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– Sí. Esos ladrones nos han evitado un buen trabajo. -Cí se rio también.

Wang examinó la borda. Luego escupió con gesto preocupado.

– No me gusta la idea de detenernos en Xiongjiang. En ese condado no hay nada bueno que ganar. A lo sumo, una puñalada o un corte en el gañote. -Se subió la chaqueta y mostró una cicatriz que le recorría la barriga-. ¡Ladrones y putas! Mal sitio para abastecerse, pero tendremos que hacerlo de todos modos. No creo que aguante el calafateado.

* * *

Después de engullir un cuenco de arroz hervido con carpa, zarparon hacia la Ciudad de la Muerte, el nombre con el que Wang había bautizado a la villa en la que se detendrían. Según el patrón, si los remiendos resistían, emplearían entre día y día y medio de navegación.

Durante el trayecto, Cí se acordó del juez Feng y de todo cuanto significaba para él. Desde que había entrado a su servicio había admirado su sabiduría y su conocimiento, su minuciosidad en el trabajo, la ecuanimidad de sus decisiones y la sagacidad de sus juicios. Nadie era tan agudo en sus observaciones ni tan eficaz en su trabajo. Con él había aprendido cuanto sabía. Quería ser como él, y en Lin’an esperaba conseguirlo. Wang decía que en Lin’an las oportunidades surgían como las moscas en un estercolero, y a expensas de que Feng regresara de su periplo por la frontera norte del país, esperaba que estuviera en lo cierto.

Al pensar en Feng, el recuerdo de sus padres acudió a su mente. Fue un latigazo. Se sentó para ocultar su tristeza hasta que Tercera lo advirtió y se acercó a él preocupada. Cuando la niña le preguntó qué le ocurría, Cí achacó su abatimiento a la falta de alimento. Cortó una tajada de cerdo para disimular y le ofreció otra a su hermana. Luego le acarició el pelo y la trasladó a proa.

Cí aún no había comenzado a comer cuando la prostituta aprovechó para sentarse junto a él. Al hacerlo, le rozó las manos, pero él, avergonzado por sus quemaduras, las retiró con brusquedad.

– Te escuché antes, cuando me defendías…

– No te equivoques. Lo hice por mi hermana. -Su proximidad le incomodó.

– ¿Aún crees que te engañé?

– Hasta un niño lo creería. -Sonrió con amargura.

– ¿Sabes? -Se levantó, desafiante-. Por un momento pensé que eras diferente. Que habías visto algo en mí. Pero tú no comprendes lo que una mujer como yo ha de soportar. Llevo trabajando desde que nací y todo lo que tengo es este cuerpo sucio y maltratado, este pelo lleno de piojos y un vestido de pordiosera. Hasta me da la sensación de que mi vida es prestada…

La joven rompió a llorar, pero a Cí no le conmovió.

– Yo no tengo que comprender nada.

Se levantó y contempló a Wang mientras éste manejaba el timón con la barbilla alzada, como si de esa forma pudiese aspirar más profundamente la fragancia que el viento le robaba al agua. Su silueta confiada le calmó. Pensó en sentarse otra vez junto a la flor, pero no le apetecía discutir con la joven. No le apetecía nada.

Aunque había previsto pasar la noche velando a Tercera, se sorprendió a sí mismo deslizando miradas furtivas hacia Aroma de Melocotón. Lo hizo a hurtadillas, protegido por las sombras que arrojaba el bamboleante farolillo que indicaba la posición de la barcaza. Cuanto más la contemplaba, más le fascinaba su aspecto; su asombro crecía con la gracilidad de sus movimientos, con la aparente delicadeza de su mirada, con la suavidad de su tez y el rubor casi imperceptible de sus mejillas. Aún no entendía por qué había desperdiciado con ella sus últimas monedas.

De repente se estremeció al toparse en la oscuridad con los ojos almendrados de Aroma contemplándole, como si un intenso fogonazo iluminara la noche y descubriese sus vergüenzas. Sin embargo, ella mantuvo la mirada firme, impertérrita, mientras la de él sucumbía torpe como la de una presa hipnotizada.

