– Vivíamos en el mismo barrio.
Me miró con aire interrogativo, y comprendí que tenía que decir algo más.
– Vivíamos en el mismo barrio, y con el tiempo nos conocimos y entablamos amistad. Luego, cuando era estudiante, estuve en el juicio en que la condenaron.
– ¿Por qué le enviaba cintas de cásete?
Callé.
– Usted sabía que era analfabeta, ¿verdad? ¿Cómo lo sabía?
Me encogí de hombros. No veía por qué tenía que contarle nada sobre Hanna y yo. Tenía el llanto concentrado en el pecho y en la garganta, y temía no poder hablar. No quería llorar delante de ella.
Seguramente se dio cuenta de cómo me sentía.
– Venga, le enseñaré la celda de Frau Schmitz.
Echó a andar delante de mí, pero se volvía una y otra vez para anunciarme o explicarme cosas. Aquí hubo un atentado terrorista, aquí está la sala de costura en la que trabajaba Hanna, aquí Hanna hizo una vez una huelga de brazos caídos hasta que se retiró el proyecto de reducir el presupuesto de la biblioteca, por aquí se va a la biblioteca. Se detuvo delante de la celda.
– Frau Schmitz no hizo el equipaje. Está todo igual que cuando ella vivía.
Cama, armario, mesa y silla; en la pared, encima de la mesa, una estantería, y en el rincón, detrás de la puerta, el lavabo. En lugar de ventana, ladrillos de cristal translúcido. La mesa estaba despejada. En la estantería había libros, un despertador, un oso de peluche, dos vasos, un bote de café molido, varios de té, el cásete y, en dos compartimentos más bajos, las cintas que yo le había grabado.
– No están todas -dijo la directora, que había ido siguiendo mi mirada-. Frau Schmitz solía prestarle cintas al servicio de ayuda a los internos invidentes.
Me acerqué a la estantería. Primo Levi, Elie Wiesel, Tadeusz Borowski, Jean Améry: la literatura de las víctimas y, junto a ella, las memorias de Rudolf Hoss, el comandante de Auschwitz, el ensayo de Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén y varios libros sobre los campos de exterminio.
– ¿Hanna leía estas cosas?
– Por lo menos cuando pidió los libros sabía muy bien lo que hacía. Hace varios años ya me pidió que le diera bibliografía general sobre los campos de exterminio, y luego, hace un año o dos, me preguntó si había libros sobre las mujeres de los campos, tanto las prisioneras como las guardianas. Escribí al Instituto de Historia Contemporánea y me enviaron una bibliografía especial sobre el tema. Lo primero que se puso a leer Frau Schmitz cuando aprendió, fueron libros sobre los campos de exterminio.
Por encima de la cama había multitud de pequeñas fotos y notas sujetas a la pared. Me arrodillé sobre la cama y me puse a leer. Eran citas, poemas, frases corlas, también recetas de cocina que Hanna se había apuntado o que, como las fotos, había recortado de periódicos y revistas. «La cinta azul de la primavera ondea de nuevo por el aire», «La sombra de las nubes corre por los campos»: todos los poemas estaban llenos de amor y nostalgia por la naturaleza, y las fotos eran de bosques primaverales, praderas cubiertas de flores, hojas de otoño y árboles, un sauce junto a un riachuelo, un cerezo lleno de rojas cerezas maduras, un castaño otoñal jaspeado de amarillo y naranja. En una foto recortada de un periódico aparecían un hombre mayor y otro más joven, vestidos de oscuro, dándose la mano, y en el joven, que hacía una reverencia ante el mayor, me reconocí a mí mismo. Acababa de terminar el bachillerato, y la foto era de la ceremonia correspondiente, en la que el director me entregó un premio. Fue bastante después de que Hanna se marchara de la ciudad. ¿Podía ser que ella, la analfabeta, estuviera suscrita al periódico local en el que había aparecido la foto? En cualquier caso, algún esfuerzo debía de haber hecho para averiguar que la foto existía y para conseguirla. ¿Y la tenía durante el juicio? ¿La llevaba encima, quizá? Noté de nuevo cómo el llanto se me agolpaba en el pecho y la garganta.
