Выбрать главу

– Por el dios de las aguas, claro que sí. ¡Venga! ¡Embarquemos!

Cí cargó las varas de bambú y el material de reparación que había adquirido en el mercado, se acomodó en un extremo y empujó la embarcación. Luego cada uno agarró una pértiga y entre los tres empujaron la chalupa en pos de los bandidos.

* * *

Tal y como había predicho Ze, antes de una hora avistaron la gabarra adentrándose en uno de los canales. La embarcación navegaba lenta y orillada, escorada como un animal herido a la búsqueda de un refugio donde desplomarse. Aún no se distinguía el número de ocupantes, pero sólo uno manejaba la pértiga, lo cual le hizo a Cí concebir esperanzas.

Impulsó con más fuerza la pértiga y animó a Wang y a Ze a que le imitaran.

Durante la persecución habían barajado diversas estrategias: desde abordarles en cuanto los tuvieran delante hasta esperar a que descargaran, pero cuando se cercioraron de que eran tres los delincuentes, prevaleció el plan de Cí, que propuso hacerse pasar por un mercader enfermo para despertar la codicia de los ladrones.

– Lo que menos esperarán es que dos viejos y un enfermo se abalancen sobre ellos. Les empujaremos con las pértigas y les haremos caer al agua -agregó-. Por eso hemos de alcanzarles antes de que atraquen.

Wang coincidió en que en tierra carecerían de oportunidades. Impulsaron la nave con cautela hasta aproximarse a unos diez botes de distancia, momento en el que ocultaron a Cí con una manta bajo la que también escondieron su pértiga. Cuando llegaron a la altura de la gabarra, Wang, con su mejor sonrisa, saludó a los tres ocupantes y a la prostituta que había mencionado Cí.

Desde su escondite, Cí escuchó cómo Wang solicitaba a los bandidos ayuda para el acaudalado comerciante que había caído enfermo de manera inesperada. Entretanto, Ze dispuso la chalupa en paralelo a la barcaza. Cí repasó el plan.

«A la señal, me levantaré y empujaré al hombre de proa. Ellos se encargarán de los demás».

Soportó el olor a pescado podrido de la chalupa mientras escuchaba conversaciones sin sentido sobre el precio de la ayuda. Sentía el latido de su corazón cada vez más fuerte, esperando una señal que no acababa de llegar. De repente, se hizo el silencio.

«Algo va mal».

Aferró la pértiga con fuerza. Pensó en salir y cumplir con su parte. Tercera podía estar en peligro. Sin embargo, Wang se le adelantó.

– ¡Ahora! -gritó el patrón.

Cí se incorporó como un resorte, dispuesto a acabar con su contrincante. Divisó un abdomen y lo golpeó con fuerza mientras Wang hacía lo propio con el bandido de popa. El primer hombre se tambaleó al primer impacto y sin comprender qué sucedía cayó por la borda como un fardo. El oponente de Wang aguantó el equilibrio, pero un varetazo lo envió directo al agua. Sin embargo, Ze falló en su intento y el tercer hombre sacó un puñal que enarboló amenazante.

Cí sabía que era cuestión de tiempo que los dos caídos volviesen a la barca. O acababan con el que quedaba o todo se perdería. Wang pareció leerle el pensamiento porque ambos acudieron en ayuda de Ze. Las tres pértigas hicieron el resto. De inmediato, Wang saltó a su barcaza.

– Tú quédate ahí -le ordenó a Ze mientras soltaba un guantazo a la prostituta, que gritaba como si la estuvieran violando.

Cí siguió a Wang. El patrón le había ordenado que impidiera que los caídos se acercaran a los botes, pero antes tenía que comprobar cómo estaba Tercera. Corrió hacia los sacos donde la había dejado durmiendo, pero no la encontró. Su corazón se desbocó. Comenzó a mover los fardos como un enloquecido gritando su nombre una y otra vez, hasta que de repente escuchó una vocecita procedente del otro extremo de la embarcación. Mientras Wang y Ze se empleaban con las pértigas para mantener a raya a los bandidos, él corrió hacia la voz de su hermana. Apartó una manta y allí estaba: pequeña, indefensa, apretada contra su muñeca de trapo. Febril y asustada.

