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Capítulo 4

Cí se palpó con cuidado la herida de la mejilla. Quizá no fuera mayor que otras que se había hecho en el arrozal, pero ésta había llegado para quedarse. Se apartó del espejo de bronce y bajó la cabeza.

– Olvida esa menudencia, muchacho. Cicatrizará y la lucirás con orgullo -le animó Feng.

«Ya. ¿Y con qué orgullo miraré ahora a Lu?».

– ¿Qué le sucederá?

– ¿Te refieres a tu hermano? Deberías alegrarte por librarte de esa bestia. -Y engulló uno de los pasteles de arroz que les acababan de servir en sus aposentos-. Ten. Prueba uno.

Cí lo rechazó.

– ¿Le ejecutarán?

– ¡Por el dios de la montaña, Cí! ¿Y qué si lo hacen? ¿Has visto lo que le hizo al difunto?

– Aún sigue siendo mi hermano…

– Y también un asesino. -Feng dejó el bocado con enojo-. Mira, Cí, realmente no sé qué sucederá; no soy yo quien ha de juzgarle. Imagino que el magistrado que se hará cargo del caso será un hombre juicioso. Hablaré con él y le imploraré clemencia si ése es tu deseo.

Cí asintió sin demasiada confianza. No sabía cómo persuadir a Feng para que mostrase más interés por Lu.

– Estuvo magnífico, señor -le aduló-. Las moscas en la hoz… la sangre reseca… ¡Jamás se me habría ocurrido!

– Tampoco a mí. Fue algo espontáneo. Al espantarlas, las moscas volaron hacia una hoz determinada. Entonces me di cuenta de que su vuelo no fue fortuito, que se posaron en aquella hoz porque aún conservaba sangre reseca en su hoja, y que, por tanto, pertenecía al asesino. Pero he de reconocer que el mérito no fue sólo mío… Tu colaboración ha resultado fundamental. No olvides que fuiste tú el que descubrió el pañuelo.

– Ya… -se lamentó-. ¿Podré ver a mi hermano?

Feng sacudió la cabeza.

– Supongo que sí. Si es que logramos capturarlo…

Cí abandonó los aposentos de Feng y vagó entre las callejuelas sin prestar atención a las ventanas que se cerraban a su paso. Conforme avanzaba, advirtió que varios vecinos le negaban el saludo. No le importó. De camino hacia el río, insultos sin dueño le hirieron por la espalda. Los caminos deslavazados por la lluvia eran el vivo reflejo de su alma, un espíritu vacío y desolado cuya penitencia parecía incrementarse con el olor a podredumbre que se revolvía en su nariz. Todo en aquel lugar -los restos de tejas caídas por el viento, las terrazas de arrozales serpenteando en las montañas, las barcazas de los transportistas meciéndose vacías en un inútil chapoteo- le hizo pensar que su vida estaba marcada por la desgracia. Hasta la cicatriz de su cara parecía responder a la señal de un apestado.

Odiaba aquel pueblo; odiaba a su padre por haberle engañado; odiaba a su hermano por su brutalidad y su simpleza; odiaba a los vecinos que le espiaban tras las paredes de sus casas; a la lluvia que día tras día le empapaba por dentro y por fuera. Odiaba la extraña enfermedad que había sembrado su torso de quemaduras, y hasta odiaba a sus hermanas por haberse muerto y haberle dejado solo junto a la pequeña Tercera. Pero, sobre todo, se odiaba a sí mismo. Porque si existía algo más indigno que la crueldad o el asesinato, si existía algún comportamiento vergonzoso y despreciable conforme a los códigos confucianos, era traicionar a su propia familia. Y eso era lo que él había conseguido al contribuir, sin pretenderlo, a la detención de su hermano.

El aguacero arreció. Paseaba arrimado a las fachadas buscando aleros bajo los que guarecerse cuando al doblar una esquina se dio de bruces contra un séquito encabezado por un culi que zarandeaba su tamboril con la excitación de un demente. A éste le seguía otro enarbolando un cartel en el que podía leerse: «SER DE LA SABIDURÍA -MAGISTRADO DE JIANNINGFU». Tras ambos, ocho porteadores trasladaban un palanquín cerrado protegido por una fina celosía. Cerraban la comitiva cuatro esclavos cargados con lo que debían de ser las pertenencias personales del magistrado. Cí se inclinó en señal de respeto, pero antes de enderezarse los porteadores le esquivaron como quien sortea una peña en el camino y continuaron su alocada carrera.

