Todavía conservo un poema que escribí por entonces. Como poema no vale nada. Por aquella época me entusiasmaban Rilke y Benn, y ahora veo que estaba empeñado en seguir la estela de los dos al mismo tiempo. Pero también veo lo cercanos que estábamos el uno del otro. He aquí el poema:
12
No recuerdo las mentiras que les conté a mis padres después de la excursión con Hanna, pero en cambio me acuerdo muy bien del precio que tuve que pagar para poder quedarme solo en casa durante la última semana de vacaciones. He olvidado adonde se fueron mis padres, mi hermano y mi hermana mayor. El problema era mi hermana pequeña. Mis padres querían que se fuera a casa de la familia de una amiga. Pero si yo me quedaba en casa, ella también quería quedarse. A mis padres no les parecía buena idea, así que yo también tendría que ir a casa de un amigo.
Hoy en día me parece realmente sorprendente que mis padres consintieran en dejarme solo en casa una semana entera, a mis quince años. ¿Quizá se habían percatado de la nueva autosuficiencia que se había desarrollado en mí desde que estaba con Hanna? ¿O quizá simplemente habían tomado nota de que, pese a estar enfermo varios meses, había sacado el curso, y deducían de ello que yo era más responsable y digno de confianza de lo que había demostrado hasta entonces? Tampoco recuerdo que me hicieran rendir cuentas por las muchas horas que pasaba con Hanna por entonces. Por lo visto, mis padres se creían de verdad que, recuperada la salud, yo tenía ganas de estar con mis amigos, para estudiar y pasar los ratos libres juntos. Además, unos padres que tienen cuatro hijos no pueden estar pendientes todo el tiempo de cada uno de ellos, sino que por fuerza han de prestar más atención al que está creando problemas en un momento determinado. Yo ya les había ocasionado suficientes problemas, y se daban por satisfechos con verme sano y con el curso aprobado.
Cuando le pregunté a mi hermana pequeña qué quería a cambio de irse a casa de su amiga y dejarme solo en la casa, me pidió unos tejanos o, como decíamos por entonces, unos pantalones vaqueros, y un niqui de terciopelo, una especie de jersey. Me pareció muy comprensible. En aquella época, los téjanos todavía eran algo especial, muy de moda, y se perfilaban como la alternativa perfecta a los trajes de ojo de perdiz y los vestidos floreados. Yo me veía obligado a aprovechar la ropa de mi tío, y mi hermana pequeña la de la mayor. Pero no tenía dinero.
– ¡Pues róbalos! -exclamó mi hermana sin alterarse.
Fue increíblemente fácil. Me probé varios tejanos, me llevé al probador también unos de su talla y salí de la tienda llevándolos escondidos en torno a la cintura, por debajo de los anchos pantalones de mi traje. El niqui lo robé en unos grandes almacenes. Un día, mi hermana y yo nos dedicamos a recorrer la sección de moda femenina de mostrador en mostrador, hasta encontrar el mostrador adecuado y el niqui adecuado. Al día siguiente atravesé la sección con paso rápido y decidido, eché mano al niqui, lo escondí debajo de la americana y en un abrir y cerrar de ojos me encontré en la calle. Un día más tarde robé un camisón de seda para Hanna, pero el detective de los almacenes me vio, así que eché a correr como un endemoniado y escapé por los pelos. Estuve años sin poner los pies en aquellos grandes almacenes.
Desde aquellas noches que pasamos juntos durante el viaje, todas las noches anhelaba sentirla a mi lado, acurrucarme junto a ella, rozar su trasero con mi vientre y mi espalda con mi pecho, poner la mano en sus pechos, despertarme en plena noche y buscarla con el brazo, encontrarla, cruzar una pierna entre las suyas y reposar la cara contra su hombro. Una semana solo en casa equivalía a siete noches con Hanna.
Una tarde la invité a cenar a casa. La recuerdo en la cocina mientras yo daba los últimos toques a la cena; en el hueco de la puerta mientras yo sacaba la cena al comedor; sentada a la mesa redonda, en el lugar habitual de mi padre. Lo miraba todo.
