El entierro fue una despedida rápida y sencilla. Dos siervos de BaoPao condujeron los dos ataúdes en sendas carretillas hasta la Montaña del Descanso, un paraje cercano poblado de bambúes donde reposaban la mayoría de los fallecidos de la aldea. Cí buscó un lugar hermoso donde el sol de la mañana incidiera pronto y el viento arrullara los árboles. Cuando la última paletada de tierra ocultó los féretros, Cí supo que su tiempo en la aldea había concluido. En otras circunstancias habría reconstruido la casa, se habría empleado como peón en el arrozal y, cuando hubiese finalizado el luto, habría contraído matrimonio con Cereza. Con los años, si los hijos y los ahorros se lo hubiesen permitido, habría regresado a Lin’an para cumplir su sueño de presentarse a los exámenes imperiales y buscar un buen marido para Tercera. Pero ahora su única opción pasaba por la huida. En el poblado, tan sólo le aguardaba la ira del Señor del Arroz y el odio de los aldeanos.
Se despidió de los cuerpos de sus padres y pidió a sus espíritus que le acompañasen allá donde fuera. Luego simuló que se encaminaba hacia la hacienda del Señor del Arroz, pero en cuanto los siervos de Bao-Pao le perdieron de vista, volvió sobre sus pasos y les siguió hasta el almacén donde custodiaban a su hermano.
Esperó a que se marcharan. Después rodeó el edificio para verificar el número de centinelas. Sólo uno vigilaba en la puerta, pero no sabía qué hacer. Esperó acurrucado mientras la desesperación le consumía. El tiempo corría en su contra y, sin embargo, algo le impulsaba a hablar con su hermano antes de huir. Por muchas pruebas que lo incriminasen, no podía admitir que fuera un asesino.
Miró a su alrededor. El lugar estaba despejado. Tan sólo la figura de aquel maldito centinela.
Analizó detenidamente sus opciones. Si intentaba sobornar al guardia, se arriesgaba a que le detuvieran. Por un instante, se planteó provocar un incendio para desviar su atención, pero carecía de yesca y pedernal, y aunque lo consiguiera, también podía provocar el efecto contrario y atraer a más gente a la cuadra. Mientras se devanaba los sesos descubrió un ventanuco a pocos pasos de él. No era muy amplio, pero quizá cupiera. Usó un tonel como soporte y saltó hasta alcanzar el pretil de la ventana. Flexionó los brazos y trepó hasta encaramarse. Desafortunadamente, la estrechez del ventanuco le impidió franquearlo, pero pudo avistar en el interior del cobertizo una figura acurrucada. Poco a poco sus pupilas se fueron acostumbrando a la penumbra y la figura agachada cobró forma hasta convertirse en un inhumano amasijo de carne. Sus miembros ensangrentados parecían desprendidos de sus coyunturas y la cabeza, abatida hacia abajo, en una mueca de dolor, mostraba una posición imposible. Tenía la lengua cortada y las cuencas vacías.
Cí cayó al suelo desplomado. La mente le bullía mientras su boca intentaba, en vano, pronunciar un nombre. Balbuceó algo mientras se levantaba tambaleándose, vacilando y tropezando a cada paso, cayendo e incorporándose de nuevo sin prestar atención a su destino. Una violenta convulsión le sacudió antes de vomitar. La figura informe, rota y masacrada era la de Lu. Lo habían torturado y asesinado. No quedaba nada de él. Sólo el rencor que debía anidar en su alma.
Tenía que huir de la aldea. El Señor del Arroz le reclamaría unas tierras que ya no eran suyas o un dinero que ya no tenía, y ni éste ni el Ser de la Sabiduría atenderían a razones. Corrió al encuentro de Cereza para informarle de sus intenciones y pedirle que le esperara hasta que se demostrase su inocencia. Sin embargo, la respuesta de la joven fue rotunda: jamás se casaría con un fugitivo sin oficio ni tierras.
– ¿Es por lo de mi hermano? Si ése es el motivo, ya no tienes que preocuparte. Te repito que lo han ajusticiado. ¿Me oyes? Está muerto. ¡Muerto! -Cí se lamentó desde el otro lado de la celosía que clausuraba la ventana.
Esperó un rato, pero la joven no contestó. Aquélla fue la última vez que oyó hablar a Cereza.
