañada en la que está creciendo nos arrojase la piedra. Porque nosotros somos la posible negación de esta sociedad, de este conjunto histórico de explotación que hoy es la nación alemana. Todos nosotros, en bloque, que vamos a sobrevivir en un porcentaje relativamente irrisorio, somos la negación posible de esta sociedad. Caiga sobre nosotros la desgracia, la vergüenza, la piedra. Es algo a lo que no hay que conceder demasiada importancia. Desde luego, resultaba desagradable, aquel chaval blandiendo la piedra y llamándonos canallas y bandidos en el andén de la estación. «Schuítí-, gritaba. «Bumlieten». Pero no hay que concederle demasiada importancia.

En cambio, este soldado alemán en el que ahora pienso era otra cosa. Porque él quería comprender. Nació en Hamburgo, allí vivió y trabajó y a menudo estuvo en paro. Y hace años que ya no entiende por qué es él lo que es. Hay montones de filósofos amables que nos cuentan que la vida no es un «ser» sino un «hacer», o más precisamente un «hacerse». Están contentos con su fórmula, se les llena la boca, han inventado la pólvora. Pero preguntad a ese soldado alemán que conocí en la cárcel de Auxerre. A ese soldado alemán de Hamburgo, que ha estado sin trabajo prácticamente toda su vida hasta el momento en que el nazismo volvió a poner en marcha la maquinaria industrial de la remilitarización. Preguntadle por qué no «ha hecho» su vida, por qué sólo pudo padecer el «ser» de su vida. Su vida siempre ha sido un «hecho» agobiante, un «ser» ajeno a él, del que nunca pudo apoderarse y hacerlo habitable.

Estamos cada uno de un lado de la reja y nunca he comprendido mejor que entonces por qué combatía. Era preciso hacer habitable el ser de este hombre, o mejor todavía, el ser de los hombres como este hombre, porque para este hombre, desde luego, ya era demasiado tarde. Era preciso hacer habitable el ser de los hijos de este hombre, tal vez tenían la edad de este chaval de Tréveris que nos ha tirado la piedra. No era más complicado que todo esto, es decir, es desde luego la cosa más complicada del mundo. Pues solamente se trata de instaurar la sociedad sin clases. Pero esto no lo verá ese soldado alemán, que iba a vivir y a morir en su ser inhabitable, opaco e incomprensible para su propia mirada.

Pero el tren rueda, se aleja de Tréveris y hay que continuar el viaje, y me alejo del recuerdo de ese soldado alemán en la prisión de Auxerre. A menudo me he dicho a mí mismo que terminaría escribiendo esta historia de la prisión de Auxerre. Una historia muy sencilla: ia hora del paseo, el sol de octubre y esta larga conversación, a base de frases sueltas, cada uno de un lado de la reja. Es decir, yo estaba de mi lado, él no sabía de qué lado estaba él mismo. Y he aquí que se presenta la ocasión de escribir esta historia y no puedo escribirla. No es el momento, mi propósito es este viaje, y bastante me he apartado ya de él.

