El juicio se convocó para después del anochecer. La noticia sorprendió a Cí en su casa mientras intentaba explicarle a su padre todo lo que había sucedido.
– ¡Lu jamás haría eso! -aulló su padre frenético-. Y tú, ¿cómo has ayudado a acusarle?
– Pero, padre, yo no sabía que Lu… -Cí bajó la cabeza-. Feng nos ayudará. Me ha prometido que…
El hombre interrumpió a Cí con una mirada furibunda. Luego cogió a Tercera en brazos y en compañía de su esposa abandonó la vivienda.
Cí les siguió a cierta distancia, extrañado por la premura de la convocatoria. Ante cualquier proceso por asesinato debían practicarse dos investigaciones consecutivas instruidas por distintos magistrados, pero, según parecía, el Ser de la Sabiduría tenía prisa por regresar a su prefectura. Cuando alcanzaron la sala habilitada para la audiencia, observó que la presidía el estandarte judicial de la prefectura. Dos faroles de seda flanqueaban un pupitre y sillón vacíos.
No tuvieron que aguardar la llegada de Lu. Escoltado por los hombres de Bao-Pao, apareció con la cabeza enganchada al jia, el pesado cepo de madera que le asemejaba a un buey apaleado. Los grilletes que ensangrentaban sus pies y las manillas de pino prendiendo sus muñecas mostraban claramente que se trataba de un criminal peligroso. Al poco entró el Ser, ataviado con la toga de seda negra y el gorro bialar que lo identificaba como magistrado. El oficial del Orden lo presentó y leyó los cargos que pesaban contra Lu. Todos callaron, menos el Ser.
– Si el acusador está de acuerdo… -inquirió.
El primogénito del difunto se arrodilló en señal de sumisión y golpeó el suelo con su frente. A continuación, el alguacil le pidió que ratificara el papel en el que figuraban las acusaciones. El hombre leyó el texto tartamudeando, humedeció un dedo en la piedra de tinta e imprimió su huella roja en la parte superior. El alguacil la secó y confirmó su autenticidad con el pincel. Luego se la entregó al Ser.
– Por la gracia de nuestro Supremo Emperador Ningzong, heredero del Celeste Imperio, en su honorable y loado nombre, yo, su humilde servidor, Ser de la Sabiduría de la prefectura de Jianningfu y magistrado de este tribunal, una vez leídos cuantos cargos acusan al abyecto criminal Song Lu como asesino del ciudadano Li Shang, a quien robó, mató, profanó y decapitó, declaro que conforme a las leyes de nuestro milenario código penal, el Songxingtong, resultan probados cuantos hechos se reflejan en el precedente informe practicado por el sapientísimo juez Feng. Y siendo tal la certeza de éstos, cedo la palabra al acusado para que declare su culpabilidad, so pena de padecer cuantos tormentos fueren necesarios hasta su completa y final confesión.
Cí no pudo evitar que le doliera el corazón.
El alguacil empujó a Lu hasta hacerle hincar las rodillas. Lu miró al Ser con los ojos hundidos, carentes de inteligencia. Al comenzar a hablar, Cí observó que le faltaban varios dientes.
– Yo… no maté a ese hombre… -acertó a decir Lu.
Cí lo contempló compungido. Su hermano parecía un perro vencido. Aunque fuera culpable, no merecía aquel trato.
– Considera lo que dices -advirtió el Ser a Lu-. Mis hombres son hábiles con ciertos instrumentos…
Lu no pareció entender la amenaza. Cí pensó que estaba bebido. Uno de los guardias obligó a Lu a besar el suelo.
Parapetado tras sus pinceles y las piedras de tinta, el Ser releyó las notas elaboradas por Feng. Lo hizo con calma, como si fuese la única tarea encomendada para aquel día. Luego alzó la vista y escrutó a Lu.
– El acusado tiene ciertos derechos. Aún no se ha dirimido totalmente su culpabilidad, de modo que concedámosle la oportunidad de la palabra. Dime, Lu, ¿dónde te encontrabas hace dos lunas, entre la salida del sol y el mediodía?
