Cí asintió. Pese al alivio que le suponía la noticia, sus padres seguían allí, callados, inermes. La angustia le atenazó. Le corroyó tanto como los remordimientos que le envenenaban. Lamentó haber discutido con su padre y el extraño designio que le había conducido a pernoctar fuera de la casa. Si en lugar de rebelarse hubiese complacido a su padre, si le hubiese obedecido y hubiera permanecido junto a ellos, tal vez ahora todos estarían vivos.
O tal vez habría perecido con ellos.
Se cuestionó qué tipo de horrible conjunción había desatado contra él el firmamento: el asesinato de Shang, la condena de Lu, la fatal tormenta, la muerte de sus padres… ¿Era acaso el precio que debía pagar por su obstinado orgullo? Si al menos estuviera Feng para consolarle…
De repente se acordó de la pequeña Tercera. ¡Su hermana seguía viva! Quizá por esa razón había sobrevivido. Quizá para cuidarla.
Cuando le contaron que el viejo Sin Dientes la había acogido en su casa, corrió como un loco a buscarla. Al llegar la encontró dormida, ajena al duelo y a la tristeza, y decidió que permaneciera así. La mujer de Sin Dientes la había cubierto con una colcha de lino y le había prestado una muñeca de trapo que la cría abrazaba como si ya le perteneciera. Cí les agradeció sus cuidados y les pidió que la cuidaran mientras se ocupaba de sus padres. Sin Dientes no puso impedimento, pero la mujer murmuró algo por lo bajo. Cí se despidió de ellos y regresó a las ruinas que ahora ocupaban su casa.
Se encargó de que los cuerpos de sus padres fueran trasladados al cobertizo que Bao-Pao había habilitado para acoger todos los cadáveres. Allí les veló hasta el mediodía. Luego volvió al lugar del desastre con la intención de recuperar cuanto quedara de valor antes de que cualquier desaprensivo se le adelantase.
A la luz del día pudo apreciar que el alud procedente de la ladera había afectado a una hilera de seis viviendas de la veintena que lindaban con la montaña. Las dos situadas a los extremos, aunque dañadas, aún se mantenían en pie, pero las otras cuatro, entre las que se incluía la suya, aparecían devastadas. Numerosos vecinos participaban en las labores de desescombro, pero ninguno lo hacía en su casa. De hecho, al advertir su presencia, algunos le señalaron como el responsable de la desgracia.
Cí apretó los dientes, se arremangó la camisola y comenzó a trabajar.
Durante horas estuvo apartando el lodo y el cieno con la ayuda de una azada, moviendo tablones y retirando el amasijo de muebles rotos, restos de ropa, lastras y tejas que se amontonaban entre los cascotes. Pero a cada paso encontraba objetos que le impedían proseguir porque le revolvían el alma. Entonces se detenía y ocultaba su rostro humedecido por las pocas lágrimas que le quedaban. Encontró hecha añicos una vajilla de porcelana blanca que su madre adoraba. Pese a ello, reunió cuantos pedazos encontró y los protegió cuidadosamente con un trapo como si fueran recién comprados. También halló los pinceles de su padre, asombrosamente intactos. Con ellos había aprendido a escribir sobre su regazo. Los limpió de uno en uno y los guardó junto a la vajilla. Apartó unos peroles de hierro y algunos cuchillos que, aunque abollados, podían repararse y dejó de lado los despojos de modillones, cerchas y saledizos primorosamente labrados que ya sólo servirían como leña en invierno. Entre los arcones descubrió aplastados algunos textos confucianos que su padre aún conservaba de su época de estudiante. Los colocó sobre un tablón quemado y continuó con el trabajo.
De repente, escuchó unas risas a sus espaldas. En un primer instante no distinguió a nadie, pero después advirtió una pequeña sombra fugaz que se parapetaba tras un murete. Cí se alertó. Sin embargo, al acercarse reconoció a su vecino Peng, un diablillo de seis años que, pese a no llegarle a la cintura, era despabilado como pocos. Le ofreció unas nueces que había encontrado entre los escombros, pero el crío se escondió con una sonrisa pícara que mostraba sus dientes mellados. Cuando Cí le reiteró la oferta, el pilluelo se acercó.
