– ¿Y el trapo? -le preguntó.
– ¿El trapo?
«¡Seré estúpido! ¿Cómo he podido olvidarlo?».
– Me decepcionas, Cí, y no acostumbrabas a hacerlo… -El juez guardó silencio un instante-. Como ya deberías saber, la boca abierta no obedece ni a una mueca de socorro ni a un grito de dolor, pues en tal caso se habría cerrado por la relajación posterior al fallecimiento. En conclusión, debieron introducirle algún objeto antes o inmediatamente después de su muerte, el cual hubo de permanecer allí hasta que los músculos se agarrotaron. Respecto a la tipología del objeto, supongo que hablamos de un trapo de lino, si atendemos a los hilos ensangrentados que aún permanecen entre sus dientes.
A Cí le dolió el reproche. Un año antes no habría fallado, pero la falta de práctica le había vuelto torpe y lento. Se mordió los labios y rebuscó en su manga.
– Pensaba entregároslo -se excusó extendiendo el trozo de tela cuidadosamente doblado.
Seguidamente, Feng lo examinó con detenimiento. La tela era grisácea, con varias marcas de sangre reseca; su tamaño, el de un pañuelo de los usados para cubrirse la cabeza. El juez lo marcó como prueba.
– Termina y entinta mi sello. Luego haz una copia para cuando venga el magistrado.
Feng se despidió de los presentes y salió del cobertizo. Llovía de nuevo. Cí se apresuró a seguirle. Lo alcanzó justo a la entrada de los aposentos que Bao-Pao le había asignado.
– Los documentos… -tartamudeó.
– Déjalos ahí, sobre mi mesilla.
– Juez Feng, yo…
– No te preocupes, Cí. A tu edad, yo era incapaz de distinguir una muerte por ballesta de otra por ahorcamiento.
A Cí aquello no le reconfortó, porque sabía que era incierto.
Contempló al juez mientras éste organizaba sus diplomas. Anhelaba ser como Feng. Ansiaba su sagacidad, su honradez y su conocimiento. Había aprendido de él y deseaba seguir teniéndolo como maestro, pero nunca lo conseguiría encerrado en un poblado de labriegos. Esperó a que terminara antes de hacérselo saber. Cuando Feng depositó el último pliego, le preguntó por la contratación de su padre, pero el juez cabeceó resignado.
– Ése es un asunto entre tu padre y yo.
Cí paseó entre las pertenencias de Feng como un comprador indeciso.
– Es que anoche hablé con él y me dijo… En fin: yo pensaba que volveríamos a Lin’an, y resulta que ahora…
Feng se detuvo a mirarle. La humedad recubría los ojos de Cí. Inspiró fuerte antes de depositar su mano sobre el hombro del muchacho.
– Mira, Cí, no sé si debería decírtelo…
– Os lo ruego -le imploró.
– De acuerdo, pero habrás de prometerme que mantendrás la boca cerrada. -Esperó a que Cí asintiera. Luego tomó aire y se sentó, abatido-. Si he realizado este viaje ha sido sólo por vosotros. Tu padre me escribió hace unos meses comunicándome su intención de retomar su puesto, pero ahora, después de hacerme venir hasta aquí, no quiere ni hablar de ello. Le he insistido prometiéndole un trabajo cómodo y un sueldo generoso, e incluso le he ofrecido una casa en propiedad en la capital, pero, inexplicablemente, ha rehusado.
– ¡Pues llevadme a mí! Si es por ese olvido del trapo, os prometo que trabajaré duro. ¡Trabajaré hasta despellejarme si es preciso, pero no volveré a avergonzaros! Yo…
– Sinceramente, Cí, tú no eres el problema. Ya sabes cuánto te aprecio. Eres leal y me agradaría volver a tenerte como ayudante. Por eso le hablé a tu padre de ti y de tu porvenir, pero ha sido como estrellarse contra un muro. No sé qué le ocurre, se ha mostrado inflexible. De verdad que lo siento.