* * *

Cuando Cí solicitó al patrón que admitiese a la prostituta como pasajera, el hombre se echó las manos a la cabeza. Sin embargo, Cí insistió.

– La obligaron a hacerlo. Fue ella quien salvó a mi hermana.

– Es verdad -afirmó la vocecita de Tercera, escondida a sus espaldas.

– ¿Y tú te lo crees? ¡Despierta, muchacho! Esa flor es tan amarga como las del resto de su jardín. Amarga y con espinas. Dirá cualquier cosa con tal de salvar su hermoso trasero. -Empujó la pértiga en dirección a la orilla.

Acababan de abandonar el canal lateral y remaban hacia el margen opuesto del río con la chalupa que habían comprado atada a la gabarra. A nado, los bandidos jamás podrían cruzarlo. Cuando alcanzaron la ribera, Cí insistió.

– ¿Pero qué más os da? No puede hacernos daño y dejarla aquí sería como entregarla a sus secuaces.

– Y bien agradecida que debería mostrarse. Si hasta tendría que bailarnos para que no la arrojáramos al agua. Pero mírala: agria y seca, como la leche cortada.

– ¿Y cómo pretendéis que se encuentre si os empeñáis en abandonarla a su suerte en vez de entregarla a la justicia?

– ¿A la justicia? No me hagas reír, muchacho. Seguro que se muestra encantada de no tener que dar explicaciones ante un juez. Y si no, pregúntaselo. Además, ¿por qué habría de hacer yo semejante cosa?

– Ya os lo he dicho. ¡Por todos los diablos, Wang! ¡Salvó a mi hermana! Y tampoco se defendió cuando asaltamos la gabarra.

– ¡Faltaría más! Mira, muchacho, haré lo que tendría que haber hecho contigo: dejarla aquí por ladrona, envenenadora, mentirosa, serpiente y mil cosas más, así que deja de porfiar y ayúdame con esas maderas.

Cí contempló a la joven, acurrucada sobre sí misma, y la comparó con uno de esos perros vagabundos a los que algunos críos apaleaban sin piedad hasta que desconfiaban y mordían al primero que se les acercaba. Creía en su inocencia, pero Wang se empeñaba en replicarle que si la prostituta había cuidado a su hermana no había sido por piedad, sino para venderla después en algún burdel de los que a buen seguro frecuentaba. Sin embargo, Cí se fiaba de lo que le dictaba su corazón, quizá porque veía su propio sufrimiento reflejado en el de la muchacha.

– Pagaré su pasaje -declaró.

– ¿He oído bien?

– Supongo que sí, si no tenéis el oído tan duro como el alma… -Se dirigió hacia Tercera y sacó la bolsa con el billete de cinco mil qián de entre sus ropas-. Con esto alcanzará hasta Lin’an.

Wang lo miró de arriba abajo antes de escupir sobre uno de los fardos.

– ¿No decías que no tenías dinero? En fin. Son tus monedas, muchacho. Paga y carga con esa arpía. -Se humedeció los labios-. Pero cuando ella te saque los ojos, no vengas a mí con tus lágrimas.

* * *

A mediodía, Wang dio por concluida la reparación de la barcaza. Los mazos de juncos se habían ensamblado adecuadamente y el calafateado provisional de paja y brea había detenido la brecha de agua. Echó un trago de licor de arroz antes de premiar a su tripulante con otro. Entretanto, Cí continuaba achicando el agua que amenazaba con pudrir la madera apilada. Estaba terminando cuando Wang se acercó a él.

– Oye, muchacho… No tendría por qué hacerlo, pero, de todos modos, gracias.

Cí no supo qué contestar.

– No las merezco, señor. Me dejé embaucar como un necio y…

– ¡Eh! ¡Eh! ¡Alto! No todo fue culpa tuya. Te ordené que permanecieras en el barco y obedeciste… Fue el otro sinvergüenza el que abandonó la carga. Y míralo de este modo: además de librarme de un tripulante inútil, hemos recuperado el barco y nos hemos ahorrado un buen trecho de ir remando. -Se rio.