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Era jueves. El juicio había empezado el lunes. Durante los tres primeros días se habían visto las recusaciones de los abogados defensores. Éramos el cuarto grupo, y el que iba a asistir al verdadero inicio del juicio: las declaraciones de los acusados.

Avanzábamos por la carretera de montaña, entre frutales en flor. Estábamos de un humor solemne y entusiasta: por fin íbamos a poner a prueba todo lo que habíamos aprendido. Nuestra asistencia al juicio iba más allá del mero hecho de mirar, escuchar y tomar nota de todo: íbamos a contribuir a la tarea de revisión del pasado.

El Palacio de Justicia era un edificio de principios de siglo, pero carente de la suntuosidad y el aire siniestro de los edificios de juzgados de aquella época. La sala de sesiones tenía a la izquierda una hilera de grandes ventanas, cuyo vidrio esmerilado impedía ver el exterior, pero dejaba entrar mucha luz. Delante de las ventanas estaban sentados los fiscales, de los que en los días claros de primavera y verano sólo se reconocía la silueta. El tribunal, formado por tres jueces con togas negras y seis jurados, estaba sentado al fondo de la sala, y a la derecha estaba el banco de los acusados y los defensores, que, debido a lo numeroso del grupo, había sido ampliado con mesas y sillas hasta llegar al centro de la sala, justo delante de las hileras del público. Algunos de los acusados y defensores estaban sentados de espaldas a nosotros. Era el caso de Hanna. No la reconocí hasta que la llamaron, se puso de pie y dio un paso adelante. Por supuesto reconocí el nombre de inmediato: Hanna Schmitz. Luego reconocí también la figura, la cabeza, que me resultaba extraña con el pelo recogido en un moño, la nuca, las anchas espaldas y los brazos robustos. Estaba muy erguida. Se mantenía firme sobre las dos piernas. Los brazos le colgaban relajados. Llevaba un vestido gris de manga corta. La reconocí, pero no sentí nada. No sentí nada.

Sí, prefería quedarse de pie. Sí, había nacido en Hermannstadt, actualmente Sibiu, Rumania, el 21 de octubre de 1922 y tenía cuarenta y tres años. Sí, había trabajado en la empresa Siemens en Berlín y había ingresado en las SS en 1943.

– ¿Ingresó usted voluntariamente en las SS?

– Sí.

– ¿Por qué?

Hanna no respondió.

– ¿Es cierto que entró usted en las SS aunque en la empresa Siemens le habían ofrecido un puesto de encargada?

El abogado de Hanna se levantó de un salto.

– ¿Qué significa ese «aunque»? ¿Se pretende insinuar que una mujer debería preferir ser encargada en la empresa Siemens a ingresar en las SS? No me parece justificable plantear semejante pregunta en relación con la decisión de mi defendida.

Se sentó. Era el único abogado joven; los demás eran todos viejos, y algunos, como se demostró pronto, antiguos nazis. El abogado de Hanna evitaba la jerga y las tesis de sus colegas. Pero hacía gala de un entusiasmo demasiado fogoso, que perjudicaba a su defendida nos menos que las parrafadas nacionalsocialistas de los otros abogados a las suyas. Ciertamente, consiguió que el juez pareciera desorientado por un momento, y que retirase la pregunta. Pero no disipó la impresión de que Hanna había ingresado en las SS con plena conciencia y sin que nada la forzase a ello. Otro de los miembros del tribunal le preguntó a Hanna qué clase de trabajo había esperado encontrar en las SS, y ella replicó que las SS habían ido al Siemens, y también a otras empresas, a reclutar mujeres para trabajar como guardianas en los campos de concentración, y que ésa era la tarea para la que ella se había alistado y la que efectivamente le habían adjudicado. Pero eso no contribuyó a borrar la impresión negativa.

A preguntas del presidente, Hanna confirmó con monosílabos que había prestado servicios hasta la primavera de 1944 en Auschwitz y hasta el invierno siguiente en un campo más pequeño, cerca de Cracovia; que posteriormente se había puesto en camino en dirección oeste con los prisioneros; y que hacia finales de la guerra se instaló en Kassel y desde entonces había vivido en diferentes lugares. En mi ciudad se había quedado ocho años; era el periodo más largo que había pasado en un mismo lugar.

