Выбрать главу

– Es cierto. Y por esa razón estoy aquí y no en casa de Bao-Pao.

– Muchacho, estás colmando mi paciencia. Explícate o haré que te saquen a rastras.

– Su dignidad posee más tierras que Bao-Pao. En efecto, es más rico, pero no es más poderoso. Él es el caudillo. Su dignidad, con todos mis respetos, tan sólo un hacendado.

El hombre dejó escapar un gruñido. Cí supo que había acertado. Entonces continuó.

– Todos en el pueblo saben del interés de Bao-Pao por las tierras de Lu -agregó-. Su anterior dueño se negó mil y una veces a vendérselas por la enemistad ancestral que les enfrentaba.

– Y tu hermano se aprovechó para conseguirlas en una noche de juego… ¿Acaso crees que desconozco la historia?

– Y mi hermano se negó a vendérselas por la misma razón que el anterior propietario: porque el arroyo discurre por sus lindes y eso garantiza el riego incluso en los periodos de estiaje. Su dignidad posee las tierras inferiores, que se abastecen del agua del río, pero los terrenos de Bao-Pao se sitúan en la parte alta de las laderas, donde el agua no llega si no es con un sistema de bombas de pedales.

– Que no puede emplear porque atravesaría mis dominios. ¿Y bien? Ya sabemos que poseo más tierras de las que puedo cultivar y que dispongo de agua en abundancia. ¿Por qué habría de interesarme tu mísera parcela?

– Precisamente para evitar que se la venda a Bao-Pao. Pensad que si lo hiciera, el caudillo no sólo disfrutaría del poder, sino también de la abundancia que le proporcionaría el riachuelo de mi hermano.

El hacendado le miró de arriba abajo mientras rumiaba un bocado inexistente. Sabía que cuanto argumentaba Cí era cierto. Lo que desconocía era cuánto iba a costarle.

– Mira, muchacho, tus tierras no valen nada para mí. Si BaoPao las quiere, véndeselas a él.

«Sólo está fanfarroneando, Cí. Aguanta el envite».

– ¡Tercera! ¡Deja esos patos! -gritó Cí mientras se levantaba-. En fin, es normal que un caudillo consiga lo que se proponga y que un simple hacendado no sea capaz de impedírselo.

– ¿Cómo te atreves?

Cí no respondió a su amenaza. Simplemente se dio la vuelta y comenzó a descender la escalinata.

– ¡Doscientos mil! -le interrumpió el Señor del Arroz-. Doscientos mil qián por tu parcela.

– Cuatrocientos mil -replicó Cí sin inmutarse.

– ¿Bromeas? -Rio con sarcasmo-. Cualquiera sabe que ese terreno no vale ni la mitad de lo que te ofrezco.

«Tal vez tú lo sepas, pero tu codicia no».

– Bao-Pao me ha ofrecido trescientos cincuenta mil -volvió a mentir, jugándoselo todo a una baza-. Humillarle os costará cincuenta mil más.

– ¡Ningún imberbe va a decirme cuánto debo pagar por un pedazo de tierra! -farfulló.

– Como queráis, dignidad. Seguro que en el futuro seréis feliz admirando las cosechas de Bao-Pao.

– Trescientos mil -le atajó-. Y si elevas un grano de arroz tu precio, pagarás cara tu insolencia.

Cí terminó de descender la escalinata. Trescientos mil qián era vez y media el valor real de la tierra. Se dio la vuelta y encontró al Señor del Arroz a su espalda. Ambos sabían que el trato les convenía.

Antes de firmar el documento de cesión, el Señor del Arroz se aseguró de que la tierra le perteneciera.

– No os preocupéis. La ley me ampara. Con mi hermano condenado, ahora ejerzo de primogénito -aseguró Cí.

El anciano asintió.

– Una última cosa, muchacho. -El joven alzó la vista mientras terminaba de contar el dinero-. Yo también contaré hasta el último mu de tierra. Y si falta un solo grano, juro que haré que te arrepientas.

