Sin embargo, yo no podía señalar con el dedo a nadie.
Desde luego, no a mis padres; a ellos no podía reprocharles nada. Durante el seminario de Auschwitz, imbuido del celo progresista, había condenado a la vergüenza a mi padre, pero ahora ese celo se había disipado, e incluso me resultaba embarazoso, visto retrospectivamente. Todas las culpas que se les pudieran achacar a las demás personas de mi entorno social no eran nada comparadas con las de Hanna. Era a ella a quien tenía que señalar con el dedo. Pero, al hacerlo, el dedo acusador se volvía contra mí. Yo la había querido. No sólo la había querido, sino que la había escogido. Me replicaba a mí mismo que en el momento de escoger a Hanna no sabía nada de su pasado. Y así intentaba refugiarme en esa inocencia con la que los hijos aman a los padres. Pero el amor a los padres es el único del que no somos responsables.
O quizá sí lo somos. Por entonces yo envidiaba a aquellos de mis compañeros que renegaban de sus padres y, con ellos, de toda la generación de los asesinos, los mirones y los sordos, de los que toleraban y aceptaban a los criminales; de ese modo, si no se libraban de la vergüenza, por lo menos podían soportarla mejor.
Pero ¿a qué se debía la arrogante intransigencia que exhibían tan a menudo? ¿Cómo era posible sentir culpa y vergüenza y al mismo tiempo comportarse con intransigencia y arrogancia? ¿Quizá su acto de renegar de los padres no era más que retórica, ruido, aspavientos destinados a ocultar el hecho de que el amor a los padres implicaba irrevocablemente la complicidad con sus culpas?
Ésas son cosas que pensé años más tarde. Y tampoco años más tarde hallé consuelo en ellas. No me consolaba pensar que mi sufrimiento por haber amado a Hanna fuera de algún modo el paradigma de lo que le pasaba a mi generación, de lo que les pasaba a los alemanes, con la diferencia de que en mi caso resultaba más difícil hurlar el bulto o enmascarar el fondo de la cuestión. Aun así, me habría hecho bien poder sentirme simplemente uno más de mi generación.
2
Me casé mientras estaba haciendo las prácticas. Gertrud y yo nos habíamos conocido durante aquellas vacaciones en la nieve; cuando los demás volvieron a casa, ella se quedó un poco más, hasta que me dejaron salir del hospital y me pudo llevar de regreso a casa. También ella estudiaba Derecho; es más, hicimos la carrera juntos, nos licenciamos juntos y empezamos juntos las prácticas. Luego se quedó embarazada y nos casamos.
Nunca le conté nada de Hanna. Nadie quiere saber nada de las anteriores relaciones de su pareja a menos que la relación actual eclipse a las pasadas, y no era ése el caso. Gertrud era inteligente, leal y eficiente, y si nuestra vida hubiera consistido en tener una explotación agrícola con muchos trabajadores, muchos hijos, mucho trabajo y nada de tiempo para la pareja, habríamos envejecido juntos, y nos habríamos sentido plenos y felices. Pero nuestra vida consistía en un piso de tres habitaciones en un barrio periférico, nuestra hija Julia y nuestros trabajos de prácticas. Nunca conseguí dejar de comparar lo que sentía cuando estaba con Gertrud con lo que sentía junto a Hanna, y una y otra vez, cuando andábamos cogidos del brazo, me asaltaba la sensación de que algo fallaba, concretamente en ella: no tenía el tacto ni las vibraciones adecuadas, ni el olor ni el sabor adecuados. Pensaba que con el tiempo se me pasaría. Sinceramente, lo esperaba. Quería librarme de Hanna. Pero esa sensación de que algo fallaba no desaparecía.