– Aprendió a leer con usted. Se llevaba en préstamo de la biblioteca los libros que usted le había grabado, y seguía palabra por palabra y frase por frase lo que oía. De tanto pararlo y ponerlo en marcha y rebobinar hacia adelante y hacia atrás, el aparato acabó estropeándose, y había que repararlo cada dos por tres. Para las reparaciones hace falta un permiso firmado por mí, y así fue como acabé enterándome de lo que hacía Frau Schmitz. Al principio no quería hablar de ello, pero luego empezó también a escribir y me pidió un libro de caligrafía, y ya no intentó ocultarlo más. Además, estaba orgullosa de haberlo conseguido, y tenía ganas de expresar su alegría.
Mientras la directora hablaba, yo seguía arrodillado mirando las fotos y las notas y sofocando el llanto. Cuando me di la vuelta y me senté en la cama, me dijo:
– Tenía tantas ganas de que usted le escribiera… Sólo recibía correspondencia de usted, y cuando repartían el correo preguntaba: «¿No hay carta para mí?», y le aseguro que no se refería al habitual paquete de las cintas. ¿Por qué no le escribió nunca?
Volví a callar. No habría podido hablar, sólo balbucear y llorar.
Se dirigió a la estantería, cogió un bote de té de hojalata, se sentó a mi lado y se sacó del bolsillo del traje de chaqueta un papel doblado.
– Me ha dejado una carta, una especie de testamento. Le leo lo que le afecta a usted.
Desplegó el papel.
– «En el bote de té de color lila hay más dinero. Déselo a Michael Berg para que él se lo entregue, junto con los siete mil marcos de mi libreta de ahorro, a la hija de la superviviente del incendio. Que haga con el dinero lo que quiera. Y a él déle recuerdos, de mi parte.»
Así que no me había dejado una nota. ¿Lo había hecho para herirme? ¿Para castigarme? ¿O quizá porque tenía el alma tan cansada que ya sólo podía hacer lo mínimo imprescindible?
– Cuénteme cómo era Hanna, cómo fue durante todos estos años -dije cuando recuperé el aliento-, y cómo fueron los últimos días.
– Estuvo muchos años viviendo aquí como en un convento. Como si hubiera venido por su propio pie para retirarse del mundo, como si se hubiera sometido voluntariamente a las reglas que rigen en esta casa; el trabajo al que se dedicaba, que era bastante monótono, se lo tomaba como si fuese una especie de ejercicio de meditación. Con las otras mujeres era amable pero distante, y ellas le tenían mucho respeto. Es más, tenía autoridad, le pedían consejo cuando había problemas, y cuando había alguna disputa ella intervenía y todas decían amén. Hasta que hace unos años empezó a abandonarse. Siempre había velado por su aspecto, era fuerte pero esbelta, y de una limpieza extremada, muy minuciosa. Pero a partir de entonces empezó a comer demasiado y a lavarse poco; al cabo de un tiempo engordó y empezó a oler mal. Y no se la veía triste ni insatisfecha. Era como si hasta el convento le pareciera ya superpoblado, demasiado ruidoso, y se viera obligada a retirarse a un rincón aún más apartado, a una ermita solitaria en la que no tuviera que ver a nadie y en la que ya no fueran importantes el aspecto, la ropa y el olor. He dicho que se abandonó, pero eso no expresa la realidad. Lo que hizo fue redefinir su posición de la manera que ella creía correcta, aunque eso le costase perder su influencia sobre las demás.
– ¿Y los últimos días?
– Estaba como siempre.
– ¿Puedo verla?
Asintió con la cabeza, pero siguió sentada.
– ¿Puede ser que, cuando se pasa por una fase tan larga de aislamiento, la idea de volver al mundo resulte insoportable? Quizá sea mejor matarse que cambiar el convento y la ermita por el mundo.
Me miró.
– Frau Schmitz no ha dejado escritos los motivos de su suicidio. Y usted se niega a contar lo que hubo entre los dos, aunque creo que eso ayudaría a entender el hecho de que Frau Schmitz se matara justo la noche antes de que usted pasara a buscarla.
Dobló el papel, se lo metió en el bolsillo, se levantó y se alisó la falda.