– ¡Justicia para mi marido! -gritó la viuda entre sollozos.
Feng asintió con la cabeza. Calló un momento y continuó.
– A simple vista puede parecer que es un simple trozo de lino manchado con sangre… Pero si observamos estas manchas con detenimiento -recorrió las tres principales con sus uñas-, observaremos que todas responden a un curioso patrón curvado.
Los presentes cuchichearon, interrogándose sobre las consecuencias que podría propiciar tal descubrimiento. Cí se preguntó lo mismo, pero antes de encontrar una respuesta, Feng prosiguió.
– Para argumentar mis conclusiones, me he permitido hacer unas comprobaciones que desearía repetir ante los presentes. ¡Ren! -llamó a su ayudante.
El joven mongol se adelantó, llevando en sus manos un cuchillo de cocina, una hoz, un bote de agua entintada y dos paños. Se inclinó y depositó los objetos ante Feng, que los cogió. A continuación, el juez impregnó el cuchillo de cocina en el agua entintada para, seguidamente, secarlo con uno de los paños. Repitió la operación con la hoz y mostró el resultado a los asistentes.
Cí observó con atención, advirtiendo que el paño con el que había limpiado el cuchillo revelaba unas manchas ahusadas y rectilíneas, mientras que las que se habían formado al limpiar la hoz coincidían con las curvadas halladas en el trapo que había encontrado en la boca de Shang. Así pues, el arma debía de ser una hoz. Cí se admiró de la sagacidad de su maestro.
– Por tal motivo -continuó Feng-, ordené a mi ayudante que requisara cuantas hoces existieran en la aldea, trabajo que, con la ayuda de los hombres de Bao-Pao, ha cumplido durante la mañana con extrema diligencia. ¡Ren!
De nuevo el ayudante se adelantó, arrastrando una caja repleta de hoces. Feng se levantó para acercarse al cadáver.
– La cabeza fue separada del tronco con una sierra de carnicero, sierra que los hombres de Bao-Pao encontraron en la misma parcela donde fue asesinado Shang. -Sacó una sierra de la caja y la depositó en el suelo-. Pero el tajo mortal fue asestado con algo diferente. La herramienta que segó su vida sin duda era una hoz como ésta.
Un murmullo rompió el silencio sepulcral. Cuando callaron, Feng continuó.
– La sierra no presenta señales distintivas. Está confeccionada con hierro común y su mango de madera no ha sido reconocido. Pero, por fortuna, cada hoz lleva siempre inscrito el nombre de su propietario, de modo que en cuanto localicemos el arma, capturaremos también al culpable. -Feng hizo un gesto a Ren.
El ayudante se dirigió al exterior y abrió la puerta del cobertizo, dejando a la vista un grupo de campesinos custodiados por los hombres de Bao-Pao. Ren los hizo entrar. Cí no logró distinguirlos porque se agolparon al fondo, donde reinaba la oscuridad.
Feng preguntó a Cí si se encontraba con ánimos para ayudarle. El joven respondió afirmativamente. Se levantó con esfuerzo y asintió a las instrucciones que Feng le susurró al oído. Luego cogió un cuaderno y un pincel y siguió al juez, quien se agachó frente a las hoces para examinarlas. Lo hizo con calma, depositando cuidadosamente las hojas de las hoces sobre las marcas impresas en el trapo y mirándolas al trasluz. A cada poco dictaba algo a Cí, quien, siguiendo las órdenes de Feng, hacía como que escribía.
Hasta entonces, a Cí le había extrañado la finalidad del proceder de Feng, porque la mayoría de las hojas se forjaban a partir de un mismo molde, y a menos que casualmente la hoz en cuestión poseyese alguna dentellada singular, difícilmente podría obtenerse una información concluyente. Sin embargo, ahora lo entendía. De hecho, no era la primera vez que veía emplear a Feng una argucia como aquélla. Como el código penal prohibía taxativamente la condena de un enjuiciado sin haber obtenido su confesión previa, Feng había trazado un plan para amedrentar al culpable.
