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Antes del anochecer Cí consiguió una ración de arroz hervido que pagó al precio de dos para alimentar a Tercera. Él se conformó con lamer los restos del tazón y beber un trago de agua fresca. Luego construyó un precario techado empleando ramas secas con las que también improvisó un lecho en el que acostar a la cría. Le explicó que sus padres habían emprendido un viaje a los cielos y que ahora él cuidaría de ella, le aclaró que tendría que obedecerle siempre y que pronto construiría una nueva casa grande con un jardín lleno de flores y un columpio de madera. Luego la besó en la frente y esperó a que se durmiera.

En cuanto Tercera cerró los ojos, Cí volvió al trabajo. Con los últimos vestigios de luz levantó mimbres, pilastras y maderos, hasta darse por vencido. No aparecían los ahorros ni el cofre rojo. Imaginó que alguien los habría robado.

Se tumbó junto a Tercera y cerró los ojos enfrentado a un dilema irresoluble: si en seis años de esfuerzo su padre sólo había logrado reunir cien mil qián, ¿de dónde sacaría los cuatrocientos mil que el Ser le exigía para liberar a su hermano?

Capítulo 7

Aquella misma madrugada, Cí maldijo al dios de las tormentas. Se levantó en medio del aguacero y corrió a proteger los libros que había logrado recuperar del desastre, con la idea de que, a poco que valiesen, podría venderlos por la mañana. Una vez puestos a cobijo, contempló la estrafalaria colección de objetos que había rescatado de entre los escombros y que comprendía varios libros de su padre, una almohada de piedra, dos marmitas de hierro, unas mantas de lana medio chamuscadas, alguna que otra muda de ropa, dos hoces con los mangos quemados y una guadaña mellada. Imaginó que por todo ello no conseguiría ni dos mil qián en el mercado. Eso, si es que alguien los compraba. También había salvado un saco de arroz, otro de té, un bote de sal y la medicina de Tercera, además de una valiosa pierna de cerdo ahumada que su madre había adquirido para agasajar al juez Feng. Con aquellos víveres podrían sobrevivir mientras él se organizaba. Aparte, había encontrado cuatrocientos qián en monedas y un billete de cambio valorado en otros cinco mil. En total, contando con lo que sacara por la madera para leña, el valor de sus posesiones ascendía a poco más de siete mil qián. Más o menos, el mismo sueldo que una familia de ocho miembros obtenía en dos meses de trabajo. Se quedó mirando el arcón de los ahorros, preguntándose qué habría sido de ellos.

Emprendió una última batida aprovechando los primeros rayos de sol. Paseó de nuevo sobre los maderos, apartó unas pilastras y levantó los restos del somier de bambú para escarbar bajo el lecho de tierra con la avidez de un sabueso.

Se rio de pura desesperación.

Hasta el día en que descubrió el cuerpo de Shang, sus preocupaciones se habían limitado a madrugar cada mañana, lamentarse por los campos que debía arar y añorar su etapa en la universidad. Pero, al menos, había dispuesto de un techo donde cobijarse y una familia que le protegía.

Ahora todas sus posesiones se reducían a dos bocas hambrientas y unas cuantas monedas. Pateó una viga con impotencia y se sentó. Pensó en sus progenitores. Tal vez no había entendido las decisiones de su padre en los últimos días, pero, hasta entonces, siempre había sido un hombre íntegro y cabal. Quizá algo severo, pero honesto y juicioso como pocos. Se culpó por su rebeldía, la misma que le había conducido a odiarle en un estúpido arrebato; la necedad que le había impulsado a pasar la noche fuera de su casa en lugar de permanecer junto a ellos para cuidarlos.

Finalmente, dio por concluida la búsqueda tras comprobar que lo más valioso que quedaba era un nido de cucarachas. Escondió en el pozo las pertenencias que había recuperado y despertó a su hermana. Nada más abrir los ojos, Tercera preguntó por su madre. Mientras cortaba unas tajadas de la pata de cerdo ahumada, Cí le recordó que padre y madre habían emprendido un largo viaje.

