– ¡Maldición, Lu! En atención a tu padre, aún no te he torturado, pero si persistes en tu actitud me veré obligado a… Estoy perdiendo la paciencia, Lu.
– ¡Me dan igual la hoz, los qián, los testigos…! -Se rio como un majadero.
Un golpe de bambú se estampó contra sus costillas. A un gesto del Ser, dos alguaciles lo arrastraron hacia una esquina.
– ¿Qué le van a hacer? -preguntó Cí a Feng.
– Tendrá suerte si resiste la máscara del dolor -le respondió.
Capítulo 5
Cí conocía bien aquel tormento, del mismo modo que sabía que si el acusado no confesaba, cualquier prueba en su contra carecería de valor. Por esa razón tembló.
El oficial del Orden apareció portando en sus manos una siniestra máscara de madera con refuerzos de metal, de cuya base partían dos cinchas de cuero. A una señal suya, dos ayudantes sujetaron a Lu, que se revolvió como un animal cuando intentaron acoplarle el artilugio. Cí observó cómo su hermano aullaba enloquecido, lanzando dentelladas al aire mientras se debatía en el suelo. Varias mujeres se escondieron temerosas, pero cuando los alguaciles lograron asegurarle la máscara, aplaudieron y volvieron a sus puestos. Al punto, el oficial del Orden se acercó a Lu, quien, tras varios varetazos más, parecía haberse calmado.
– ¡Confiesa! -le conminó el Ser.
Pese a las cadenas que le retenían, Lu aún aparentaba ser más fuerte que cualquiera de los presentes. Llevaba un rato sereno cuando, de repente, se revolvió y golpeó con el cepo al guardián más próximo, para a continuación abalanzarse sobre Cí. Por fortuna, los alguaciles lo detuvieron y lo apalearon hasta domarlo. Una vez rendido, aprovecharon para encadenarlo a la pared del granero. El oficial insistió, acercándole una vara a la boca.
– Declara, y aún podrás masticar arroz.
– ¡Quitadme esta mierda, hatajo de cebúes!
A un gesto del Ser, el alguacil giró una manilla y la máscara se contrajo sobre sí misma, ajustándose a la cabeza de Lu, que chilló como si le rompieran los huesos. La siguiente vuelta hizo que el artefacto se clavara contra sus sienes, arrancándole un aullido de dolor. Cí sabía que, en un par de vueltas, su cráneo estallaría como una nuez en el mortero.
«Confiesa de una vez, hermano».
Lu persistió en su silencio y el aullido se agudizó. Cí se tapó los oídos al mismo tiempo que un hilo de sangre brotaba en la frente de Lu.
«Confiesa, por favor».
A la siguiente vuelta, la máscara crujió y un alarido inhumano reverberó en toda la sala. Cí cerró los ojos. Cuando los abrió, comprobó que Lu se había mordido la lengua y sangraba con profusión. Iba a implorar clemencia cuando Lu se desmayó.
Al instante, el Ser ordenó a los alguaciles que detuvieran el tormento. Lu yacía doblado sobre sí mismo como un trapo arrugado, pero aún respiraba. Con un hálito imperceptible, el reo hizo una seña al magistrado, quien indicó a sus hombres que le aflojaran la máscara.
– Con… fieso… -susurró.
Al escuchar sus palabras, el hijo del difunto se abalanzó sobre Lu y lo pateó como a un perro. Lu apenas se inmutó. Cuando los alguaciles lograron alejar al enajenado, Lu se arrodilló e imprimió su huella sobre el documento de confesión. Seguidamente, el Ser pronunció el veredicto.
– En nombre del todopoderoso hijo del Cielo, declaro a Song Lu autor confeso del asesinato del venerable Shang. Al resultar las heridas que le infirió irremediablemente mortales y existiendo como añadido el ánimo de robar, no es aplicable la muerte por degüello ni tampoco por estrangulación, por lo que conforme a lo regulado en las honorables leyes del Songxingtong, el criminal Song Lu será ejecutado por decapitación.