Segunda parte
Capítulo 8
Encontró a Tercera igual que la había dejado. La pequeña parecía feliz, ajena a cualquier peligro. Cí la felicitó por haber vigilado tan bien la pata de cerdo y le cortó una loncha como recompensa. Mientras la niña comía, Cí cambió su atuendo blanco de luto por un conjunto de arpillera burda que había pertenecido a su padre. Estaba sucio, pero al menos no lo reconocerían. Luego lio un hatillo en el que metió las monedas que le quedaban, el código penal, algo de ropa y la pierna de cerdo. Guardó el billete de cambio de cinco mil qián en una bolsa que escondió bajo las ropas de Tercera, se echó el hatillo a la espalda y cogió de la mano a la pequeña.
– ¿Quieres viajar en barco? -Le hizo cosquillas sin esperar a que contestara-. Ya verás cómo te gusta.
Cí rio con amargura.
Se dirigieron al muelle dando un rodeo. Su primer pensamiento había sido dirigirse a Lin’an siguiendo la ruta terrestre del norte, pero, precisamente por ser la habitual, había decidido evitarla. La ruta fluvial, aunque más larga, sin duda resultaría más segura.
Recordó que en época de cosecha numerosas barcazas de arroz partían en dirección al puerto marítimo de Fuzhou junto a pequeñas gabarras cargadas de maderas preciosas que tras alcanzar el mar oriental continuaban la singladura costa arriba con destino a la capital. Sólo debía localizar una y embarcar antes de que zarpara.
Ante el temor de que hubieran dado la voz de alarma, Cí evitó el muelle principal y se dirigió al extremo sur del embarcadero, donde los braceros efectuaban las labores de desestiba. Allí, sobre un chalupón medio desfondado, un anciano de piel manchada orinaba balanceándose mientras observaba a sus marineros jalar con fuerza de las sogas. Cí escuchó que se dirigían a Lin’an, así que aguardó a que el viejo bajase a tierra para proponerle que les llevara. El hombre se sorprendió, pues aunque era común que los aldeanos aprovechasen las barcazas para sus viajes, habitualmente negociaban los precios en la consigna.
– Es que debo un dinero al consignatario que no puedo pagar ahora -se excusó Cí y le ofreció un puñado de monedas que el viejo rechazó denegando con la cabeza.
– No es suficiente. Además, la barcaza es pequeña, y ya ves cómo va de cargada.
– Señor, os lo suplico. Mi hermana está enferma, y necesita medicinas que sólo se consiguen en Lin’an…
– Pues viaja en carro por el norte. -Se sacudió el miembro y lo guardó bajó los pantalones.
– Por favor… La niña no aguantará por tierra.
– Mira, chico, esto no es un hospicio, de modo que si quieres embarcar, tendrás que hurgarte la talega.
Cí le aseguró que le ofrecía cuanto tenía, pero el viejo no se ablandó.
– Trabajaré durante la singladura. -No quiso decir que disponía del billete de cambio.
– ¿Con esas manos abrasadas?
– No os dejéis engañar por mi aspecto… Trabajaré duro y, si fuera necesario, os pagaré el resto cuando desembarquemos.
– ¿En Lin’an? ¿Y quién te espera allí? ¿El emperador con un saco de oro? -Se fijó en la cría y se dio cuenta de que realmente estaba enferma. Luego dirigió la vista hacia el joven desharrapado, diciéndose que aunque quisiera venderlo como esclavo no sacaría de él más que un par de monedas. Escupió al arroz y se dio la vuelta, pero luego se giró de nuevo-. ¡Maldito sea Buda…! De acuerdo, muchacho. Harás lo que te mande, pero cuando lleguemos a Lin’an desestibarás tú solo hasta el último tronco. ¿Entendido?
Cí se lo agradeció como si le debiera la vida.
La barcaza se desperezó lentamente como un gigantesco pez que se debatiera por librarse del fango. Cí ayudó a los dos marineros que manejaban las pértigas de bambú mientras Wang, el patrón, cuidaba del gobernalle entre gritos y maldiciones. Parecía imposible que aquella balsa desbordada por la carga pudiera navegar, pero, lentamente, la corriente se adueñó del cascarón haciendo que se bamboleara. Luego se estabilizó y poco a poco comenzó a deslizarse tranquilamente alejándose para siempre de la aldea.