Su mirada registraba todos los detalles, los muebles del siglo pasado, el piano de cola, el viejo reloj de péndulo, los cuadros, las estanterías llenas de libros, la vajilla y los cubiertos en la mesa. La dejé sola un momento para acabar de preparar el postre, y al volver no la encontré sentada a la mesa. Había ido recorriendo habitación tras habitación, y ahora estaba en el despacho de mi padre. Me apoyé silenciosamente contra el marco de la puerta y me quedé mirándola. Ella paseaba la mirada por las estanterías de libros que colmaban las paredes; era como si estuviese leyendo un texto. Luego se dirigió a una estantería, pasó lentamente el dedo índice de la mano derecha, a la altura de su pecho, por los lomos de los libros, pasó a la estantería siguiente, pasó el dedo otra vez, lomo tras lomo, y así recorrió toda la habitación. Al llegar a la ventana se detuvo y se quedó contemplando la oscuridad, el reflejo de las estanterías y su propia imagen reflejada en el cristal.
Es una de las imágenes que me han quedado de Hanna. Las tengo guardadas, puedo proyectarlas en una pantalla y contemplarlas, siempre invariables, sin señal de desgaste. A veces paso mucho tiempo sin traerlas a la mente. Pero siempre vuelven en algún momento, y entonces hay veces en que me veo forzado a proyectarlas y mirarlas repetidamente, una tras otra. Una es la de Hanna poniéndose las medias en la cocina. Otra es la de Hanna de pie delante de la bañera, sosteniendo la toalla con los brazos abiertos. Otra es la de Hanna en bicicleta, con la falda agitada por el viento. Luego está la de Hanna en el despacho de mi padre. Lleva un vestido a rayas azules y blancas, lo que por entonces se llamaba un traje camisero. Con ese vestido parece joven. Ha pasado el dedo por los lomos de los libros y se ha parado a mirar por la ventana. Ahora se vuelve hacia mí, lo bastante rápido para que la falda baile un instante en torno a sus piernas antes de volver a quedar lisa. Tiene la mirada cansada.
– ¿Todos estos libros los ha escrito tu padre, o sólo los ha leído?
Yo conocía un libro de mi padre sobre Kant y otro sobre Hegel, los busqué, los encontré y se los enseñé.
– Léeme un poco. Va, chiquillo, por favor…
– No sé…
No me apetecía, pero tampoco quería contrariarla. Cogí el libro de mi padre sobre Kant y le leí un trozo, un pasaje sobre analítica y dialéctica, que ni ella ni yo entendimos.
– ¿Tienes suficiente?
Me miró como si lo hubiera entendido todo, o como si diera lo mismo entender o no.
– ¿Tú también escribirás libros de ésos cuando seas mayor?
Negué con la cabeza.
– ¿Escribirás otros libros diferentes?
– No lo sé.
– ¿Escribirás obras de teatro?
– No lo sé, Hanna.
Asintió con la cabeza. Luego nos comimos el postre y nos fuimos a su casa. Me habría gustado que durmiéramos juntos en mi cama, pero ella no quiso. Se sentía una intrusa en mi casa. No lo dijo con palabras, pero sí con su manera de estar en la cocina o en el hueco de la puerta, de ir de habitación en habitación, de recorrer los libros de mi padre y de sentarse a la mesa conmigo.
Le regalé el camisón de seda. Era de color morado, tenía unos tirantes muy finos que dejaban a la vista los hombros y los brazos, y le llegaba hasta los tobillos. Era una tela tornasolada y brillante. Hanna estaba contenta, reía, estaba radiante. Se miró de arriba abajo, se dio la vuelta, dio unos pasos de baile, se miró en el espejo, contempló brevemente su reflejo y siguió bailando. Ésa es otra imagen que me ha quedado de ella.
13
El inicio del curso escolar siempre me parecía como un corte en el tiempo. Y el paso de sexto a séptimo de bachillerato trajo consigo un cambio especialmente tajante. La dirección disolvió mi clase y la repartió entre los otros tres grupos del mismo curso. Como eran muchos los que no habían conseguido pasar a séptimo, se decidió fundir cuatro grupos pequeños en tres más numerosos.