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– Pues a ver si pones atención en la clase de geografía. Hay una cosa que se llama sur y otra que se llama norte, y el sol sale por…

Mi madre interrumpió a mi hermano.

– El médico dijo que tres semanas más.

– Si es capaz de ir a pie hasta Nussloch pasando por el cementerio y volver a casa, también puede ir al colegio. Lo que le falta no son fuerzas, sino inteligencia.

De pequeños, mi hermano y yo siempre estábamos pegándonos, y luego empezamos a hacernos la guerra verbalmente. Él tenía tres años más que yo y me superaba en los dos terrenos. En algún momento dejé de replicarle y empecé a hacer oídos sordos a sus pullas. Desde entonces se limitaba a refunfuñar.

– ¿Y tú qué dices?

Mi madre se dirigía a mi padre. Él dejó el cuchillo y el tenedor en el plato, se recostó hacia atrás y juntó las manos entre los muslos. Se quedó callado y pensativo, como siempre que mi madre le preguntaba algo que tuviera que ver con los niños o con la casa. Y, como siempre, yo me pregunté si de verdad estaba pensando en la pregunta de mi madre o sólo pensaba en su trabajo. Quizá intentara honestamente reflexionar sobre lo que le había dicho mi madre, pero, una vez puesto a pensar, se le iba la mente al trabajo. Era catedrático de filosofía, y pensar era su vida: pensar, leer, escribir y enseñar.

A veces me daba la sensación de que nosotros, su familia, éramos para él como animales domésticos. El perro que se saca a pasear, el gato con el que se juega, y también el gato que se acurruca en el regazo y ronronea y se deja acariciar, pueden despertar afecto, en cierto modo pueden hacerse hasta necesarios, y sin embargo puede ser un engorro comprarles la comida, limpiar lo que ensucian y llevarlos al veterinario. Puede ser que la vida verdadera esté en otro sitio, muy lejos de ahí. Me habría gustado que su vida fuéramos nosotros, su familia. A veces también me habría gustado que mi hermano no fuera tan refunfuñón ni mi hermana pequeña tan descarada. Pero, llegada la noche, de repente me daba cuenta de que los quería muchísimo a todos. Mi hermana pequeña. Seguramente no era fácil ser la más pequeña de cuatro hermanos, y para afirmarse como persona necesitaba un cierto grado de descaro. Mi hermano mayor. Compartíamos habitación, lo cual sin duda se le hacía más pesado a él que a mí, y además, desde que me había puesto enfermo, yo dormía solo en la habitación, mientras él tenía que conformarse con el sofá del comedor. ¿Cómo no iba a refunfuñar? Mi padre. ¿Dónde estaba escrito que sus hijos tenían que ser lo más importante de su vida? Además, íbamos creciendo, y cualquier día tendríamos edad de irnos de casa.

Tuve la impresión de que era la última vez que nos sentábamos todos juntos a la gran mesa redonda, bajo la gran lámpara de latón de cinco brazos y cinco bombillas, que era la última vez que comíamos en los viejos platos decorados con zarcillos verdes en el borde, que era la última vez que hablábamos con tanta familiaridad. Me pareció estar viviendo una despedida. Todavía estaba allí, pero ya me había ido. Añoraba a mi madre, a mi padre y a mis hermanos, y al mismo tiempo anhelaba a una mujer.

Mi padre me miró.

– Dices que quieres volver mañana mismo al instituto, ¿verdad?

– Sí.

Vi que se había dado cuenta de que me había dirigido a él y no a mi madre, y también de que yo no estaba dispuesto a reconsiderar mi decisión.

Asintió con la cabeza.

– Pues si quieres, adelante. Y si ves que no puedes, te quedas en casa otra vez.

Me sentí feliz. Y al mismo tiempo tuve la sensación de que en ese momento la despedida ya se había producido.

8

En los días siguientes, la mujer tuvo turno de mañana. Llegaba a casa a las doce, y yo me saltaba cada día la última hora de clase para esperarla en su rellano. Nos duchábamos y hacíamos el amor, y poco antes de la una y media yo me vestía rápidamente y echaba a correr. En casa se comía a la una y media. Los domingos se comía a las doce, pero ella también empezaba y acababa el turno más temprano.