La vio acercarse sinuosamente, flotando sobre sus pequeños pies de garza, aproximándose despacio hasta cogerle de la mano y conducirle a la chalupa vacía. Su corazón tembló al sentir el roce de sus manos que se perdían bajo su camisola y su entrepierna vibró asustada cuando percibió sus dedos hábiles rodeando su sexo con maestría. Intentó separarse, pero ella posó sus labios sobre los de él atrapándolos, sorbiéndolos y paladeándolos mientras se sentaba sobre él a horcajadas. Cí no comprendía por qué recelaba cuando en su interior su dolor se mitigaba, por qué aquel cuerpo de miel perfumada le enervaba sus sentidos mientras el temor le reconcomía, por qué deseaba perderse en su interior, sumergirse en ella con la voracidad del hambriento, con el ansia del necesitado, mientras su resistencia se desvanecía con el sabor a fruta macerada de su boca, bebiendo de su veneno, ese licor intenso, embriagador y oscuro que vencía su miedo y alimentaba su ansia.

– ¡No! -susurró Cí tajante cuando Aroma intentó despojarle de la camisola.

A ella le extrañó, pero él permitió que le bajara el pantalón.

Creyó morir cuando la joven movió pausadamente sus caderas en un vaivén profundo y continuo, apretándose contra su vientre como si quisiese absorber cada suspiro, cada porción de su cuerpo, guiando sus manos heridas hasta sus pechos pequeños, de los que parecían brotar imperceptibles gemidos que a él le encendían, le emborrachaban transportándole a un mundo apenas conocido en el que el dolor se escabullía para tornar en un indescriptible deleite.

Cí le acarició las mejillas, siguió su cuello suave y redondeado, deslizó su boca buscando su nuca, donde aspiró el perfumado nacimiento de su cabello mientras su ardor crecía y su urgencia se incrementaba. Aroma aceleró sus movimientos pegándose a él, culebreando como si careciese de huesos, agitando su respiración, haciendo que Cí ansiase devorarla mientras exprimía su miembro en un torrente de escalofríos que intentaban derruir la presa que los contenía, su sexo en el de ella, su lengua en la de ella, hasta que la desesperación inundó a Cí cuando la joven explotó sobre él abrazándole, aferrándose a él como si se le escapara la vida.

Al día siguiente, Wang lo encontró dormido en la chalupa, exhausto y desmadejado, como si hubiera estado de borrachera. Rio con fuerza cuando, tras zarandearle, intentó remeterse los calzones.

– Así que para eso la querías, ¿eh, bribón…? Venga, espabila y ponte a remar. La Ciudad de la Muerte nos espera.

Capítulo 10

Tembló al divisarla.

Para Wang, arribar a la Ciudad de la Muerte era como un peligroso juego de azar en el que, además de llevar las peores fichas, apostase con las manos atadas. Aquella villa era un nido de forajidos, criminales, desterrados, traficantes, especuladores, tahúres y prostitutas, dispuestos a esquilmar al primer extranjero que desembarcara. Lo sabía bien porque la cicatriz de su vientre se encargaba de recordárselo cada mañana. Sin embargo, en aquella ocasión, el habitual griterío del puerto parecía haber sido engullido por un extraño silencio. El muelle se veía abandonado, con cientos de barcazas atracadas como espectros ocultos entre las brumas. El único sonido perceptible era el del chapoteo que mecía las embarcaciones en una lúgubre danza.

– Estad atentos -avisó.

La gabarra se deslizó entre las naves vacías en dirección al embarcadero, donde de vez en cuando podían advertirse figuras fugaces corriendo de un almacén a otro. Al pasar junto a una de las chalupas, Cí descubrió un cadáver flotando sobre un vómito de sangre. Nada más decirlo, advirtió que a lo lejos flotaban varios más.

– ¡Es la plaga! -aventuró el tripulante. Su rostro era el reflejo del pavor.