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Wang asintió con la cabeza. Cí se situó junto a Tercera, con Aroma de Melocotón refugiada a sus espaldas. Intentó atisbar la orilla a través de la bruma, pero no distinguió nada.

– Seguimos río abajo -determinó Wang-. Tú, coge una pértiga -le ordenó a la prostituta.

En lugar de obedecerle, Aroma se apoderó de Tercera y amenazó con arrojarla al agua.

– ¿Pero se puede saber qué haces? -gritó Cí acercándose a ella. La prostituta volvió a hacer ademán de lanzarla al río. Tercera comenzó a llorar.

– Te aseguro que la tiraré. -Su rostro agraciado se había transformado en una horrible máscara.

– Pero si yo te he…

– ¡El dinero! -le interrumpió-. ¡El dinero o la tiro!

– ¡Maldita seas! ¡Suelta a mi hermana!

– ¡Echadme el dinero! ¡Ya! -retrocedió. Cí fue tras ella, pero la joven alzó a la cría sobre el agua-. Da un paso más y…

– No, Cí. Es el agua venenosa -le advirtió Wang.

Cí se detuvo. Había oído hablar de la terrible enfermedad que engendraba el agua del río. Le pidió a Wang que obedeciera, pero el viejo no se inmutó. Ya había perdido demasiado dinero y no estaba dispuesto a seguir haciéndolo.

– Te propongo algo mejor -dijo Wang-. Deja a la niña y lárgate de aquí, o yo mismo te echaré al agua con un palo entre tus nalgas.

– ¿Le has preguntado a él si está de acuerdo? -dijo la prostituta en alusión a Cí-. ¡Dame el dinero de una vez, viejo cabrón!

Wang agarró un palo y lo enarboló ante la mirada atónita de Cí.

– ¿Pero qué hacéis? Por todos los dioses, dadle el dinero -le suplicó el joven.

Wang simuló que bajaba el palo, pero, de repente, lanzó un mandoble lateral que alcanzó a la prostituta en la cabeza haciendo que soltara a Tercera. La cría, al verse libre, corrió hacia Cí, pero antes de lograrlo, Aroma consiguió engancharla por una pierna y la arrojó al agua. Cí palideció. Tercera no sabía nadar y se hundiría como una piedra. Tomó aire y se lanzó tras ella. Buceó entre las aguas turbias mirando de un lado a otro sin distinguirla. Lo hizo hasta que sintió estallar los pulmones. Ascendió para aspirar una bocanada de aire. Escupió agua y gritó su nombre. No la localizaba. Pudo verla emerger a un par de cuerpos de él, pero volvió a sumergirse por debajo de otra chalupa. Cí nadó hacia ella braceando con todas sus fuerzas. Cuando llegó a la altura de la chalupa, se hundió bajo sus tablas. Al encontrarla enmudeció. Tercera permanecía sumergida, con su ropa enganchada al casco de la embarcación. No se movía. Sus ojos permanecían cerrados y una hilera de burbujas escapaba de su nariz. Estaba absolutamente inerte. Desesperado, desgarró su camisola y la elevó a la superficie. La niña no respiraba. La sacudió mientras clamaba su nombre.

– Por favor, no te mueras.

Sintió una vara en su espalda. Era Wang, tendiéndole un asidero. Lo cogió y sin soltar a su hermana se encaramó a la barcaza. El patrón tendió a Tercera boca abajo y agitó sus brazos.

– Esa grandísima puta… Traedme una manta.

Wang continuó sacudiendo a la cría, empujando su espalda una y otra vez, incorporándola y tumbándola. El tiempo transcurría. Cí intentó ayudar, pero Wang lo apartó. Volvió a intentarlo, sin éxito, propinándole pequeñas palmadas y secando su cara, hasta que de repente la niña vomitó. Cí aguardó expectante, pendiente de cada gesto o sonido que emitiese la pequeña. Tercera tosió una vez. Finalmente, las toses se sucedieron y la niña rompió a llorar. Cuando Cí la abrazó, no pudo evitar imitarla.

Por boca de Wang Cí supo de la huida de Aroma de Melocotón. Le dijo que la joven había aprovechado la confusión para soltar la chalupa y desembarcar en el muelle. Según el patrón, Aroma tan sólo había aguardado una oportunidad, oportunidad que se le había presentado con las aguas venenosas.

