Mi vecina era Sophie. Tenía el pelo y los ojos castaños, estaba bronceada y tenía pelitos dorados en los brazos desnudos. Cuando me senté y eché una mirada a mi alrededor, me sonrió.
Le devolví la sonrisa. Me sentí bien, me hacía ilusión empezar el curso con aquel grupo nuevo y conocer chicas. Me había dedicado a observar a mis compañeros de sexto de bachillerato: hubiera o no chicas en su clase, les tenían miedo, las evitaban y se hacían los gallitos ante ellas o las alababan sin mesura. Yo, en cambio, conocía a las mujeres y sabía comportarme con tino y camaradería con ellas. Y eso a las chicas les gustaba. En mi nueva clase me llevaría bien con ellas, y de rebote también me ganaría el respeto de los chicos.
¿Le pasará lo mismo a todo el mundo? Cuando era joven me sentía siempre o demasiado seguro o demasiado inseguro. O bien me tenía por un ser totalmente incapaz, insignificante e inútil, o me creía un superdotado al que todo tenía que salirle bien por fuerza. Cuando me sentía seguro, conseguía superar las mayores dificultades, pero el más mínimo tropiezo bastaba para convencerme de mi inutilidad. Si recuperaba la seguridad, nunca era porque me esforzase en ello; ningún esfuerzo estaba a la altura del rendimiento que esperaba de mí mismo y la admiración que esperaba de los demás, y según cómo me sintiera, mis esfuerzos me parecían insuficientes o me enorgullecían. Con Hanna pasé muchas buenas semanas, a pesar de los continuos rechazos y humillaciones. Y así, también aquel verano, el de la nueva clase, empezó bien.
Veo ante mí el aula: en la parte delantera, a la derecha, la puerta; en la pared del mismo lado, el listón de madera con los colgadores; a la izquierda, una sucesión de ventanas por las que se veía el monte de Heiligenberg, y por las que en las pausas nos asomábamos a la calle, el río y los prados de la otra orilla; delante, la pizarra, el caballete para los mapas y los carteles y la mesa del profesor, con su silla, sobre la tarima de un palmo de altura. Las paredes estaban pintadas de amarillo hasta la altura de la cabeza, y por encima de blanco; del techo colgaban dos lámparas esféricas de vidrio esmerilado. No había en el aula nada superfluo, ni cuadros ni plantas, ni un solo pupitre sobrante, ni un armario con libros y cuadernos olvidados y tizas de colores. Cuando la dejábamos vagar, la mirada se nos iba por las ventanas o se detenía disimuladamente en algún compañero o compañera. Cuando se daba cuenta de que la miraba, Sophie se volvía y me sonreía.
– Berg, el hecho de que Sophie sea un nombre griego no es motivo para que estudie usted tan atentamente a su compañera durante la clase. ¡Traduzca!
Traducíamos la Odisea. Yo ya la había leído en alemán, y me gustaba y me sigue gustando. Cuando me tocaba el turno, me bastaban unos pocos segundos para orientarme y empezar a traducir. El profesor me había puesto en ridículo, y el resto de la clase lo celebró a carcajadas, pero si me quedé un momento sin habla no fue por eso. Nausica, igual a los mortales en figura y aspecto, Nausica, la doncella de pálidos brazos: ¿en quién la veía encarnada, en Hanna o en Sophie? No podían ser las dos al mismo tiempo.
14
Cuando se paran por avería los motores de un avión, eso no significa que se acabe el vuelo. Los aviones no caen del cielo como piedras. Los enormes aviones de pasajeros de cuatro motores pueden seguir planeando entre media hora y tres cuartos, hasta estrellarse al intentar aterrizar. Los pasajeros no se dan cuenta de nada. Volar con los motores parados produce la misma sensación que hacerlo con los motores en marcha. Hay menos ruido, pero no mucho menos: el aire que cortan el fuselaje y las alas hace más ruido que los motores. Llega un momento en que al mirar por la ventanilla se ve la tierra o el mar amenazadoramente cerca. Eso si las azafatas o los auxiliares no cierran las persianas de las ventanillas y ponen un vídeo. Quizá los pasajeros incluso se sientan mejor, al haber menos ruido.