– Pero te están vigilando, así que pórtate como una mujercita.

– ¿Y dónde están?

– Detrás de aquellas nubes. Venga, ahora cómetelo todo o se enojarán. Que ya sabes cómo se pone padre cuando se enfada.

– La casa sigue rota -señaló mientras mordisqueaba la carne.

Cí asintió. Era un problema. Intentó buscar una respuesta.

– Ya estaba vieja. Pero construiré una más grande. Aunque para eso me tendrás que ayudar. ¿De acuerdo?

Tercera tragó y afirmó al mismo tiempo. Cí le abrochó los botones de su chaqueta y ella recitó la cantinela que su madre le había enseñado cada mañana.

– Los cinco botones representan las virtudes que debe guardar una niña: la dulzura, el buen corazón, el respeto, el ahorro y la obediencia.

Cí aprovechó para añadir la alegría.

– Ésa no me la dice mamá.

– Me lo acaba de susurrar al oído.

Sonrió y la besó en una mejilla. Luego se acomodó a su lado y pensó en el Señor del Arroz. Tal vez en él radicara la solución a sus problemas.

* * *

Tenía faena por delante: reunir cuatrocientos mil qián podía resultar más complicado que trasladar de sitio una montaña, pero durante la noche había elaborado un plan que quizá le sirviera.

Antes de partir, cogió el código penal que había rescatado de los escombros y consultó los capítulos referentes a las condenas por asesinato y las conmutaciones de penas. El texto era claro al respecto. Una vez cerciorado, dedicó unos instantes al recuerdo de sus padres y les ofrendó una tajada de cerdo sobre un altar improvisado. Cuando terminó sus plegarias, rogó benevolencia a sus espíritus, cogió a Tercera en volandas y se encaminó hacia la hacienda del Señor del Arroz, el dueño de casi todas las tierras de la aldea.

En la muralla que delimitaba la entrada a la finca le salió al paso un hombretón mal encarado de brazos tatuados, pero cuando Cí le anunció sus intenciones, se lo franqueó y le acompañó a través de los jardines hasta un coqueto templete desde el que se dominaban las terrazas de arroz de las montañas. Allí, un anciano de gesto adusto descansaba sobre un palanquín, abanicado por una concubina. El hombre examinó a Cí con el tipo de mirada de quien valora a una persona por la calidad de sus zapatos y torció el gesto, pero lo mudó por una sonrisa cuando el centinela le indicó el motivo de la visita.

– De modo que quieres vender las tierras de Lu. -El Señor del Arroz le ofreció asiento en el suelo-. Siento lo de tu familia. Aun así, no es buena época para los negocios.

«Sobre todo en mis circunstancias, ¿no?».

Cí aceptó con una reverencia y envió a Tercera a jugar con los patos en el estanque de la casa. Tomó asiento sin prisa. Se había preparado la respuesta.

– He oído hablar de vuestra inteligencia -le aduló Cí-, pero más aún de vuestro tino para los negocios. -El anciano lució su vanidad con una sonrisa mentecata-. Sin duda, pensaréis que mi situación me obliga a malvender las propiedades de mi hermano. Sin embargo, no he venido aquí a regalaros nada, sino a ofreceros algo de un valor incalculable.

El anciano se reclinó en su palanquín, como si dudara entre escuchar a Cí o mandar que lo azotaran. Finalmente, le indicó que prosiguiera.

– Sé que desde hace tiempo Bao-Pao andaba en tratos con mi hermano -mintió Cí-. Su interés por las tierras de Lu venía de antiguo, desde antes de que mi hermano las adquiriera.

– No veo en qué puede eso interesarme. Poseo tantas tierras que necesitaría esclavizar diez pueblos enteros para poder cultivarlas -replicó con desdén.