– ¡Maldita puta! No sé qué te haría anoche -le reprochó Wang a Cí-, pero lo único claro es que se ha cobrado bien sus servicios.

– Y a él, ¿qué le ha ocurrido? -contestó Cí señalando a Ze. El tripulante permanecía en el suelo, retorciéndose de dolor. Wang le miró sin prestarle atención.

– Al intentar detenerla se ha dejado la pierna en el ancla. -Desgarró una tira de un paño y se la ofreció a Ze-. Anda, véndate esa herida o me encharcarás todo el barco con tu sangre. Y tú, cámbiate antes de que la humedad te pudra los pulmones -aconsejó a Cí.

– No importa. Estoy bien -mintió.

Se mudó de pantalones, pero se dejó la camisola para mantener ocultas sus quemaduras. Pensó en Cereza y en Aroma de Melocotón. Nunca volvería a confiar en una mujer. Las odiaba. Jamás lo haría.

– ¿Me has oído, Cí? Cámbiate de camisa -insistió Wang.

Cí no dijo nada. No tenía ni resuello ni ganas. Mientras navegaban río abajo, Cí se cuestionó su futuro. Tanto él como Tercera habían caído en las aguas venenosas. Ahora sólo le quedaba rezar para que los dioses les protegiesen de la enfermedad. Él no la temía, pero otra cosa era la precaria salud de su hermana. Si Tercera enfermaba, no lo superaría. Afortunadamente, su temperatura se mantenía estable y la tos no había hecho acto de presencia, pero ahí acababa su suerte porque Wang, harto de problemas, ya le había anunciado su intención de desembarcarlos en la primera aldea que encontraran.

De repente, un alarido le arrancó de sus dilemas. Al girarse vio a Ze, tumbado a proa, chillando como un cerdo. Hasta ese momento el tripulante se había mantenido en su puesto vareando la pértiga con fuerza, pero al intentar mover un fardo había perdido pie y se había desplomado. Cuando por fin Ze permitió que le atendiesen, Cí se echó las manos a la cabeza. Por lo visto, el tripulante había silenciado la gravedad de la herida para no entorpecer la huida. Cuando Wang lo advirtió, maldijo su suerte. Cí comprobó que, en lugar de remediarle, la venda tan sólo había ocultado el tajo producido con el ancla. Cuando terminó de retirar el vendaje, observó el tremendo corte que, a la altura de la tibia, dejaba al aire parte del hueso.

– Seguiré remando, patrón… -se disculpó Ze.

Wang meneó la cabeza. Había visto muchas heridas, y aquélla no era de las buenas. Cí terminó de explorarla con gesto de preocupación.

– Tiene suerte de que no le haya afectado a los tendones. Pero es profunda. Habría que cerrarla antes de que la podredumbre le devore la pierna -declaró Cí.

– Ya. ¿Y cómo lo hacemos, doctor? ¿Atándosela con una cuerda? -ironizó Wang.

– ¿A cuánto estamos de la próxima aldea? -Al preguntarlo, Cí recordó que Wang había amenazado con desembarcarlos en cuanto atracaran.

– Si lo que buscas es un brujo, olvídalo. No me fío de esos profanadores.

Cí asintió. Por lo general, los campesinos despreciaban a los curanderos, oficio que pasaba de padres a hijos con el mismo interés del que hereda un canasto viejo. Mejor considerados, aunque mucho más escasos, los sanadores, hombres que, además de conocer las artes de las hierbas, las infusiones y los ungüentos, dominaban el oficio de la acupuntura y la moxibustión. Sólo cuando éstos desahuciaban a un enfermo se acudía a los brujos, en su mayoría una mezcolanza de alquimistas, adivinos y charlatanes, cuyos rudimentarios conocimientos de la práctica quirúrgica chocaban con los mandatos confucianos, que prohibían taxativamente la apertura de los cuerpos. Por eso, los pocos que se atrevían con la cirugía eran tachados de profanadores. Sin embargo, durante sus años de trabajo junto a Feng, él había aprendido que las vísceras, los huesos y la carne de un hombre apenas diferían de las de un cerdo. Tal vez por eso, cuando intentó hurgar en la herida, Wang se lo impidió.

– ¡Cuidado! Lo prefiero cojo a muerto.

– Sé algo de medicina -aseguró Cí-. En la aldea me encargaba de curar las heridas de nuestro búfalo. Si Ze es tan bruto como aparenta, no se diferenciará mucho…