Lu no contestó, de modo que el Ser repitió la pregunta, elevando el tono y su irritación.
– Trabajando -respondió al final Lu, sin convicción.
– ¿Trabajando? ¿Dónde?
– No sé. En el campo -balbuceó.
– ¡Ya! Sin embargo, dos de tus peones manifiestan lo contrario. Por lo visto, esa mañana no apareciste por el arrozal.
Lu lo miró con cara de estúpido. Los ojos le bailaban como los de un borracho.
– Aunque tú no lo recuerdes, Lao, el ventero con quien bebiste hasta altas horas de la madrugada la noche anterior, no lo ha olvidado. Según dice, jugasteis a los dados, te emborrachaste y perdiste mucho dinero -continuó el magistrado.
– Eso es imposible. Nunca he dispuesto de mucho dinero -replicó en un atisbo de impertinencia.
– Y también afirma que lo perdiste todo.
– Es lo que ocurre cuando se apuesta con los dados…
– Sin embargo, en tu cintura colgaba una sarta con tres mil monedas en el instante en que te detuvieron. -Lo miró con detenimiento-. Permíteme que te refresque la memoria con algo que no sea licor. Esta tarde, cuando huías tras el asesinato…
– Yo no huía… -le interrumpió en un alarde de atrevimiento-. Iba al mercado de Wuyishan. Eso es… Quería comprar otro búfalo porque el imbécil de mi hermano… -se mordió la lengua y señaló a Cí-: Porque ése de ahí le quebró la pata al único que tenía.
– ¿Con tres mil qián? ¡Basta ya de mentiras! Todo el mundo sabe que un búfalo cuesta cuarenta mil -rugió Feng.
– Iba a pagar sólo una señal -se defendió.
– ¡Con el dinero que robaste, claro! Acabas de declarar que perdiste cuanto tenías, y tu propio padre ha confirmado que estabas endeudado.
– Esos tres mil qián se los gané a un tipo después de salir de la taberna.
– ¡Ah! ¿Y de quién se trata? Supongo que esa persona podrá atestiguarlo.
– No… No sé… No lo había visto nunca. Era un borracho que se ofreció a jugar y perdió. Él mismo me dijo que en Wuyishan vendían bueyes baratos. ¿Qué queríais que hiciera? ¿Que le devolviera lo ganado?
El juez se adelantó a la mesa que hacía las veces de estrado y solicitó del Ser su autorización. Luego se dirigió hacia Lu y le desató la sarta con monedas que aún anudaba en su cintura para, a continuación, mostrársela al hijo del difunto. El joven miró con rabia la cincha sin prestar atención a las monedas agujereadas que bailaban sobre sus alojamientos.
– Es la de mi padre -aseguró.
Pese a lo triste de la situación, Cí admiró la astucia de Feng. Como los ladrones solían apoderarse de las sartas completas, entre los campesinos había cundido la costumbre de personalizar los cordeles que ensartaban las monedas con marcas que, en caso de robo, hicieran posible su identificación. El Ser asintió ante Feng y repasó de nuevo sus documentos.
– Dime, Lu, ¿reconoces esta hoz? -Hizo una seña para que el alguacil se la acercara.
El detenido la miró con desinterés. Los ojos se le cerraron, pero el alguacil le propinó un empellón que le hizo despertar. Los abrió y la miró de nuevo.
– ¿Es la tuya? -insistió el Ser.
Lu reconoció el grabado de su nombre y afirmó con la cabeza.
– Según consta en el informe -continuó el magistrado-, el juez Feng vinculó de forma inequívoca esta hoz con el asesinato, y aunque por sí solo este hecho y el dinero incautado serían suficientes para condenarte, la ley me obliga a conminarte a que confieses.
– Os vuelvo a decir… -Lu se le quedó mirando estúpidamente, incapaz de continuar.