El verano fue el vuelo sin motor de nuestro amor. O, mejor dicho, de mi amor por Hanna; de su amor por mí no sé nada.
Mantuvimos nuestro ritual de lectura, ducha, amor y reposo. Le leí Guerra y paz, con todas las digresiones de Tolstói sobre la historia, los grandes hombres, Rusia, el amor y el matrimonio; debieron de ser entre cuarenta y cincuenta horas. Y, como siempre, Hanna siguió atentamente el desarrollo de la narración. Pero ya no era como antes; ahora se reservaba sus juicios. Natacha, Andréi y Pierre no formaban parte de su mundo, como había sucedido con Luise y Emilia; ahora era ella quien entraba en el mundo de los personajes, con el asombro con que emprendería un largo viaje o penetraría en un palacio en el que se le permitía entrar y quedarse, con cuyas estancias llegaba a familiarizarse, sin por ello perder nunca del todo el recelo. Hasta entonces le había leído cosas que yo ya conocía. Pero Guerra y paz también era nueva para mí. Hicimos juntos el largo viaje.
Empezamos a ponernos nombres cariñosos. Ella ahora ya no me llamaba sólo chiquillo, sino también -con diferentes atributos y diminutivos- ranita, cachorro, joyita, rosa. Yo continuaba llamándola Hanna, hasta que un día me preguntó:
– Imagínate que me abrazas y cierras los ojos. ¿Que animal es el primero que te viene a la cabeza?
Cerré los ojos y pensé en animales. Yacíamos pegados el uno al otro, con mi cabeza contra su cuello, mi cuello contra sus pechos, mi brazo izquierdo bajo su espalda, y el derecho bajo su trasero. Le acariciaba con los brazos y las manos la ancha espalda, los muslos duros, el trasero firme, y sentía también sus pechos y su vientre fuertemente pegados a mi cuello y mi pecho. Su piel era lisa y suave al tacto, y su cuerpo, debajo de la piel, se adivinaba lleno de energía y firmeza. Al posar la mano sobre su pantorrilla, sentí un movimiento rítmico de los músculos, como un estremecimiento. Eso me recordó el estremecimiento de la piel con que los caballos espantan a las moscas.
– En un caballo.
– ¿Un caballo?
Se separó de mí, se incorporó y se me quedó mirando. En sus ojos había una expresión de horror.
– ¿No te gusta?
Le expliqué mi asociación de ideas:
– Lo digo porque eres tan agradable de tocar, lisa y suave y al mismo tiempo firme y fuerte. Y porque te tiembla la pantorrilla.
Miró el movimiento de sus pantorrillas.
– Un caballo… -dijo, meneando la cabeza-. No estoy muy segura…
Aquello era extraño en ella. Normalmente era muy clara: las cosas le parecían bien o le parecían mal. Al ver la expresión de horror de su mirada, me dispuse, si hacía falta, a retirarlo lodo, acusarme a mí mismo y pedirle perdón. Pero aquella vez era diferente, y sentí que podía negociar, defender la idea del caballo.
– Podría llamarte cheval, en francés, o potrillo, o Bucéfalo, o decirte arre, caballito. No pienses en las cosas feas de los caballos, como los dientes, o la calavera de un caballo muerto, o cosas así. Piensa en cosas bonitas, en lo que los caballos tienen de cálido, de suave, de fuerte. Tú no eres ningún conejito, ni ningún gatito. Podría llamarte tigresa, pero tú no tienes esos malos instintos de los felinos.
Se echó boca arriba, con los brazos cruzados por detrás de la nuca. Yo me incorporé y la miré. Hanna tenía la mirada perdida en el vacío. Al cabo de un momento volvió la cara y me miró con una expresión de singular ternura.
– Vale, de acuerdo, puedes llamarme caballo, o las otras palabras que me has dicho… ¿Me las explicas?