Antonio Garrido
El lector de cadáveres
© Antonio Garrido, 2011
«El forense designado por la prefectura se personará en el lugar del crimen dentro de las cuatro horas siguientes a su denuncia.
Si incumpliera esta obligación, delegara su deber, no encontrara las heridas mortales o las determinara equivocadamente, será declarado culpable de impericia y condenado a dos años de esclavitud».
«De los deberes de los jueces»,
artículo cuarto del Songxingtong,
código penal de la Dinastía Tsong.
Prólogo
Año 1206. Dinastía Tsong. China oriental.
Circuito de Fujian.
Cultivos de la subprefectura de Jianyang.
Shang no supo que se moría hasta que paladeó el sabor de la sangre que brotaba bajo su garganta. Quiso balbucear algo mientras sus manos intentaban taponar la herida, pero, antes de lograrlo, sus ojos se abrieron exageradamente y sus piernas se doblaron como las de una marioneta desmadejada. Iba a pronunciar el nombre de su asesino cuando éste le introdujo un trapo en la boca.
De rodillas sobre el cieno, en su postrer hálito de vida, Shang percibió la tibieza de la lluvia y el olor a tierra mojada que le había acompañado durante toda su existencia. Un instante después, con la camisa encharcada en sangre, se desplomó sobre el lodazal en el que se había dejado el alma.
Primera parte
Capítulo 1
Aquella madrugada Cí se levantó temprano para evitar encontrarse con su hermano Lu. Los ojos se le cerraban, pero el arrozal le esperaba despierto, como todas las mañanas.
Se incorporó del suelo y enrolló la estera mientras aspiraba el aroma del té con el que su madre perfumaba la casa. Al entrar en la estancia principal, la saludó con una inclinación de la cabeza y ella le respondió ocultando una sonrisa que él descubrió y le devolvió. Adoraba a su madre casi tanto como a su hermana pequeña, Tercera. Sus otras dos hermanas, Primera y Segunda, habían fallecido de niñas debido a un mal de familia. Tercera, aunque enferma, era la única que quedaba.
Antes de probar bocado se dirigió al pequeño altar que habían erigido junto a una ventana en memoria de su abuelo. Abrió los postigos e inspiró con fuerza. Afuera, los primeros rayos de sol se filtraban tímidamente entre la niebla. El viento meció los crisantemos colocados en el jarrón de las ofrendas y avivó las volutas de incienso que ascendían por la sala. Cí cerró los ojos para recitar una plegaria, pero a su mente sólo acudió un pensamiento: «Espíritus de los cielos: permitidnos regresar a Lin’an».
Recordó los días en los que sus abuelos aún vivían. En aquel entonces, el poblacho era su paraíso, y su hermano Lu, el héroe que cualquier niño habría querido imitar. Lu era como el gran guerrero de los cuentos que narraba su padre, siempre dispuesto a defenderlo cuando otros críos intentaban robarle su ración de fruta o a ahuyentar a los desvergonzados que pretendieran propasarse con sus hermanas. Lu le había enseñado a pelear empleando los pies y las manos de tal modo que sus rivales se viesen desbordados, le había llevado al río para chapotear entre las barcas y a pescar carpas y truchas que luego llevaban a casa con gran algarabía y le había mostrado dónde estaban los mejores escondites para espiar a las vecinas. Pero, con la edad, Lu se fue tornando vanidoso. Cuando cumplió los quince años, su fortaleza se convirtió en un alardeo constante, pareja a su menosprecio por cualquier otra habilidad que no fuese la de salir vencedor de una pelea. Comenzó a organizar cacerías de gatos para presumir ante las chicas, se emborrachaba con el licor de arroz que distraía de las cocinas y se vanagloriaba de ser el más fuerte de la pandilla. Se volvió tan engreído que hasta las mofas de las muchachas las interpretaba como halagos, sin comprender que en realidad siempre le evitaban. Y de ser su ídolo, Lu pasó lentamente a provocar en Cí indiferencia.