Cuando Julia cumplió cinco años, nos separamos. Los dos habíamos llegado al límite de nuestras posibilidades, y nos dejamos sin amargura; desde entonces nos hemos seguido sintiendo unidos en mutua lealtad. Lo único que me dolía era que le estábamos negando a Julia el entorno hogareño que necesitaba a ojos vistas. Cuando Gertrud y yo nos sentíamos confiados y a gusto el uno con el otro, Julia flotaba en ese estado como pez en el agua. Estaba en su elemento. Cuando notaba tensiones entre nosotros, corría del uno al otro para decirnos con toda seriedad que papá era bueno o mamá era buena, respectivamente, y que ella nos quería. Pedía un hermanito, y sin duda le habría encantado tener varios. Tardó mucho tiempo en comprender lo que significaba el divorcio, y cuando yo iba de visita, quería que me quedase, y cuando ella me visitaba a mí, se empeñaba en que Gertrud la acompañara. Cuando me marchaba y la veía mirando por la ventana, y me metía en el coche bajo su mirada triste, se me rompía el corazón. Y tenía la sensación de que lo que le estábamos negando no era un capricho suyo, sino algo a lo que tenía pleno derecho. Al divorciarnos pisoteamos ese derecho suyo, y el hecho de que lo hiciéramos de común acuerdo no menguaba la culpa.
Intenté buscar y enfocar mejor mis relaciones posteriores. Acabé reconociendo que, para poder sentirme a gusto al lado de una mujer, necesitaba que tuviera un tacto y unas vibraciones un poco como los de Hanna, que su olor y su sabor se parecieran a los de Hanna. Y empecé a hablarles de ella a otras mujeres. Y no sólo de ella; también les contaba sobre mí mismo más de lo que le había contado a Gertrud. Todo para que pudieran comprende de algún modo lo que hubiera de extraño en mi comportamiento o en mi humor. Pero no tenían demasiadas ganas de escuchar. Me acuerdo de Helen, la americana profesora de literatura, que, cuando le contaba ese tipo de cosas, me acariciaba la espalda como para consolarme, sin decir palabra, y seguía muda y acariciándome la espalda cuando yo paraba de hablar. Gesina, la psicoanalista, me decía que tenía que analizar mi relación con mi madre. ¿No me había dado cuenta de que mi madre apenas aparecía en mi historia? Hilke, la dentista, me preguntaba constantemente por mi vida antes de que nos conociéramos, pero cuando le contaba algo, lo olvidaba de inmediato. Así que acabé dejando de hablar. Lo que cuenta no son las palabras, sino los hechos; así que, bien mirado, ¿para qué hablar?
3
Cuando estaba trabajando en la tesina, murió el catedrático que había organizado el seminario de Auschwitz. Gertrud encontró la esquela casualmente en el diario. El entierro era en el cementerio de Bergfriedhof. Me preguntó si quería ir.
No quería. El entierro era un jueves por la tarde, y yo tenía dos exámenes el jueves y el viernes por la mañana. Además, aquel profesor y yo nunca nos habíamos entendido muy bien. Y no me gustaban los entierros. Y no quería acordarme del juicio.
Pero ya era demasiado tarde. El recuerdo ya había vuelto, y el jueves, cuando salí del examen, me pareció que tenía una cita con el pasado a la que no podía faltar.
Cogí el tranvía, cosa que normalmente nunca hacía. Eso ya fue un reencuentro con el pasado, como regresar a un lugar que nos es familiar pero ha cambiado de aspecto. Cuando Hanna trabajaba en la compañía de transportes, había tranvías con dos o tres vagones, plataforma en la entrada y la salida, estribos a los que los pasajeros se encaramaban de un salto cuando el tranvía ya estaba en marcha, y un cordón a lo largo de todo el convoy, con el que el revisor hacía sonar la señal de partida. En verano, los tranvías circulaban con las plataformas abiertas. El revisor expedía, marcaba y controlaba los billetes, anunciaba las paradas, señalizaba la partida, vigilaba a los niños que se amontonaban en las plataformas, reñía a los viajeros que subían o bajaban en marcha, e impedía la entrada cuando el coche estaba lleno. Había revisores graciosos, ocurrentes, serios, aburridos y groseros, y muchas veces el ambiente en el vagón estaba en consonancia con el temperamento o el humor pasajero del revisor. Lástima que, después del desafortunado episodio de la sorpresa frustrada, nunca más me atreviera a espiar a Hanna para ver cómo le sentaba el papel de revisora.