Yo muchas veces habría preferido que no nos ducháramos. Pero ella era de una limpieza exasperante; se duchaba cada día al levantarse, y a mí me gustaba el olor que traía del trabajo: a perfume, a sudor fresco y a tranvía. Pero también me gustaba su cuerpo mojado y enjabonado; me gustaba que me enjabonase y enjabonarla a ella, y ella me enseñaba a hacerlo sin vergüenza, con naturalidad, con posesiva minuciosidad. También cuando hacíamos el amor ella tomaba posesión de mí con toda naturalidad. Su boca buscaba la mía, su lengua jugaba con la mía, me decía dónde y cómo quería que la tocase, y cuando me cabalgaba hasta el orgasmo, yo sólo estaba allí para darle placer, no para compartirlo. No es que no fuera tierna y no me diera placer a mí también. Pero lo hacía por pura diversión, para jugar. Hasta que aprendí yo también a tomar posesión de ella.

Eso fue más tarde. Y nunca llegué a aprenderlo del todo. De hecho, durante mucho tiempo no lo necesité. Era joven y no tardaba en tener un orgasmo, y luego, cuando lentamente volvía a la vida, me gustaba que ella me poseyera. La miraba cuando la tenía encima, veía su vientre, en el que se dibujaba un profundo surco sobre el ombligo, sus pechos, el derecho ligeramente más grande que el izquierdo, su cara, con la boca abierta. Apoyaba las manos en mi pecho y en el último momento las levantaba bruscamente, se agarraba la cabeza y emitía un grito sordo, gimoteante, gorgoteante, que la primera vez me asustó y que luego empecé a esperar ansiosamente.

Después quedábamos agotados. Muchas veces se dormía encima de mí. Se oía la sierra en el patio y los gritos de los obreros que la manejaban, más ruidosos aún que ella. Cada vez que la sierra enmudecía, llegaba débilmente a la cocina el rumor del tráfico de la Bahnholstrassc. Cuando oía gritos de niños jugando, sabía que era la hora de la salida del colegio, es decir, que ya habían dado la una. El vecino que llegaba a su casa para comer echaba alpiste en el balcón, y se oía a las palomas aterrizar en él y arrullar.

– ¿Cómo te llamas? -le pregunté el sexto o séptimo día. Se había dormido encima de mí y acababa de despertarse. Hasta entonces, yo había evitado tener que llamarla por su nombre, y también llamarla de tú o de usted.

– ¿Para qué quieres saberlo? -replicó, mirándome con desconfianza.

– Tú y yo… Sé tu apellido, pero tu nombre no. Quiero saber cómo te llamas. ¿Qué tiene de…?

Se rió.

– Nada, chiquillo, no tiene nada de malo. Me llamo Hanna.

Siguió riéndose sin parar, hasta contagiarme.

– Has puesto una cara tan rara…

– Es que estaba medio dormida. ¿Y tú cómo te llamas?

Yo pensaba que ella ya lo sabía. Por entonces estaba de moda no usar macuto y llevar los libros debajo del brazo, y cuando los dejaba encima de la mesa de la cocina, se veía claramente mi nombre en las libretas y libros, forrados con papel de embalar sobre el que yo pegaba una etiqueta con el título del libro y mi nombre. Pero ella no se había fijado.

– Me llamo Michael Berg.

– Michael, Michael, Michael -dijo, buscando los matices del nombre-. Mi niño se llama Michael, va a la universidad…

– Al instituto.

– … va al instituto, y de mayor quiere ser un gran… -vaciló.

– No sé lo que quiero ser de mayor.

– Pero eres buen estudiante.

– Bueno, yo no diría tanto…

Le dije que para mí ella era más importante que los estudios y el colegio. Que me gustaría estar más tiempo con ella.

– De todos modos, voy a perder el año.

– ¿Vas a perder un año? ¿Qué año?

Se incorporó. Era la primera vez que teníamos una conversación en serio.

– Sexto de bachillerato. Con lo de la enfermedad he perdido varios meses. Para sacar el curso, tendría que estudiar tanto que me volvería imbécil. Ahora mismo, por ejemplo, tendría que estar en el colegio.