Ahora, sentado junto a Hanna, olí a una anciana. No sé de dónde sale ese olor que conozco de las abuelas y las tías entradas en años, y que flota como una maldición en las habitaciones y los pasillos de los asilos. Hanna era demasiado joven para aquel olor.
Me acerqué más. Me di cuenta de que acababa de decepcionarla, y quería arreglarlo.
– Me alegro de que salgas.
– ¿Sí?
– Sí, y me alegro de saber que voy a tenerte cerca.
Le hablé de la vivienda y el trabajo que había encontrado para ella, de las ofertas culturales y sociales del barrio, de la biblioteca municipal.
– ¿Lees mucho?
– Pse. Me gusta más que me lean -dijo, mirándome-. Ahora eso se acabó, ¿no?
– ¿Por qué tiene que acabarse? -repliqué. Pero no me veía grabando más cintas ni yendo a visitarla para leerle en voz alta-. Me alegré mucho cuando vi que habías aprendido a leer. Me sentí orgulloso de ti. ¡Y qué cartas más bonitas me has escrito!
Eso era verdad. Me había sentido orgulloso y me había alegrado mucho de que leyera y de que me escribiera. Pero noté que mi admiración y mi alegría no estaban a la altura del esfuerzo que le había costado a Hanna aprender a leer y escribir; eran tan raquíticas que ni siquiera me habían inducido a contestarle, a visitarla, a hablar con ella. Le había reservado a Hanna un rincón, un rincón que para mí era importante, que me aportaba algo y por el que estaba dispuesto a hacer algo, pero no a concederle un lugar en mi vida.
Pero ¿porqué tendría que habérselo concedido? Pensar que la había arrinconado me producía mala conciencia, pero eso me indignaba.
– Dime una cosa: antes de que te juzgaran, ¿nunca pensabas en todo lo que salió a relucir en el juicio? O sea: ¿nunca pensabas en ello cuando estábamos juntos, o cuando te leía?
– ¿Te preocupa mucho? -replicó; pero continuó sin esperar respuesta-. Siempre he tenido la sensación de que nadie me entendía, de que nadie sabía quién era yo y qué me había llevado a la situación en que estaba. Y, ¿sabes una cosa?, cuando nadie te entiende, tampoco te puede pedir cuentas nadie. Pero los muertos sí. Ellos sí que te entienden. No hace falta que estuvieran allí, pero si estuvieron te entienden aún mejor. Aquí en la cárcel estaban conmigo constantemente. Venían cada noche, aunque no siempre los esperara. Antes del juicio todavía podía ahuyentarlos cuando querían venir.
Se detuvo esperando que yo dijera algo, pero no se me ocurría nada. Primero quise decir que yo tampoco había podido ahuyentarla a ella nunca. Pero no era verdad; meter a alguien en un rincón significaba ahuyentarlo.
– ¿Estás casado?
– Lo estuve. Gertrud y yo llevamos ya muchos años divorciados, y tenemos una hija. Vive en un internado, y espero que para los últimos cursos del bachillerato venga a vivir conmigo.
Esta vez fui yo quien se detuvo esperando que ella dijera o preguntara algo. Pero calló.
– Te paso a buscar la semana que viene, ¿de acuerdo?
– De acuerdo.
– ¿Sin hacer ruido, o podemos armar un poco de jolgorio?
– Sin hacer ruido.
– De acuerdo, pasaré a buscarte sin hacer ruido y sin música ni champán francés.
Me levanté, ella se levantó. Nos quedamos mirándonos el uno al otro. El timbre había sonado dos veces y las otras mujeres ya habían entrado en el edificio. Sus ojos volvieron a tantear mi cara. La abracé, pero fue como abrazar algo inanimado.
– Cuídate, chiquillo.
– Lo mismo te digo.
Así, nos despedimos ya antes de tener que separarnos dentro de la prisión.
9
La semana siguiente estuve muy atareado. Ya no recuerdo si porque tenía poco tiempo para preparar la conferencia que me habían encargado, o fue debido sólo a la presión de trabajo a la que me había sometido a mí mismo, en busca del éxito profesional.