– ¿Las quieres?
El crío volvió a reír y asintió con nerviosismo.
– Serán tuyas si me cuentas lo que ocurrió. -Cí sabía que el mozuelo había permanecido en vela las últimas noches por culpa de los dientes. El crío miró hacia atrás de reojo, como si temiera que lo pillasen robando un caramelo.
– Cayó un relámpago y la montaña se derrumbó. -Rio e intentó robarle las nueces, pero Cí las retiró antes de que el crío pudiera arrebatárselas. Luego se las tendió de nuevo.
– ¿Estás seguro?
– Vi a unos hombres…
– ¿A unos hombres?
El niño iba a contar algo más cuando un grito les interrumpió. Era la madre del muchacho ordenándole que regresara, así que éste demudó el semblante y corrió hacia su madre como si le persiguiera un diablo. Iba a desaparecer cuando Cí le llamó. Peng se detuvo y Cí le arrojó las nueces a los pies. El crío se agachó para recogerlas, pero cuando se encontraba a un palmo de ellas, la madre le arreó un empellón y lo alzó a hombros impidiéndoselo.
Cí se lamentó. Sacudió la cabeza y volvió al trabajo.
A media tarde ya sólo le faltaba por remover las rocas más grandes. De buena gana las habría dejado allí, pero necesitaba recuperar el arcón con el dinero que su padre había ahorrado para afrontar los gastos del retorno a la capital, un dinero que precisaría para satisfacer el chantaje del Ser. Así pues, paró a tomar aliento y comenzó a retirar piedras. Sin embargo, una hora y varios rasponazos más tarde, hubo de admitir que, sin ayuda, jamás lograría mover las piedras más grandes. Se disponía a renunciar cuando de repente descubrió la esquina del arcón que buscaba bajo una enorme pilastra.
«Aunque sea lo último que haga, a ti sí podré apartarte».
Aferró una viga con la que hacer palanca y la encajó entre la piedra y el arcón. Luego empujó hasta que sus músculos crujieron, sin lograr que la roca se moviera. Lo intentó un par de veces más antes de comprender que debía variar la posición de la palanca. Añadió un par de cuñas para mejorar el ataque, metió el hombro bajo la viga y sus piernas buscaron apoyo. Todo su cuerpo se endureció mientras sus huesos temblaban. Al tercer intento, la piedra cedió, rodando montículo abajo en una nube de polvo. Cuando la polvareda se disipó, Cí advirtió que la cerradura del arcón había cedido con el impacto, así que lo abrió con avidez, pero, tras vaciar su contenido, no halló ni un solo qián. Tan sólo había paños y telas. La conmoción le impidió reaccionar.
– Lo siento. Mi mujer ha dicho que no podemos quedárnosla -oyó pronunciar a sus espaldas.
Cí se volvió con un respingo para darse de bruces con Sin Dientes, el vecino que provisionalmente se había hecho cargo de Tercera. La pequeña, con un puchero en la cara, permanecía tras él aferrada a la muñeca de trapo.
– ¿Cómo? -El joven no entendió.
– Mi hija tiene otra igual -señaló a la muñeca-. Si quiere, puede quedársela -añadió.
Cí se mordió los labios. Sabía que estaba solo, pero lo que ignoraba era que incluso los hasta entonces amigos de su padre también le rechazarían. De todas formas, juntó los puños frente a su pecho para agradecerle la muñeca. Sin Dientes no le contestó. Tan sólo se dio la vuelta y desapareció con el mismo sigilo con el que le había sorprendido.
El joven miró a Tercera, que, callada y sumisa, parecía esperar una respuesta. La cría le miraba expectante, con una sonrisa con la que podría comprarse la felicidad. Cí pensó que era una niña maravillosa. Enferma, pero maravillosa. Observó las ruinas que les rodeaban y se volvió hacia la pequeña. La besó y le revolvió el pelo mientras buscaba un lugar donde acomodarla. Encontró una rama gruesa que se asemejaba a un caballo y la montó a horcajadas haciéndole el gesto de cabalgar. Pese a la tos, la niña se rio. Cí la imitó mientras la tristeza le atenazaba. Contempló las ruinas y luego a su hermana.