Pese a todo, hasta aquel momento, Lu nunca se había metido en líos, más allá de aparecer con los ojos morados tras alguna pelea o emplear el búfalo comunitario para apostar en las carreras de agua. Pero cuando su padre anunció su intención de trasladarse a la capital, Lin’an, Lu se negó en redondo. Ya había cumplido los dieciséis, era feliz en el campo y no pensaba moverse del pueblo. Alegó que en la aldea disponía de cuanto precisaba: el arrozal, su grupo de bravucones y dos o tres prostitutas de los alrededores que le reían las gracias, y aunque su padre amenazó con repudiarle, no se dejó intimidar. Aquel año se separaron. Lu se quedó en el pueblo y el resto de la familia emigró a la capital en busca de un futuro mejor.
Los primeros tiempos en Lin’an resultaron arduos para Cí. Cada mañana se levantaba al alba para comprobar el estado de su hermana, le preparaba el desayuno y cuidaba de ella hasta que su madre regresaba del mercado. Luego, tras atragantarse con un tazón de arroz, acudía a la escuela, en la que permanecía hasta mediodía, momento en el que corría al matadero donde trabajaba su padre para ayudarle el resto de la jornada a cambio de las vísceras que quedaban esparcidas por los suelos. Por la noche, después de limpiar en la cocina y cumplimentar con una oración a sus ancestros, aprovechaba para repasar los tratados confucianos que debía recitar a la mañana siguiente en la escuela. Así, mes tras mes, hasta el día en que su padre logró un empleo de contable en la prefectura de Lin’an, bajo las órdenes del juez Feng, uno de los magistrados más sagaces de la capital.
A partir de aquel instante, las cosas empezaron a mejorar. Los ingresos familiares aumentaron y Cí pudo abandonar el matadero para dedicarse por completo a sus estudios. Tras cuatro años en la escuela superior, y merced a sus excelentes calificaciones, Cí logró un puesto de ayudante en el negociado de Feng. Al principio se ocupaba de tareas burocráticas sencillas, pero su dedicación y esmero llamaron la atención del juez, el cual encontró en aquel muchacho de diecisiete años alguien a quien instruir a su imagen y semejanza.
Cí no le defraudó. Con el transcurso de los meses, pasó de desempeñar tareas rutinarias a colaborar en la toma de declaraciones, a presenciar los interrogatorios de los sospechosos y a asistir a los técnicos en la preparación y limpieza de los cadáveres que, en función de las circunstancias de los decesos, debía examinar Feng. Poco a poco, su esmero y su destreza resultaron imprescindibles para el juez, que no dudó en otorgarle más responsabilidades. Finalmente, Cí acabó ayudándole en la investigación de crímenes y litigios, labores que le permitieron descubrir los fundamentos de la práctica legal al tiempo que adquiría rudimentarias nociones de anatomía.
Durante su segundo año en la universidad, y animado por Feng, Cí asistió a un curso preparatorio de medicina. Según el magistrado, eran numerosas las ocasiones en las que las pruebas que podían delatar un crimen permanecían ocultas en las heridas, y para descubrirlas era preciso conocerlas y estudiarlas, no como un juez, sino como un cirujano.
Todo continuó así hasta que una noche su abuelo enfermó repentinamente y falleció. Tras el funeral, y como mandaban los rituales del luto, su padre hubo de renunciar al puesto de contable y a la vivienda que había disfrutado en usufructo, de modo que, sin trabajo y sin hogar, y en contra de los deseos de Cí, toda la familia se vio obligada a regresar a la aldea.
A su vuelta, Cí encontró a su hermano Lu cambiado. Vivía en una casa nueva que había construido con sus propias manos, había adquirido una parcela y tenía a su servicio a varios jornaleros. Cuando, forzado por las circunstancias, su padre llamó a la puerta, Lu le obligó a disculparse antes de dejarle entrar y le dejó una habitación pequeña en vez de cederle la suya. A Cí le trató con la indiferencia de siempre, pero cuando comprobó que ya no le seguía como un perro sumiso y que su único interés se centraba en los libros, le hizo acreedor de todas sus iras. En el campo era donde se demostraba el auténtico valor de un hombre. Allí, ni los textos ni los estudios le proporcionarían arroz ni peones. Para Lu, su hermano menor tan sólo era un inútil de veinte años al que habría de alimentar. Y a partir de ese instante, la vida de Cí se convirtió en un devenir de desplantes que le condujeron a odiar aquel pueblo.