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Ze consintió con un lamento. Al fin y al cabo, sabía que hasta Fuzhou no dispondría de más ayuda que la que Cí pudiera prestarle.

Cí se preparó. No era la primera vez que se enfrentaba a una intervención de aquella naturaleza. De hecho, había practicado muchas en su época en la universidad. Limpió la herida con té hervido y prestó atención al movimiento del barco. Mientras aplicaba el té, retiró las fibras del pantalón que permanecían adheridas a la herida. El corte comenzaba bajo la rodilla y discurría paralelo a la tibia hasta perderse a un palmo del tobillo. Le preocupaba su profundidad y el modo en que sangraba. Cuando concluyó el enjuague, le pidió a Wang que se acercara a la orilla.

– ¿Eso es todo? ¿Ya has terminado?

Cí denegó con la cabeza. Carecía de agujas e hilo de seda, pero en cierta ocasión había tenido la oportunidad de presenciar el examen de un cadáver cuyas heridas habían sido suturadas empleando las «cabezas gordas». Le dijo a Wang lo que se le había ocurrido.

– Habitan en los juncos. Será fácil encontrarlas -añadió.

Wang frunció los labios. De aquellos bichos sólo había escuchado que su mordedura era capaz de despertar a un muerto. Aunque no confiaba en Cí, deseaba echarle un vistazo a la reparación del casco, así que accedió a orillar la barcaza.

Echaron el ancla junto a un delta amarillento, la desembocadura de un afluente que se arrastraba como una serpiente moribunda. Allí, el lodo ocre contrastaba con el verdor de los juncos que crecían espigados como un bosque frondoso. De haber planeado huir, aquel lugar habría resultado el idóneo. Y, sin embargo, lo único que Cí anhelaba era hacer bien su trabajo.

Pronto divisó los pequeños montículos de barro seco que, enmascarados en el juncal, identificaban la presencia de los hormigueros. Cí respiró de satisfacción. Se arrodilló junto a los primeros insectos que arremetían ya contra sus piernas y hundió su brazo hasta hacerlo desaparecer dentro de uno de los túmulos. Luego lo agitó como si quisiera arrancarles las entrañas. Lo sacó cubierto de una mezcla de lodo y de enloquecidas hormigas empeñadas en enterrar sus desproporcionadas mandíbulas en el brazo que había perturbado su rutina. Cí se alegró de no percibir el dolor. Recogió los insectos de uno en uno, los depositó cuidadosamente en un frasco que cerró con un paño y regresó corriendo a la barcaza. Al advertir que aún pululaban «cabezas gordas» en su antebrazo, Wang intentó desprendérselas.

– ¡Por todos los dragones, muchacho! ¿Es que no sientes los bocados?

– Sí, claro -mintió Cí-. Aprietan como diablos.

Miró a los insectos afanándose contra su brazo.

Con el tiempo, se había acostumbrado a ocultar a los extraños su insólito don. En su infancia, la ausencia de dolor había despertado la admiración de los vecinos, que habían guardado cola a los pies de su cuna para comprobar cómo resistía los pellizcos en los mofletes y las quemaduras de la moxibustión. Pero en la escuela las cosas cambiaron. Los maestros se asombraron ante los varetazos que era capaz de soportar sin emitir un quejido y los demás críos envidiaron aquella extraña cualidad que lo convertía en superior a los demás. Entonces se empeñaron en demostrar que si se le castigaba lo suficiente, aquel niño también se quejaría. Así, los juegos se fueron violentando y progresaron desde el simple bofetón hasta alcanzar el ensañamiento. Poco a poco, Cí aprendió el arte de la simulación y en cuanto percibía el más mínimo roce, aullaba y berreaba como si le hubiesen abierto la cabeza a pedradas.

Sacudió las hormigas que intentaban escapar del frasco y miró a Ze.

– ¿Estás preparado?

El tripulante asintió. Cí confirmó el gesto y se preparó.

Con el índice y el pulgar de la mano derecha, Cí sujetó al primer insecto, que acercó con cuidado al borde de la herida mientras mantenía ocluido el corte con la otra mano. Ze le miró extrañado. Al contacto con la piel, la hormiga descargó sus mandíbulas sellando con el bocado los dos extremos del tajo. De inmediato, Cí le arrancó el abdomen, dejando la cabeza adherida, y buscó un nuevo insecto. Celosamente, repitió la operación situando la nueva hormiga un poco más abajo y después reiteró el procedimiento a lo largo de toda la herida.

