Pocas veces podían hablar. Las estrictas reglas del noviazgo lo dificultaban hasta el punto de especificar los acontecimientos y fiestas en las que podían encontrarse, pero ellos se las apañaban de tanto en tanto para coincidir en el mercado y rozarse las manos por debajo de los puestos de pescado o dirigirse miradas cuando no se sentían observados.
La deseaba. A menudo fantaseaba con el tacto de su piel nívea, su cara redondeada o sus caderas rellenas. Soñaba con sus pies, siempre ocultos incluso durante los actos más íntimos, que imaginaba pequeños y gráciles como los de su hermana Tercera. Unos pies que la madre de Cereza le había vendado desde pequeña para que se parecieran a los de las mujeres de alta alcurnia.
El golpeteo de la lluvia le arrancó de su ensoñación, haciéndole volver a una noche en la que ni los perros dormirían al raso. Observó que diluviaba como si los dioses hubieran destrozado los diques celestiales, y tan sólo el esporádico fulgor de los relámpagos interrumpía la negrura y el silencio. Sin duda, era la peor noche de su vida. Y, aun así, no se movió. Prefirió empaparse como una rata a regresar a su casa y enfrentarse de nuevo a la incomprensible ira de un padre obcecado. No sabía bien qué hacer. A través de los resquicios susurró a Cereza que la amaba, y ella golpeó una vez para responderle. No podían hablar porque despertarían a su familia, pero al menos él percibía cercana su presencia, así que se acurrucó contra la pared y se dispuso a pasar la noche bajo el alero, al abrigo de la tormenta. Antes de dormir recordó su conversación con el Ser. En realidad, no había dejado de pensar en sus palabras. Quiso soñar que la propuesta del magistrado, aunque plena de egoísmo, permitiría a Lu conservar la vida.
Capítulo 6
Durmió hecho un guiñapo junto a la casa de Cereza hasta que un terrible estruendo retumbó a sus espaldas. Aturdido, Cí se frotó los ojos sin comprender lo que sucedía cuando un griterío hizo que dirigiera su mirada hacia la extensa columna de humo que se elevaba en el extremo norte de la aldea. El corazón se le paralizó. Justo allí se alzaba su casa. Impulsado por un terror desconocido, se unió a la riada de aldeanos que surgían como topos escapando de sus madrigueras y corrió como un desesperado, apartando a los curiosos, cada vez más rápido, cada vez más sobrecogido.
Conforme se acercaba, las fumaradas comenzaron a adherirse a sus pulmones como una pasta seca que tornó su saliva en un lodo espeso y acre. Apenas si veía. Tan sólo escuchaba alaridos y llantos, lamentos y figuras que deambulaban como fantasmas en pena. De repente, se topó con un muchacho ensangrentado que andaba con la mirada espantada. Era su vecino Chun. Le cogió por los brazos para preguntarle qué había ocurrido, pero sus manos sólo encontraron un muñón abierto. Luego el chico se desplomó como un juguete roto y expiró.
Cí saltó por encima de él para adentrarse en la maraña de cascotes, maderos y lastras que salpicaban el barro de la calle. Aún no divisaba su casa. La de Chun había desaparecido. Todo estaba destruido. No quedaba nada.
Entonces el pánico le paralizó.
Donde antes se alzaba su casa ahora sólo quedaban los restos del infierno: un cementerio de piedras, vigas y lodo esparcido sobre un páramo de paredes derruidas entre el crepitar de las llamas. Un olor denso y acre lo inundaba todo, pero lo que realmente le asfixiaba era la certeza de que cuantos se encontraran bajo aquellos cascotes yacían ya en su propia tumba.
Sin pensarlo, se abalanzó hacia el estercolero de vigas y trastos desvencijados que se amontonaban ante él, aullando los nombres de sus padres y de su hermana mientras movía piedras y maderos, trepaba por las paredes desmoronadas y retiraba cascotes sin cesar de gritar.
«Tienen que estar vivos. ¡Dioses bondadosos, no me hagáis esto! ¡No me lo hagáis!».