– ¿Se pretende insinuar que el cambio frecuente de residencia implica el peligro de que mi defendida se fugue? -terció el abogado con indisimulada ironía-. Sepan entonces que cada vez que ha cambiado de residencia, mi dienta se ha dado de baja y de alta en el registro civil. No hay ningún motivo para pensar que vaya a huir, ni puede destruir pruebas, porque no las hay. El juez de primera instancia consideró, ante la gravedad del presunto delito v del peligro de perturbación del orden público, que mi defendida no podía quedar en libertad. Pero eso, señorías, es un razonamiento nazi. La costumbre de decretar la prisión incondicional en esos casos la introdujeron los nazis y después de los nazis fue anulada. Ya no existe.

El abogado se recreaba maliciosamente en sus palabras, como quien revela un picante secreto.

Me asusté. Me di cuenta de que me parecía natural y justo que le aplicaran a Hanna la prisión incondicional. No por la naturaleza de la acusación, por la gravedad del delito o por la verosimilitud de la sospecha, cosas de las que yo no estaba informado con exactitud, sino porque, mientras estuviera encerrada, Hanna estaría fuera de mi mundo, fuera de mi vida. Quería tenerla lejos, inalcanzable, para que siguiera siendo sólo el recuerdo en que se había convertido durante los últimos años. Si el abogado se salía con la suya, tendría que hacerme a la idea de encontrarme cara a cara con ella, y tendría que plantearme cómo quería, cómo debía actuar en tal caso. Y me parecía evidente que aquel hombre había de salirse con la suya. Si Hanna no había intentado huir hasta entonces, ¿por qué iba a hacerlo ahora? ¿Y qué pruebas podía destruir? En aquella época no había otros motivos para decretar la prisión incondicional.

El juez volvió a parecer desorientado, y empecé a comprender que ése precisamente era su truco. Cada vez que alguien hacía una afirmación que le parecía obstruccionista o molesta, se quitaba las gafas, proyectaba sobre la persona en cuestión una mirada miope e insegura y fruncía el ceño. Y a continuación hacía como si no hubiera oído nada, o bien decía: «O sea que según usted…» o «Si le entiendo bien, usted opina que…», y repetía la afirmación de una manera que dejaba bien claro que no estaba dispuesto a tomarla en consideración y que no va lía la pena insistir en el asunto.

– O sea que, según usted, el juez de primera instancia no habría debido tener en cuenta que la acusada no ha respondido a ninguna de las citaciones que se le han enviado y no ha comparecido ante la policía, ni ante el fiscal ni ante el juez. Muy bien, ¿desea usted presentar una instancia para el levantamiento de la prisión incondicional?

El abogado presentó la instancia, y el tribunal la rechazó.

4

No me perdí ni un solo día del juicio. Los otros estudiantes no lo entendían. Al catedrático, en cambio, le parecía estupendo que uno de nosotros se encárgala de informar al siguiente grupo de lo que había visto y oído el grupo anterior.

Hanna sólo miró una vez hacia el público y hacia mí. Normalmente, tras entrar en la sala acompañada de una agente de policía y ocupar su asiento, fijaba la vista en los bancos del tribunal y ya no la apartaba de allí. Aquello producía una impresión de arrogancia, igual que el hecho de que nunca hablase con las otras acusadas y apenas cruzase palabra con su abogado. Las otras acusadas, todo hay que decirlo, iban hablando también cada vez menos entre sí a medida que avanzaba el proceso. Durante las pausas se juntaban con sus parientes y amigos, y por la mañana, cuando los veían entre el público, les hacían gestos y les llamaban. Durante las pausas, Hanna se quedaba sentada en su asiento.

Así que yo siempre la veía de espaldas. Veía su cabeza, su nuca, sus hombros. Leía su cabeza, su nuca, sus hombros. Cuando hablaban de ella, erguía la cabeza aún más que de costumbre. Cuando creía que la trataban injustamente, la calumniaban o la atacaban, y sentía el deseo imperioso de replicar, echaba los hombros hacia adelante, y su nuca se hinchaba, haciendo resaltar la musculatura. Sus réplicas siempre eran en vano, y siempre acababa dejando caer los hombros. Nunca se encogía de hombros ni meneaba la cabeza en gesto de desaprobación. Estaba demasiado tensa como para permitirse ligerezas de ese tipo. Tampoco se permitía torcer la cabeza, dejarla caer o apoyarla en una mano. Parecía congelada. Estar sentado así tenía que ser por fuerza doloroso.