El joven los miró con temor mientras desaparecían calle abajo. No era la primera vez que veía al Ser, pues en ocasiones éste visitaba la aldea para dirimir asuntos de herencias, impuestos o conflictos de difícil resolución. Sin embargo, nunca antes había acudido por un delito de asesinato, y menos aún con tanta prontitud. Olvidó sus cuitas y siguió a la comitiva hasta la casa de Bao-Pao. Una vez allí, se apostó tras una ventana para seguir los acontecimientos.

El caudillo recibió al magistrado como si se tratara del mismísimo emperador. Cí lo vio doblar el espinazo mientras le regalaba una sonrisa escasa de dientes y sobrada de hipocresía. Tras los honores, el caudillo exigió a la servidumbre que trasladara su equipaje y dispusiera su propio cuarto para el Ser de la Sabiduría, espantando luego a los siervos a palmadas como si fueran gallinas. Después, entre reverencia y reverencia, informó al magistrado de los últimos acontecimientos y de la presencia de Feng en la aldea.

– ¿Y decís que aún no habéis capturado a ese tal Lu? -le oyó preguntar Cí al magistrado.

– La maldita tormenta está dificultando el rastreo a los perros, pero pronto lo cazaremos. ¿Deseáis comer algo?

– ¡Desde luego! -Y se sentó en el pequeño taburete que presidía la mesa. Bao-Pao hizo lo propio sobre otro-. Decidme, ¿no es el acusado el hijo del funcionario? -se interesó el magistrado.

– ¿Lu? Así es, en efecto. Vuestra memoria continúa siendo proverbial. -«Al igual que vuestra panza», pensó con sorna el caudillo.

El Ser de la Sabiduría se rio como si realmente lo creyera. BaoPao le estaba sirviendo más té justo cuando Feng entró en la sala.

– Acaban de avisarme. -Se disculpó el juez con una reverencia.

Al comprobar que su edad y rango eran inferiores a los de Feng, el Ser de la Sabiduría se levantó para ofrecerle su sitio, pero el juez lo rechazó y tomó asiento junto a Bao-Pao. Seguidamente, Feng comenzó a trasladarles sus últimas averiguaciones mientras el magistrado prestaba más atención a los platillos de carpa hervida que a lo que el juez le estaba contando.

– De modo que… -intentó concluir Feng.

– Delicioso. Este dulce es realmente delicioso -le interrumpió el Ser. Feng elevó las cejas.

– Decía que nos enfrentamos a un asunto espinoso -siguió Feng-. El presunto asesino es hijo de un antiguo empleado mío y, desafortunadamente, fue su propio hermano el que descubrió el cuerpo.

– Eso me ha contado Bao-Pao -concedió el Ser con una risilla tonta-. Qué muchacho más estúpido. -Y volvió a engullir otro bocado.

Desde el exterior, Cí deseó golpearlo.

– En fin, he preparado un informe detallado, que supongo que querréis examinar antes de vuestra inspección -declaró Feng.

– ¿Eh? ¡Ah! Sí, bien. Claro que, si es tan detallado, ¿para qué un segundo examen teniendo aquí estos platos? -Rio de nuevo.

Feng hizo una seña a su acólito para que se retirara con los informes. Le preguntó al Ser si deseaba interrogar a Cí, pero el magistrado rechazó la oferta y siguió engullendo sin descanso. Finalmente, dejó de masticar y miró a Feng.

– Dejemos la burocracia y capturemos a ese bastardo.

No hubieron de esperar a la cena, porque una reata de sabuesos conducidos por los hombres de Bao-Pao localizaron a Lu en el Monte del Gran Verdor, camino de Wuyishan. El hermano de Cí portaba tres mil qián atados a la cintura y se defendió como un animal acosado. Para cuando lograron reducirle, Lu ya había recibido la paliza de su vida.