– Yo… yo… -Cí no supo qué decir.
Un trueno resonó en la lejanía. Feng le dio una palmada en la espalda.
– Había dispuesto grandes planes para ti, Cí. Incluso te había reservado plaza en la Universidad de Lin’an.
– ¿En la Universidad de Lin’an? -Sus ojos se dilataron. Regresar a la universidad era su sueño.
– ¿No te lo ha dicho tu padre? Supuse que te lo había contado.
A Cí le flaquearon las piernas. Cuando Feng le preguntó qué le sucedía, el joven permaneció en silencio, con la misma sensación que si le hubieran estafado.
Capítulo 3
El juez Feng anunció a Cí que precisaba interrogar a algunos vecinos, de modo que acordaron separarse hasta después del almuerzo. Cí aprovechó la pausa para regresar a su casa. Quería visitar a Cereza, pero necesitaba que su padre le diera permiso para faltar al trabajo.
Antes de entrar, se encomendó a los dioses y pasó sin llamar. Sorprendió a su padre leyendo unos documentos que se le escurrieron de entre los dedos. El hombre los recogió del suelo y los guardó precipitadamente en un cofre lacado en rojo.
– ¿Se puede saber qué haces aquí? Deberías estar arando -le espetó airado. Cerró el cofre y lo guardó debajo de la cama.
Cí le contó su intención de visitar a Cereza, pero su padre se mostró reacio.
– Tú siempre posponiendo tus obligaciones a tus deseos -masculló.
– Padre…
– Y no se morirá, te lo aseguro. No sé por qué complací a tu madre cuando se empeñó en emparejarte con una muchacha más peligrosa que un avispero.
Cí tragó saliva.
– Os lo ruego, padre. Será sólo un momento. Luego terminaré de arar y ayudaré a Lu con la siega.
– Luego, luego… ¿Acaso crees que Lu va al campo de paseo? Hasta su búfalo está más dispuesto a trabajar que tú. Luego… ¿Cuándo es «luego»?
«¿Qué os está ocurriendo, padre? ¿Por qué sois así de injusto conmigo?».
Cí no quiso replicarle. Todos, incluido su padre, sabían de sobra que durante los últimos seis meses había sido él, y no Lu, quien se había partido el espinazo cosechando el arroz; que habían sido sus piernas las que se habían cuarteado cuidando los plantones en los semilleros, sus manos las que habían encallecido cosechando, trillando, cribando y clasificando; quien había arado de sol a sol, nivelado, trasplantado y abonado, y quien se había dejado la vida pedaleando en las bombas y trasladando los sacos a las barcazas del río. Todos en aquel maldito pueblo sabían que, mientras Lu se emborrachaba con sus putas, él se había matado en el campo.
Por eso odiaba tener conciencia: porque le obligaba a aceptar las decisiones de su padre…
Fue a por su hoz y su hatillo. Encontró la talega, pero no la hoz.
– Usa la mía. La tuya la ha cogido Lu -le aclaró su padre.
Cí no puso objeciones. La metió en su hatillo y salió hacia la parcela.
Estuvo vareando al búfalo hasta que se hizo daño en la mano. El animal mugía como si le mataran, pero tiraba como un demonio en un intento desesperado de evitar los golpes de Cí, quien se aferraba al arado tratando de sepultarlo en la tierra mientras el campo se afanaba por engullir la interminable cortina de lluvia que se vaciaba desde un cielo cercano a la tormenta. A cada surco le seguía otro repleto de maldiciones, esfuerzo y varetazos. Cí no distinguía el frescor del agua, que cada vez caía con más fuerza. Tronó y el joven se detuvo. El cielo se veía tan negro como el lodo que pisaba. Cada vez sentía más calor. Se asfixiaba. A un chasquido le siguió otro trueno. Luego un rayo más. Y otro.