* * *

A media mañana Cí acudió al mercado cargado con las pocas pertenencias que había salvado, pero obtener de ellas quinientos qián resultó más complicado que intentar derretir una piedra. Al final, logró redondear la cifra añadiendo a la transacción las perolas de hierro y los cuchillos, utensilios que pretendía haber conservado para cocinar lo que consiguiera. Los libros no se los compraron porque en la aldea apenas si sabían leer, pero consiguió que los aceptaran como combustible a cambio del usufructo de un granero abandonado en el que podría descansar con Tercera. Tan sólo conservó los alimentos y el código penal de su padre, el cual le sería más útil que la nadería que le ofrecían. De regreso, dejó a Tercera en el granero y le encargó que vigilara la pata de cerdo.

– Sobre todo, de los gatos. Y si viene alguien, grita.

Tercera se colocó firme delante de la pata y adoptó el gesto de una fiera. Cí sonrió, atrancó la puerta del granero y, tras asegurarle que regresaría antes del mediodía, se encaminó hacia la casa de Bao-Pao.

Nada más llegar al cobertizo en el que descansaban los cadáveres, se interesó por las exequias de sus progenitores. El ataúd de su padre llevaba tiempo fabricado, conforme a lo estipulado en el libro de los ritos, el Li Ji. Cumplidos los sesenta, el féretro y los objetos necesarios para un correcto funeral debían revisarse una vez al año; pasados los setenta, una vez cada estación; vencidos los ochenta, una vez al mes, y superados los noventa, se mantendrían en buen estado cada día. Su padre había alcanzado los sesenta y dos, pero su madre no había llegado a los cincuenta, de modo que tenía que adquirir un ataúd para ella. Encontró al carpintero atendiendo a los familiares de las otras víctimas, así que hubo de satisfacer un precio que se le antojó abusivo a cambio de que aquella misma tarde lo tuviera dispuesto.

Se acercó a los cuerpos de sus padres y les hizo una reverencia. Aún no habían lavado los cadáveres y su aspecto comenzaba a tornarse repulsivo. Él mismo se encargó de adecentarlos con agua y paja, aromatizarlos con una lágrima de perfume que se apropió en un descuido y vestirlos con algunas de las prendas que le habían prestado. No disponía de velas ni de incienso, pero quiso pensar que a sus padres no les importaría. Los miró con tristeza, a sabiendas de que ya nada sería igual en su vida. Mientras rezaba por sus espíritus, les juró que él se encargaría de que nada malo le sucediera a su hermana. En ese momento adquirió conciencia de lo solo que estaba. Agotó junto a ellos el plazo que le había dado el Ser para negociar el indulto de su hermano, cumplimentó de nuevo a sus padres y salió del cobertizo con la vista nublada.

Un sirviente le condujo hasta las dependencias privadas del Ser, que le recibió dentro de una tina, atendido por uno de sus ayudantes. Cí jamás había contemplado antes a un hombre con tantas lorzas juntas bajo la pechera. Al verle, el Ser ordenó al servicio que se retirara.

– Un joven puntual. Éste es el tipo de negociante que me gusta. -Sonrió mientras alcanzaba un pastelillo de arroz. Le ofreció otro a Cí, que éste rechazó.

– Preferiría hablar de mi hermano. Su sabiduría me garantizó que conmutaría la pena de muerte si satisfacía la multa

– Dije que lo intentaría… Dime, ¿has traído el dinero?

– Pero, ilustrísima, aseguró que lo haría.

– ¡Déjate de estupideces, muchacho! ¿Lo tienes o no? -El magistrado salió del barreño dejando al aire sus vergüenzas. Cí no se intimidó.

– Trescientos mil. Es cuanto tengo. -Dejó los billetes sobre los pastelillos, advirtiendo al instante que su propio comportamiento rozaba la insolencia. Sin embargo, al Ser no pareció importarle. Cogió el dinero y lo contó con avidez. Sus ojos parecían brillantes bolas de vidrio a punto de saltar de sus cuencas.

– Establecimos cuatrocientos mil. -Elevó una ceja, pero se guardó los billetes.