Vi a este soldado hasta finales de noviembre. Con menos frecuencia, pues llovía sin cesar y habían suprimido el paseo. Le vi al final de noviembre, antes de su marcha. Yo ya no estaba incomunicado, compartía mi celda y el patinillo con Ramaillet y aquel joven guerrillero del bosque de Othe, que había estado en el grupo de los hermanos Hortieux. La víspera, precisamente, habían fusilado al mayor de los hermanos Hortieux. A la hora tranquila que precedía al paseo, «la Rata» subió a por el mayor de los hermanos Hortieux, que ya llevaba seis días en la celda de Sos condenados a muerte. Vimos subir a «la Rata» por la puerta entornada. Había en Auxerre un sistema de cerrojos muy práctico, que permitía cerrar las puertas dejándolas sólo entornadas. Durante el invierno las dejaban así, excepto los días de castigo colectivo, para que entrara en las celdas un poco del calor que ascendía de la gran estufa instalada en la planta baja. Vimos llegar a «la Rata», la escalera daba frente a nuestra puerta, y sus pasos se perdieron hacia la izquierda, sobre la galería. En el fondo de esta galería se encuentran las celdas de los condenados a muerte. Ramaillet estaba en su camastro. Leía, como de costumbre, uno de sus folletos de teosofía. El muchacho del bosque de Othe vino a pegarse a la puerta entornada, junto a mí. SÍ recuerdo bien -y no creo que este recuerdo haya sido reelaborado en mi memoria-, se hizo un gran silencio en la prisión. En el piso superior, el de las mujeres, se hizo también un gran silencio. Y en la galería de enfrente también. Incluso aquel tipo que cantaba sin cesar «mon bel amant, mon amour de Saint Jean» se calló también. Llevábamos días esperando que vinieran a por el mayor de los hermanos Hortieux, y he aquí a «la Rata» que se dirige hacia las celdas de los condenados a muerte. Se oye el ruido del cerrojo. El mayor de los hermanos Hortieux debe de estar sentado en su camastro, con las esposas puestas, descalzo, y escucha el ruido del cerrojo en esta hora insólita. De todas formas, la hora de morir es siempre insólita. Sólo queda el silencio, durante unos minutos, y luego se oye el ruido de las botas de «la Rata», que se acerca otra vez. El mayor de los hermanos Hortieux se detiene ante nuestra celda, camina sobre sus calcetines de lana, lleva las esposas puestas, los ojos brillantes. «Se acabó, muchachos», nos dice a través de la puerta entornada. Tendemos las manos por la abertura de la puerta y estrechamos las manos del mayor de los hermanos Hortieux, presas en las esposas. «Adiós, muchachos», nos dice, No decimos nada, le estrechamos las manos, no tenemos nada que decir. «La Rata» está detrás del mayor de los hermanos Hortieux, vuelve la cabeza. No sabe qué hacer, agita las llaves, aparta la cabeza. Tiene cara bondadosa de buen padre de familia, su uniforme gris verdoso está arrugado, aparta su cara de buen padre de familia. No se puede decir nada a un compañero que va a morir, se le estrechan las manos, no hay nada que decir. «Rene, ¿dónde estás, Rene?» Es la voz de Philippe Hortieux, el más joven de los hermanos Hortieux, que está incomunicado en una celda de la galería de enfrente. Entonces, Rene Hortieux se vuelve y grita también: «¡Se acabó, Phüippe, me voy, Philippe, se acabó!». Philippe es el menor de los hermanos Hortieux. Philippe, el menor de los hermanos Hortieux, pudo escapar cuando las SS y la Feld cayeron sobre el grupo Hortieux, al amanecer, en el bosque de Othe. Les denunció un soplón, pues las SS y la Feld cayeron sobre ellos de improviso y apenas pudieron iniciar una resistencia desesperada. Pero Philippe Hortieux escapó al cerco. Se escondió durante dos días en el bosque. Luego salió, mató a un motorista alemán al borde de la carretera, y se largó a Montbard en el vehículo del muerto. Durante quince días, la moto de Philippe Hortieux aparecía de repente en los lugares más imprevistos. Durante quince días, los alemanes lo persiguieron por toda la comarca. Philippe Hortieux tenía un Smith and Wesson, de cañón largo, pintado de rojo, pues últimamente nos habían lanzado bastantes por paracaídas. Tenía también una metralleta Sten, granadas y plástico, en una mochila. Hubiera podido escapar Phüippe Hortieux, conocía los puntos de apoyo, hubiese podido abandonar la región. Pero se quedó. Escondido de granja en granja, libró la guerra de noche por su cuenta durante unos quince días. En pleno mediodía, bajo el sol de septiembre, fue al pueblo del soplón aquel que les había entregado. Aparcó la moto en la plaza de la iglesia, y salió en su busca con la metralleta en la mano. Se abrieron todas las ventanas de las casas, las puertas se abrieron también, y Philippe Hortieux caminó hacia la taberna del pueblo, en medio de una hilera de miradas secas y abrasadoras. El herrero salió de su fragua, la carnicera de su carnicería, el guarda rural se detuvo al borde de la acera.