Me acercó el cheque y el dinero.
– Vamos a hacer una cosa. Usted se informa de qué asociaciones judías de ese tipo hay, aquí o en Alemania, y hace una transferencia a la cuenta de la asociación que más le convenza. Y si eso del reconocimiento -rió- es muy importante para usted, puede hacer el donativo a nombre de Hanna Schmitz.
Volvió a coger el bote de té.
– El bote me lo quedo yo.
12
Ya han pasado diez años desde todo aquello. En los primeros tiempos después de la muerte de Hanna siguió atormentándome la duda de si realmente la había negado y traicionado, de sí al amarla me hice culpable, de si debería haberme liberado de ella de palabra y obra, y de cómo podría haberlo hecho. A veces me preguntaba si era responsable de su muerte. Y a veces me enfurecía con ella y por todo lo que me hizo. Hasta que el odio perdió fuelle y las dudas trascendencia. No importa lo que hice o no hice, ni lo que ella me hizo a mí: es mi vida, eso es todo.
La decisión de escribir nuestra historia la tomé poco después de su muerte. Desde entonces, esta historia se ha escrito muchas veces en mi cabeza, cada vez un poco diferente, cada vez con nuevas imágenes y fragmentos de acción y pensamiento. Por eso, además de la versión que he escrito, hay muchas otras. Supongo que esta versión es la verdadera, porque la he escrito mientras las otras se han quedado sin escribir. Esta versión pedía ser escrita; las otras no.
Al principio quería escribir nuestra historia para librarme de ella. Pero la memoria se negó a colaborar.
Luego me di cuenta de que la historia se me escapaba, y quise recuperarla por medio de la escritura, pero eso tampoco hizo surgir los recuerdos. Desde hace unos años he dejado de darle vueltas a esta historia. He hecho las paces con ella. Y ha vuelto por sí misma con todo detalle, y tan redonda, cerrada y compuesta que ya no me entristece. Durante mucho tiempo pensé que era una historia muy triste. No es que ahora piense que es alegre. Pero sí pienso que es verdadera y que por eso la cuestión de si es triste o alegre carece de importancia.
En cualquier caso, eso es lo que pienso cuando me viene a la cabeza sin más. Pero cuando me siento herido vuelven a asomar las antiguas heridas, cuando me siento culpable vuelve, la culpabilidad de entonces, y en los deseos y las añoranzas de hoy se ocultan el deseo y la añoranza de lo que fue. Los estratos de nuestra vida reposan tan juntos los unos sobre los otros que en lo actual siempre advertimos la presencia de lo antiguo, y no como algo desechado y acabado, sino presente y vivido. Lo comprendo. Pero a veces me parece casi insoportable. Quizá sí escribí la historia para librarme de ella, aunque sé que no puedo.
En cuanto volví de Nueva York, envié el dinero de Hanna, a su nombre, a la Jewish League Against Illiteracy. Recibí una breve carta escrita con ordenador, en la que la Jewish League agradecía a Mrs. Hanna Schmitz su donativo. Con la carta en el bolsillo me fui al cementerio, a la tumba de Hanna. Fue la primera y la única vez que estuve ante su tumba.
Bernhard Schlink
1 En francés, «petit garçon». (N. del T.)