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Hasta la puesta del sol Cí se entretuvo colaborando en las tareas de navegación, las cuales se limitaron a apartar con una vara las ramas que el barco encontraba a su paso y a intentar pescar con un anzuelo prestado. De vez en cuando, el marinero de proa comprobaba el calado del cauce mientras el de popa, pértiga en mano, propulsaba la barcaza cuando la corriente arremansaba. Cuando el sol desapareció, el patrón arrojó el ancla en medio del río, encendió un farolillo de papel que atrajo un enjambre de mosquitos como si estuviera untado con miel y, tras comprobar la carga, anunció que descansarían hasta el amanecer. Cí buscó acomodo entre dos sacos junto a Tercera, asombrada aún por su primer viaje fluvial. Cenaron un poco del arroz hervido preparado por la tripulación y honraron los espíritus de sus padres. Pronto, las voces se fueron espaciando y al rato sólo se escuchó el chapoteo del agua contra la barcaza. Sin embargo, la calma del anochecer no impidió que la ansiedad acosara a Cí. Durante el trayecto no había dejado de preguntarse qué habría hecho para enfurecer a los dioses, qué terrible pecado habría cometido para desatar aquella ira implacable que había diezmado a su familia.

La angustia acuciaba su mente, lo quemaba por dentro, minando sus esperanzas. Cerró los ojos para engañarse, diciéndose que aunque sus padres hubiesen muerto, sus espíritus continuarían presentes cerca de él, pendientes de sus necesidades. Desde pequeño había visto la muerte como un hecho natural e inevitable, algo familiar que sucedía a su alrededor de forma constante: las mujeres fallecían en los partos; los niños nacían muertos o se les ahogaba cuando sus padres no disponían de recursos para alimentarles; los viejos morían en los campos, agotados, enfermos o abandonados; las inundaciones arrasaban pueblos enteros; los tifones y vendavales se cebaban en los incautos; las minas se cobraban su peaje; los ríos y los mares reclamaban el suyo; las hambrunas, las enfermedades, los asesinatos… La muerte era tan obvia como la vida, pero mucho más cruel e inesperada. Y, aun así, no alcanzaba a comprender cómo en tan poco tiempo le habían sucedido tantísimas fatalidades. A los ojos de un necio, tal vez pudiera parecer que los dioses se habían comportado de forma caprichosa y que una inexplicable conjunción de desgracias se habían congregado para golpearle. Y, no obstante, aunque él sabía que cuantos sucesos acaecían en la tierra eran consecuencia y pago de los comportamientos humanos, no encontraba una respuesta comprensible que reconfortara su alma. Sintió que librarse de aquel dolor le resultaría tan difícil como intentar recoger un vaso de agua derramada. Nada se asemejaba a aquel sufrimiento que se aferraba a su cuerpo como un parásito. Nada le había dolido tanto antes. Nada.

Sólo anhelaba que amaneciera. Hasta ese momento no se había planteado qué ocurriría con su vida; no había pensado dónde ir o qué hacer, ni cómo o de qué forma sobrevivir, pero en aquel instante carecía del ánimo y de la claridad mental necesarios. Únicamente pensaba en alejarse del lugar que le había robado cuanto tenía; en huir de allí y proteger a su hermana.

Con las primeras luces del alba, la actividad regresó a la barcaza. Wang ya había recogido el ancla y daba voces a sus dos hombres cuando una chalupa manejada por otro anciano se acercó temerariamente hasta chocar contra la borda. Al advertirlo, Wang le increpó por su descuido, pero el viejo pescador le saludó con una sonrisa bobalicona y continuó bogando como si no hubiera ocurrido nada. A Cí le extrañó su presencia, pero, para entonces, decenas de paquebotes oscuros y aplastados pululaban por el río como una enorme plaga.