Empujó unas vigas y apartó los restos de un sillón aplastado mientras resbalaba por los pedazos de tejas barnizadas. Una de ellas le produjo un corte en un tobillo, pero no se enteró. Continuó escarbando como un poseso dejándose las uñas en el barro y las pilastras, con las palpitaciones de sus sienes impidiéndole razonar. De repente, unas manos cerca de él le sobresaltaron. Creyó que pertenecían a su padre, pero entre el humo advirtió que se trataba de alguien que escarbaba a su lado. Entonces alzó la vista y comprobó que eran varios los vecinos que se afanaban en retirar los escombros con la avidez de unos saqueadores de sepulcros.
«Malditas sanguijuelas».
Iba a atacarles cuando una de las figuras comenzó a gritar y algunas personas acudieron a toda prisa, haciéndole comprender que tan sólo intentaban ayudarle. Corrió junto a ellos y entre todos apartaron lo que quedaba de una pared.
Lo que vio le heló la sangre.
Aplastados bajo los cascotes yacían los cadáveres enfangados de sus padres. De repente, perdió pie y se golpeó con algo en la cabeza. Luego no recordó nada más allá del humo y la negrura.
Cuando Cí recobró el sentido, no comprendió qué hacía tumbado en medio de la calle y rodeado de desconocidos. Intentó incorporarse, pero un vecino se lo impidió. Entonces advirtió que alguien le había cambiado sus harapos de jornalero por una muda blanca: el color de la muerte y el luto. La garganta aún le sabía a humo. Necesitaba beber algo. Trató de recordar, pero su mente era un torbellino incapaz de distinguir el sueño de la realidad.
– ¿Qué…? ¿Qué ha sucedido? -logró articular.
– Te golpeaste en la cabeza -le dijeron.
– ¿Pero qué ha ocurrido?
– No lo sabemos. Probablemente fue un rayo.
– ¿Un rayo?
Cí comenzó a recuperar la memoria. De repente, un fogonazo restalló en su cabeza. El mismo que le había despertado la noche anterior. Desesperado, miró a su alrededor en busca de su familia.
«No es verdad. Tiene que ser un sueño».
Pero las imágenes le asaltaron a borbotones: el estruendo en medio de la noche, la montaña de cascotes, el cieno, los cadáveres… Se incorporó preso de agitación y corrió descalzo calle abajo. Entonces la visión le heló el corazón.
Entre las tinieblas del amanecer aún se apreciaban los vestigios de la humareda sobre el lugar en el que Lu había erigido su vivienda. Gritó hasta romperse la garganta y aun así continuó. Por mucho que lo implorara, aquello no era un sueño, y el terror volvió a golpearle.
Mientras intentaba pensar, divisó un corro de gente que cuchicheaba frente a las ruinas de lo que había sido su casa. Cuando se acercó hacia los escombros, el corro se abrió como un bloque de mantequilla separado por un cuchillo caliente. Cí avanzó despacio, a sabiendas de que aquel lugar sólo era una tumba improvisada. Olía a muerte. Era un aroma acre y lúgubre, un hedor intenso que se mezclaba extrañamente con el de la madera quemada. Caminó despacio mientras sus pupilas se acostumbraban a la poca luz que se filtraba por las grietas del techado, arrastrando sus pies renuentes hasta detenerse a un paso de los primeros cuerpos tumbados sobre el suelo. Entre los cadáveres reconoció al joven Chun y a otros vecinos. Luego un grito rasgó su garganta cuando contempló en el fondo, aún cubiertos de cieno y sangre, los cuerpos abrasados de sus padres.
Lloró hasta vaciarse y después destiló el hueco de pena que le habían dejado las lágrimas.
Cuando se serenó, le contaron que el rayo había caído sobre la ladera situada a espaldas de su casa y que el desprendimiento y el incendio posterior habían afectado a cuatro viviendas. En total eran seis los fallecidos. Pero entre ellos no estaba su hermana.
– La encontraron acurrucada bajo unas maderas -le informó uno de los otros familiares-. Sólo tiene una torcedura.