La idea inicial que tenía para la conferencia no llevaba a ninguna parte. Cuando me puse a revisarla tropecé con una retahíla de arbitrariedades, en lugar del buen tino y la regularidad que esperaba. En vez de resignarme, seguí buscando, agobiado, con terquedad y miedo, como si con mi visión de la realidad naufragara también la realidad misma, y estaba dispuesto a darles la vuelta a los hechos comprobados, a hincharlos o camuflarlos. Entré en un estado de extraña inquietud; conseguía dormirme cuando me iba a la cama tarde, pero al cabo de unas pocas horas me encontraba otra vez despierto, hasta que me decidía a levantarme y seguir leyendo o escribiendo.
Hice también todo lo necesario en relación con la puesta en libertad de Hanna. Equipé la vivienda con unos cuantos muebles viejos y otros comprados en un hipermercado, anuncié al sastre griego la llegada de Hanna y actualicé la información que tenía sobre ofertas sociales y de formación. Compré comida, puse libros en la estantería y colgué unos cuantos cuadros. Hice ir a un jardinero para que se encargara del pequeño jardín que rodeaba la terraza situada delante de la sala de estar. También esto lo hice con terquedad y agobio; era demasiado para mí.
Pero me bastaba para no tener que pensar en mi visita a Hanna en la cárcel. Sólo a veces, cuando iba en coche o me sentaba cansado al escritorio o estaba en la casa de Hanna o despierto en la cama, la idea se apoderaba de mí y hacía emerger los recuerdos. La veía en el banco, con la mirada lija en mi cara; la veía en la piscina, con la cara girada hacia mí; y tenía de nuevo la sensación de haberla traicionado, y me sentía culpable. Y de nuevo me rebelaba contra aquella sensación, y la acusaba a ella, y me parecía pobre y tosco el truco con que se escabullía de su culpa. Dejarse pedir cuentas sólo por los muertos, reducir la culpabilidad y el arrepentimiento a un problema de insomnio y pesadillas… ¿Y los vivos qué? Pero en realidad no estaba pensando en los vivos, sino en mí mismo. ¿Acaso yo no podía pedirle cuentas también? ¿Qué había hecho ella de mí?
Por la tarde, antes de pasar a buscarla, llamé a la cárcel. Primero hablé con la directora.
– Estoy un poco nerviosa. Normalmente, sabe usted, cuando se pone en libertad a alguien después de tantos años, esa persona pasa primero unas cuantas horas o días fuera. Pero Fiau Schmitz se ha negado. Mañana lo pasará mal.
Me pusieron con Hanna.
– ¿Qué te apetece hacer mañana? ¿Quieres que te lleve a casa directamente o prefieres ir a dar un paseo por el bosque o por la orilla del río?
– Me lo pensaré. Sigues siendo un gran planificador, ¿eh?
Aquello me molestó. Me molestó igual que cuando mis novias me decían que me faltaba espontaneidad, que me regía demasiado por el cerebro y muy poco por el estómago.
Ella detectó mi enfado en mi silencio y se rió.
– No te enfades, chiquillo, no lo decía con mala intención.
Había encontrado a Hanna sentada en un banco, y era una vieja. Tenía aspecto de vieja y olía a vieja. Pero no me había fijado en su voz. Su voz seguía siendo joven.
10
A la mañana siguiente, Hanna estaba muerta. Se había ahorcado al amanecer.
Cuando llegué, me llevaron al despacho de la directora. Era la primera vez que la veía: una mujer pequeña y delgada, con gafas y el pelo rubio ceniza. Parecía insignificante hasta que empezó a hablar con un cierto acaloramiento y mirada severa, y moviendo vigorosamente las manos y los brazos. Me preguntó por la conversación telefónica de la última tarde y el encuentro de la semana anterior. Quería saber si yo había sospechado algo o había tenido algún temor. Lo negué. No había sentido ninguna sospecha o temor, ni siquiera inconscientes.
– ¿De qué se conocían?