– Esto ya está. En dos semanas arrancas las cabezas. No será complicado. Para entonces la herida ya habrá cicatrizado y…

– ¿Él? -terció Wang-. ¿Pero cómo pretendes que se las quite este manazas?

– Bueno… Sólo tiene que emplear el filo de un cuchillo.

– Ni lo sueñes, chico. No vas a abandonarlo ahora.

– Yo… No entiendo… Dijisteis que nos desembarcaríais en la primera villa.

– Pues si lo dije, lo olvidas. Además, no creas que vendrás de invitado. En su estado, Ze es incapaz de remar y yo solo no puedo conducir el barco, de modo que ocuparás su lugar hasta que lleguemos a Lin’an.

– Pero, señor, yo…

– Y ni se te ocurra pedirme un jornal o yo mismo te echaré por la borda. ¿Está claro?

Cí asintió mientras el patrón se daba la vuelta para encaminarse hacia el timón. Pese al gesto huraño de Wang, Cí supo que aquel anciano acababa de salvarles la vida.

* * *

Durante la siguiente semana Cí no se separó de su hermana. Pese a sus plegarias, la fiebre apareció y aunque la medicina surtía efecto, temía que ésta se le agotara. En cuanto llegasen a Lin’an, lo primero que haría sería aprovisionarse con el suficiente remedio para tratarla.

Cuando no estaba junto a Tercera trabajaba duro. Impulsaba con fuerza la pértiga, limpiaba la cubierta y aseguraba la carga protegido por unas gruesas manoplas que Ze le había prestado para mover las tablas. De vez en cuando, Wang le urgía a comprobar la profundidad del río o apartar alguna rama, pero por lo general no le importunaba demasiado porque la corriente se encargaba de impulsar la barcaza. Una tarde estaba limpiando la cubierta cuando Wang le llamó.

– ¡Muchacho, atento! ¡Tapa a la cría y mantén la boca cerrada!

Cí tembló al escuchar su tono. Al alzar la vista, advirtió la presencia de una gabarra ocupada por dos hombres y un perrazo que se aproximaba por un costado. Uno tenía la cara picada. Wang susurró a Cí que dejara la limpieza y empuñase la pértiga.

– ¿Alguien a bordo se llama Cí Song? -gritó el de la cara picada.

Wang miró a Cí, que tembló mientras ocultaba a su hermana bajo una manta. El patrón se giró hacia el recién llegado.

– ¿Cí? ¿Qué clase de estúpido nombre es ése? -Se rio.

– ¡Limítate a contestar o probarás mi bastón! -El hombre mostró el sello que le acreditaba como alguacil-. Mi nombre es Kao. ¿Quiénes son esos que van a bordo?

– Lo siento -se disculpó el patrón-. Yo soy Wang, nacido en Zhunang. Y el cojo es Ze, mi tripulante. Navegamos hacia Lin’an con un cargamento de arroz que…

– No me interesa a dónde vais. Buscamos a un muchacho que embarcó en Jianyang. Creemos que le acompaña una muchacha enferma…

– ¿Un forajido? -pareció interesarse Wang.

– Robó un dinero. ¿Y ése quién es? -señaló de soslayo a Cí.

Wang tardó en responder. Cí apretó la pértiga y se dispuso a defenderse.

– Es mi hijo. ¿Por qué?

El alguacil lo miró de arriba abajo con desprecio.

– Apártate. Voy a subir.

Cí se mordió los labios. Si inspeccionaban la gabarra, descubrirían a Tercera, pero si intentaba impedirlo, firmaría su condena.

«Piensa algo o te prenderán».

De repente, Cí, con el rostro compungido por el dolor, se dobló sobre sí mismo como si le hubieran quebrado el espinazo. Sorprendido, Wang hizo ademán de auxiliarle, pero en ese instante Cí comenzó a toser violentamente. A continuación, los ojos del joven se abrieron de una forma inconcebible, se golpeó el pecho y, gesticulando como si se muriera, lanzó un esputo sanguinolento. Luego se irguió con dificultad y extendió una mano hacia el alguacil, que contemplaba estupefacto la sangre que Cí arrojaba por la boca.