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Una ráfaga de viento fresco devolvió a Cí al presente.

De vuelta a la sala se topó con Lu, quien sorbía ruidosamente un trago de té junto a su madre. Al verle, éste escupió al suelo y dejó caer de mala manera el tazón sobre la mesa. Luego, sin aguardar a que su padre se levantara, agarró el hatillo y se marchó sin decir palabra.

– Debería aprender modales -masculló Cí mientras recogía con un paño el té que su hermano acababa de derramar.

– Y tú deberías aprender a respetarle, que para eso vivimos en su casa -replicó su madre sin levantar la vista del fuego-. Un hogar fuerte…

«Sí. Un hogar fuerte es el que sostiene un padre valiente, una madre prudente, un hijo obediente y un hermano complaciente». No necesitaba que nadie se lo repitiera. Ya se encargaba Lu de recordárselo cada mañana.

Aunque no era su cometido, Cí extendió los manteles de bambú y dispuso los cuencos sobre la mesa. Tercera había empeorado de la enfermedad que aquejaba su pecho y a él no le importaba realizar las tareas que le correspondían a su hermana. Colocó las escudillas cuidando de que formaran número par y dirigió el pico de la tetera hacia la ventana de forma que no apuntase hacia ninguno de los comensales. En el centro situó el vino de arroz y las gachas, y a su lado, las albóndigas de carpa. Miró la cocina ennegrecida por el carbón y la pila agrietada. Más que una vivienda, aquello parecía una fragua desvencijada.

Al poco apareció su padre cojeando. Cí sintió una punzada de tristeza.

«Cómo ha envejecido».

Frunció los labios y apretó los dientes. Parecía que la salud de su padre se hubiera ido quebrantando al mismo tiempo que la de Tercera. El hombre caminaba tembloroso, con la mirada gacha y su barba rala colgando como un trapo de seda deshilachada. Apenas si quedaba en él un atisbo del funcionario meticuloso que tiempo atrás le había inculcado el amor por el método y la perseverancia. Observó sus manos céreas, antaño exquisitamente cuidadas, que ahora se veían toscas y encallecidas. Supuso que añoraría sus uñas afiladas y los días en que las empleaba para examinar legajos judiciales.

A la altura de la mesa, el hombre se acuclilló apoyándose en su hijo y autorizó a los demás a sentarse con un ademán. Cí hizo lo propio y, por último, su madre se acomodó en el lado más próximo a la cocina. La mujer sirvió vino de arroz. Tercera no se levantó porque seguía postrada por la fiebre. Como durante toda la semana.

– ¿Vendrás a cenar esta noche? -le preguntó su madre a Cí-. Después de tantos meses, al juez Feng le ilusionará volver a verte.

Cí no se habría perdido el encuentro con Feng por nada del mundo. Sin saber el motivo, su padre había decidido interrumpir el luto y adelantar su regreso a Lin’an, a la espera de que el juez Feng accediera a readmitirle como ayudante. Ignoraba si Feng había acudido a la aldea por ese motivo, pero era lo que todos anhelaban.

– Lu me ha ordenado que suba el búfalo hasta la nueva parcela, y después pensaba visitar a Cereza, pero acudiré puntual a la cena.

– No parece que ya tengas veinte años. Esa muchacha te tiene ensimismado -terció el padre-. Si sigues viéndola tanto, acabarás por hartarte de ella.

– Cereza es lo único bueno que tiene este pueblo. Además, vosotros fuisteis los que concertasteis nuestro matrimonio -respondió Cí, dando cuenta del último bocado.

– Llévate los dulces, que para eso los he cocinado -le ofreció la madre.

Cí se levantó y los guardó en su talega. Antes de partir entró a la habitación donde dormitaba Tercera, besó sus mejillas calientes y recogió el mechón de pelo que se le había escapado del moño. La niña parpadeó. Entonces sacó los dulces y los escondió bajo la manta.

– Que no te los vea madre -le susurró al oído.

Ella sonrió, pero fue incapaz de decir nada.

* * *

Sobre el arrozal sembrado de cieno, la lluvia aguijoneó a Cí. El joven se despojó de la camisa empapada y sus brazos se tensaron hasta adquirir la dureza del hierro. Músculos y tendones crujieron cuando vareó al búfalo, que avanzó parsimonioso, como si la bestia adivinase que a aquel surco le seguiría otro, y a ese otro, siempre otro más. Alzó la vista y contempló el lodazal de verde y agua.

Su hermano le había ordenado abrir un canal para drenar la nueva parcela, pero trabajar en los lindes de los campos resultaba dificultoso debido al deterioro de los diques de piedra que separaban los terrenos. Cí, rendido, miró el campo de arroz inundado. Chasqueó el látigo y el animal hundió las pezuñas en el cieno.

Llevaba un tercio de jornada cuando la reja se enganchó.

«Otra raíz», se maldijo.

Arreó al búfalo bajo la lluvia. La bestia alzó el testuz y mugió de dolor, pero no avanzó. Los siguientes varetazos sólo sirvieron para que el animal sacudiese los cuernos intentando zafarse del castigo. Cí maniobró para hacerle retroceder, pero el apero quedó atrapado por el lado contrario. Entonces miró al animal con resignación.

«Esto te dolerá».

A sabiendas del sufrimiento que le provocaría, tiró de la argolla que pendía del hocico de la bestia mientras jalaba las riendas. Al hacerlo, el animal saltó hacia adelante y el apero crujió. En ese instante se dio cuenta de que debería haber arrancado la raíz con sus propias manos.

«Si he roto el arado, mi hermano me molerá a palos».

Inspiró con fuerza y hundió los brazos en el lodo hasta toparse con una maraña de raíces. Tiró de un manojo sin éxito, y tras varios intentos optó por dirigirse a la alforja que colgaba del costillar del animal para buscar una sierra afilada. Luego se arrodilló de nuevo y comenzó a trabajar bajo el agua. Extrajo un par de raigones que arrojó lejos y serró otros de mayor tamaño. Cuando se empleaba con el más grueso, notó un tirón en un dedo.

«Seguro que me he cortado».

Pese a no percibir dolor alguno, se examinó con detenimiento.

La culpa la tenía la extraña enfermedad con la que los dioses le habían maldecido desde su nacimiento y de la que fue consciente el día en que su madre tropezó y vertió sobre él un perol de aceite hirviendo. Contaba sólo cuatro años y apenas sintió lo mismo que cuando le lavaban con agua tibia. Pero el olor a carne quemada le advirtió de que algo horrible estaba sucediendo. Su torso y sus brazos sufrieron las consecuencias, quedando abrasados para siempre. Desde aquel día aquellas cicatrices le recordaron que su cuerpo no era como el de los demás niños y que aunque se sintiera afortunado por la ausencia de dolor, debía prestar sumo cuidado a cualquier herida que pudiera producirse. Porque, si bien era cierto que no sufría con los golpes, que el dolor causado por la fatiga apenas si le afectaba y que podía esforzarse hasta el agotamiento, también lo era que en ocasiones podía superar los límites de su cuerpo sin advertirlo y enfermar.

Al sacar la mano del agua, vio que la tenía cubierta de sangre. Alarmado ante la aparente magnitud del tajo, corrió a limpiarse con un paño. Sin embargo, tras enjugarse la mano con un trapo, sólo distinguió un pellizco amoratado.

«¿Qué demonios…?».