El Ser timbró de rojo la sentencia y ordenó a los alguaciles que custodiaran al reo, dando por concluido el proceso. Cí intentó hablar con su hermano, pero los guardias se lo impidieron, así que se dirigió a Feng para valorar la posibilidad de un recurso. Cuando se disponía a abandonar el recinto, vio a su padre postrarse de hinojos ante los familiares de Shang e implorarles perdón, pero los huérfanos lo apartaron como si fuera un despojo. Cí corrió a ayudarle, pero su padre lo rechazó con un aspaviento. El hombre se incorporó como pudo y se sacudió el polvo de sus ropas. Después salió del cobertizo sin volver la vista atrás mientras Cí se dejaba caer abatido, acompañado tan sólo por la amargura de sus sentimientos.
Transcurrió un rato antes de que Cereza se le acercara con sigilo. La muchacha ocultaba su rostro bajo una capucha porque se había escabullido un instante de su familia.
– No te aflijas -le susurró ella-. Tarde o temprano mi familia recapacitará y aceptará que vosotros no sois como Lu.
Cí intentó quitarle la capucha, pero ella se apartó.
– Lu nos ha deshonrado -acertó a decir él.
– En todos los campos aparecen plagas. Ahora, he de irme. Ruega a los dioses por nosotros. -Acarició su cabeza y se marchó corriendo.
Sin embargo, a pesar de que se iba a librar de su hermano, Cí no pudo evitar que le carcomieran los remordimientos.
De un modo que no alcanzaba a comprender, Cí se sentía en deuda con su hermano. Quizá fuera porque Lu le había protegido en su infancia, o quizá porque, pese a la hosquedad de su carácter, también había trabajado duro por ellos. Ante aquella tragedia, no le importaban las veces que Lu le hubiera maltratado, ni lo ignorante, necio o rudo que pudiera ser con él. Ni siquiera le importaba el hecho de que hubiera robado o que fuese un criminal. Porque, sobre todo, Lu era su hermano, y las enseñanzas confucianas le obligaban a respetarle y obedecerle por encima de cualquier otra circunstancia. Tal vez Lu no supiera ser mejor, pero no creía que su hermano fuese un asesino. Violento, sí, pero un asesino, no.
«¿O quizá sí?».
El día amaneció con la misma lluvia y los mismos relámpagos. Todo igual, salvo la ausencia de Lu.
Cí se desperezó. No había dormido en toda la noche, así que salió temprano al encuentro de Feng para interesarse por el futuro de su hermano. Encontró a Feng en los establos, preparando su equipaje junto a su ayudante mongol. Al percatarse, dejó sus pertenencias y se acercó a Cí. Le dijo que partían por tierra hacia Nanchang, donde embarcarían en una de las chalupas arroceras que navegaban hacia el Yangtsé. Viajaba hacia la frontera septentrional en una misión que le ocuparía varios meses y que no admitía dilación.
– Pero no podéis dejarnos así, con mi hermano a punto de morir.
– Eso aún no debería preocuparte.
Feng le aclaró que, en los casos de pena capital, el Alto Tribunal Imperial debía confirmar el veredicto en Lin’an, lo que implicaba el traslado de Lu a alguna prisión estatal hasta la emisión del dictamen definitivo.
– Y conforme al calendario establecido, eso no sucederá antes del otoño -concluyó.
– ¿Eso es todo? ¿Y un recurso? Podríamos interponer un recurso. Sois el mejor juez, y… -imploró.
– Sinceramente, Cí, aquí queda poco por hacer. El Ser de la Sabiduría detenta plena competencia sobre este asunto, y su honor se vería gravemente ofendido si yo me entrometiera. -Le alcanzó un fardo a su ayudante y se detuvo, pensativo-. Lo único que puedo intentar es recomendar que trasladen a tu hermano a Sichuan, al oeste del país. Allí conozco al intendente que gobierna las minas de sal y sé por él que a los reos que trabajan con ahínco los mantienen con vida más tiempo. Además, como te he dicho, un asunto inexcusable me reclama en el norte y…
– Pero ¿y las pruebas? -Cí le dejó con la palabra en la boca-. Nadie en su sano juicio asesinaría por tres mil qián…