– ¡Malditos ancianos! Deberían morir todos ahogados -rezongó uno de los tripulantes sin caer en la cuenta de que su propio patrón superaba en años a la mayor parte de ellos. El marinero miró el lateral de la embarcación y meneó la cabeza-. Ese malnacido ha abierto una vía de agua -informó a Wang-. Deberíamos repararla o echaremos a perder la carga.

Nada más comprobar los daños, Wang escupió hacia el anciano, que ya se alejaba. Luego masculló un juramento y ordenó que se dirigieran hacia la orilla. Por fortuna, se hallaban a pocos li de Jianningfu, la mayor encrucijada de canales de la prefectura, donde encontrarían el material necesario para arreglar la brecha. Hasta entonces navegarían pegados a la orilla, aun a riesgo de ser asaltados por los bandidos que merodeaban por los caminos. Por ese mismo motivo, Wang encargó a Cí y a sus hombres que abriesen bien los ojos y diesen aviso si alguien se acercaba a la barcaza.

Encontraron el muelle de Jianpu convertido en un avispero de comerciantes, tratantes de ganado, peones de todo tipo, constructores de juncos, mercachifles improvisados, pescadores, pordioseros, prostitutas y buscavidas que se mezclaban de tal forma que hacían casi imposible distinguir a los primeros de los últimos. El hedor a pescado podrido competía ventajosamente con el de sudor rancio y los aromas provenientes de los puestos de pitanza.

Nada más efectuar el atraque, un hombrecillo de ropas miserables y bigote de chivo corrió a exigirles el impuesto de amarre, pero el patrón lo despidió a patadas alegando que no sólo no iba a desestibar mercancía alguna, sino que su parada obedecía a la embestida de un inepto que a buen seguro había zarpado de aquel mismo embarcadero.

Mientras Wang descendía a tierra para aprovisionarse, encargó a Ze, el tripulante más veterano, que comprase el bambú y el cáñamo necesarios para la reparación, y al más joven que permaneciera junto a Cí en la barcaza hasta su regreso.

El marinero joven rezongó antes de aceptar de mala gana, pero Cí se alegró de no tener que molestar a Tercera, que dormitaba hecha un ovillo entre dos fardos de arroz. Tiritaba como un cachorro, de modo que la cubrió con un saco vacío para protegerla de la brisa procedente de las montañas. Luego izó un cubo de agua y se dedicó a fregar los escasos tablones que emergían bajo la carga mientras el tripulante que les acompañaba se entretenía admirando a varias prostitutas que caminaban llamativamente pintarrajeadas. Pasado un rato, el marinero escupió la raíz que llevaba tiempo mascando y le dijo a Cí que bajaba a dar una vuelta. A Cí no le preocupó. Continuó fregando y esperó a que las tablas se secasen antes de darles una segunda pasada.

Se disponía a reanudar la labor cuando una joven ataviada con una túnica roja se acercó hasta la borda de la gabarra. Las ropas ceñidas a su cuerpo se veían raídas, pero lucía una hermosa figura y su sonrisa dejaba entrever una dentadura completa. Cí se sonrojó cuando la joven le preguntó si era suya la barcaza.

«Es más bella que Cereza».

– Sólo la estoy cuidando -acertó a contestar.

La joven se tocó el moño como si se lo arreglara. Parecía interesada en él y eso le incomodó, pues, a excepción de Cereza y de las cortesanas con las que había intimado en los salones de té junto al juez Feng, jamás había hablado con otras mujeres que no fueran las de su familia. La joven deambuló contoneándose por la orilla del muelle y luego regresó sobre sus pasos. Cí no le había quitado el ojo de encima, así que disimuló cuando advirtió que se detenía otra vez frente a la barcaza.

– ¿Viajas solo? -se interesó.

– Sí. Quiero decir… ¡no! -Cí se dio cuenta de que se estaba fijando en sus manos quemadas y las ocultó tras la espalda.

– Pues yo no veo a nadie más. -Sonrió.

– Ya -balbució Cí-. Es que han desembarcado para comprar unas herramientas.