«No tiene pruebas. No tiene nada».
Feng terminó con las hoces y simuló leer las anotaciones inexistentes de Cí. Luego se volvió despacio hacia los campesinos mientras se atusaba el bigote.
– ¡Sólo os lo diré una vez! -gritó sobreponiéndose al estallido de la tormenta-. Las marcas de sangre encontradas en este trapo identifican al culpable. Las manchas coinciden con una única hoz, que, como ya sabéis, están grabadas con vuestros nombres. -Escrutó los rostros asustados de los labradores-. Sé que todos conocéis la condena por un crimen tan abominable, pero lo que ignoráis es que, si el culpable no confiesa ahora, su ejecución tendrá lugar mediante el lingchi de forma inmediata -bramó.
Un nuevo murmullo se extendió por el cobertizo. Cí se horrorizó. El lingchi o muerte de los mil cortes era el castigo más sanguinario que una mente humana pudiera imaginar. Se desnudaba al reo y después, lentamente y atado a un poste, se descuartizaban sus miembros como si se hicieran filetes. Los trozos de carne se depositaban ante el condenado, que era mantenido con vida el mayor tiempo posible, hasta que se le extraía un órgano vital. Miró a los labriegos y en sus caras vio el reflejo del pavor.
– Pero en atención a que no soy el juez encargado de esta subprefectura -gritó Feng a un palmo de los aterrados aldeanos-, voy a brindar al culpable una oportunidad irrechazable. -Se detuvo frente a un joven campesino que gimoteaba. Lo miró con desprecio y continuó-: En virtud de mi magnanimidad, voy a ofrecerle la misericordia que él no tuvo con Shang. Le concedo la ocasión de recuperar un ápice de honor permitiéndole que confiese su crimen antes de que le acuse. Sólo así podrá evitar la ignominia y la más terrible de las muertes.
Se retiró lentamente. La lluvia golpeaba la techumbre. No se escuchaba nada más.
Cí observó a Feng desplazarse como un tigre a la caza: sus andares pausados, la espalda encorvada, su mirada tensa. Casi podía respirar su nerviosismo. Los hombres sudaban entre el silencio y el hedor, con sus ropas empapadas adheridas a la piel. Afuera tronaba.
El tiempo pareció detenerse ante la ira de Feng, pero nadie se inculpó.
– ¡Sal, necio! ¡Es tu última oportunidad! -gritó el juez.
Nadie se movió.
Feng apretó los puños hasta clavarse las uñas. Murmuró algo y se dirigió entre maldiciones hacia Cí. El joven se asombró. Era la primera vez que lo veía así. El juez le arrebató el papel con las notas y fingió repasarlo. Luego miró a los campesinos. Sus brazos temblaban.
Cí comprendió que en cualquier momento Feng quedaría al descubierto. Por eso se admiró al contemplar la resolución con la que, inesperadamente, el juez se dirigió hacia el enjambre de moscas que revoloteaba sobre la sierra de carnicero.
– Malditas chupasangres. -Las espantó haciendo que se dispersaran.
De repente, su mente pareció relampaguear.
– Chupasangres… -repitió.
Feng manoteó sobre la sierra, provocando que la nube de insectos se desplazara hacia el lugar donde se amontonaban las hoces. Casi todas las moscas escaparon, pero varias descendieron hasta posarse sobre una hoz en concreto. Entonces el rostro de Feng cambió y emitió un rugido de satisfacción.
El juez se dirigió hacia la hoz sobre la que pululaban las moscas, la miró atentamente y después se agachó. Era una hoz común, aparentemente limpia. Y, sin embargo, de entre todas las hoces, aquélla era la única que las moscas se afanaban por chupar. Feng cogió una lámpara y la acercó a la hoja hasta distinguir unas motas rojas, casi imperceptibles. Luego dirigió la luz hacia la marca inscrita en el mango que identificaba a su propietario. Al leer la inscripción, su sonrisa se heló. La herramienta que descansaba entre sus manos pertenecía a Lu, el hermano de Cí.